Nada quiero saber de la amistad
de los gitanos Pedro y el Tramposo,
desdeño a la puta y maldigo al timador
y el alarde de la pandilla callejera.
Los mansos, los cándidos y bondadosos
pueden venir, tocarme, no evitarme;
pero al que enfade al Rinoceronte Tom,
más le valdrá ser ágil cual pantera.
Hay en «los mansos, los cándidos y bondadosos / pueden venir, tocarme, no evitarme» un
pathos
maravilloso. Pero el poeta de «Tom O’Bedlam» alcanza una cumbre visionaria en la brillante estrofa final, que nos hace pensar tanto en Shakespeare como en Cervantes. No se me ocurre nada en la lengua inglesa donde parezcan fundirse como aquí el espíritu de Don Quijote con el de Hamlet:
Con un tropel de fantasías furiosas
que obedecen a mi mando
con lanza de fuego y un caballo de aire
vago por páramos salvajes.
Un caballero de sombras y fantasmas
me convoca a singular torneo
diez leguas más allá del fin del mundo:
me parece que no es gran cosa el viaje.
A veces, mientras camino, esta estrofa me viene involuntariamente a la cabeza, y si estoy solo, entonces la recito. Hamlet, convocado a la venganza por un «caballero de sombras y fantasmas», habría preferido un torneo quijotesco «diez leguas más allá del fin del mundo»; pues para él la muerte era ese país no descubierto de cuya frontera no volvía ningún viajero. Con Tom el Loco, Hamlet habría podido decir de una convocatoria más visionaria: «Me parece que no es gran cosa el viaje».
Si pudiera ser mejorada en tanto poesía, «Tom O’Bedlam» encontraría sus rivales en los sonetos y los dramas de Shakespeare. Más adelante me ocuparé de discutir con cierto detenimiento cómo leer Hamlet; aquí me vuelvo ahora hacia algunos Sonetos. Dado que, como dijo Borges, Shakespeare era todo el mundo y nadie, de los Sonetos podemos decir que son a la vez autobiográficos y universales, personales e impersonales, irónicos y apasionados, bisexuales y heterosexuales, íntegros y heridos. Éste es el momento apropiado para prevenir al lector contra el dogma literario cada vez más inútil según el cual el «yo» que habla en un poema es siempre una máscara o una persona y no un ser humano. El «yo» de los Sonetos de Shakespeare es el dramaturgo y actor William Shakespeare, creador de Falstaff, Hamlet, Rosalinda, Yago y Cleopatra. Cuando leemos los sonetos estamos escuchando una voz dramática, una voz a un tiempo similar y diferente a la de Hamlet. La diferencia consiste en que escuchamos al propio Shakespeare, que no es enteramente una creación de él mismo. Sin embargo sigue habiendo una similitud entre el «Will» de los Sonetos y Hamlet o Falstaff; compungido, labra toscamente su autopresentación, aun si no puede modelarla por completo. La meditativa voz de los Sonetos de Shakespeare se cuida muy bien de distanciarse de su sufrimiento, a veces incluso de su humillación. En el conjunto oímos una historia que podría tildarse de traición; pero nunca oímos hablar de la muerte del amor, aunque existen sobradas razones para que muera.
De todos los fenómenos inquietantes de la literatura, no hay para mí ninguno más inquietante que el equilibrio de Shakespeare entre la autoalienación y la autoafirmación:
Mejor será ser malo que malestimado,
cuando el no serlo gana de serlo condena,
perdido el justo gozo, que no al propio agrado
de uno se mide, sino por mirada ajena.
Pues, ¿a qué van los ojos de otros con veneno
a hacer guiño a los brincos de mis fantasías,
o a ser de mis miserias míseros espías,
que hagan malo a su antojo lo que estimo bueno?
No, yo soy lo que soy; y los que me reprochen,
contando están sus propias faltas en mis sobras;
puedo ir derecho, aunque ellos de través atrochen;
Sus pútridas ideas no han de hacer mis obras;
Si no es que a todo extienden esta triste ley:
todo hombre es malo, y en su mal él es el rey.
Éste es el soneto 121 de una secuencia de 154; ignoramos si el propio Shakespeare los dispuso en el orden presente, pero parece probable. Aquí nos vamos acercando al final de los 126 sonetos dirigidos a un apuesto noble joven, presumiblemente el patrono de Shakespeare (algunos creen que también su amante), el conde de Southampton. Me gustaría recomendarle este soneto al presidente William Jefferson Clinton, pero pienso que no tendré la oportunidad. Es la expresión más poderosa de nuestra lengua sobre la situación de ver la actividad erótica propia condenada por «los ojos de otros con veneno» («false adultérate eyes», en el original); ojos de quienes se comportan «de través» («themselves are betel»). Y ojalá hubiera podido leerse por televisión, a menudo y en voz alta, durante la reciente orgía nacional de virtud alarmada que se manifestó a través de voceros y congresistas. Pero, puesto que a mí me concierne cómo leerlo bien y por qué, paso ya a un examen atento de su dicción magníficamente cargada.
Si bien es posible que por «malo» («vile») Shakespeare se refiera a un estado de bajeza moral, la palabra (como él bien sabía) lleva en sí la noción de bajo valor o precio, y por lo tanto tiene ciertas connotaciones de inferioridad social. En parte, la complejidad del cuarteto inicial se centra en «se mide». ¿Se relaciona el giro con «malo» o con «el justo gozo»? Como Shakespeare lo mantiene en una deliberada ambigüedad, debemos leerlo de las dos maneras. La amarga ironía de «Mejor será ser malo que malestimado/ cuando el no serlo gana de serlo condena» significa, entre otras cosas, que poco importa que la conducta propia sea deplorada, porque aun si uno es realmente virtuoso los demás pueden pensar diferente. Pueden considerarlo malo, con lo cual uno se quedará sin el placer que debería darle el amor. Con todo, con su ironía amarga, la otra lectura es más interesante. Puede que tales observadores midan el «justo gozo», pero la medición o juicio será de ellos y no de Shakespeare, quien sabe que su amor es casto. No hay nada en las siguientes diez líneas del soneto que resuelva esta ambigüedad.
Los burlones observadores se vuelven objeto de burla cuando, entrometidos, hacen «guiño a los brincos de mis fantasías» como si estuvieran animando el desempeño sexual de Shakespeare. De miseria más abundante que la que saludan con guiños en Shakespeare, son reos de mala voluntad, ya estén acusando de mala una relación inocente o moralizando contra una relación real. Una vez más Shakespeare se abstiene de decirnos exactamente qué quiere que creamos. A cambio nos sobresalta con una declaración asombrosa: «No, yo soy lo que soy». Ni a él ni a sus lectores podía pasar inadvertida la alusión al Éxodo, 3:14, donde Moisés le pregunta a Yahvé quién es, y éste dice «Yo soy el que soy». La frase en hebreo —ehyeh asher ehyeh— es un audaz juego de palabras con el nombre de Yahvé y literalmente significa «yo seré [siempre y en todo lugar] yo seré». Como es de presumir que Shakespeare no sabía esto, su «soy lo que soy» significa sobre todo «Soy como soy», pero por medio de una blasfemia considerable. Él nunca publicó los sonetos: tal vez el 121 sea un poema independiente sin referencia necesaria a la relación homoerótica con el apuesto joven noble. En todo caso no lo sabemos, y este desconocimiento fortalece el poema.
Como en
Medida por medida
, su sublime y cáustico adiós a la comedia, Shakespeare no refrenda ni niega la sombría fórmula final: todo hombre es malo, y en su mal él reina.
La ira se convierte en un furor controlado en el soneto 129, un lamento que sólo apunta a la traición de la famosa e innominada Dama Oscura:
Despilfarro de aliento en derroche de afrenta
es lujuria en acción; y hasta la acción, lujuria
es perjura, ultrajante, criminal, sangrienta,
brutal, sin fe, extremosa, presa de su furia;
disfrutada no más que despreciada presto;
más que es razón buscada, y no bien poseída,
más que es razón odiada, como cebo puesto
adrede a volver loco al que a beber convida,
en la demanda loco, loco en posesión,
habido, habiendo y en haber poniendo empeño;
gloria dada a probar; probada, perdición;
antes, gozo entrevisto, y después, un sueño.
Todo esto el mundo sabe, y nadie sabe modos
de huir de un cielo que a este infierno arroja a todos.
La furiosa energía de estos versos es casi un redoble de tambor, una letanía por el deseo que no augura sino más deseo, y mayor desastre erótico. No hay personajes en el poema; el bello joven está muy lejos, y hasta la Dama Oscura sólo está presente por implicación. La lujuria es heroína y villana de esta pieza nocturna del espíritu: lujuria masculina por el «infierno» que se menciona al final, siendo «infierno» un término de argot isabelino —jacobino para vagina. En el soneto 129 llega a la apoteosis el antiguo tópico de la tristeza— después —del— coito, pero a mayor precio que el del despilfarro de aliento («spirit»). El lenguaje está tan turbado que evade su aparente adhesión a la creencia renacentista de que cada acto sexual acorta la vida del hombre. En ese «infierno» el lector puede oír una reminiscencia de enfermedad venérea, anunciadora de una preocupación shakesperiana que aparecerá en muchas de las obras teatrales,
Troilo y Crésida y Timón de Atenas
en particular. Esa misma, se diría, es la carga final del más que irónico soneto 144:
Dos tengo amores de catástrofe y amparo,
como dos genios que me inspiran hora a hora:
mi mejor ángel es un hombre blondo, claro,
mi genio malo una mujer morena mora.
Para echarme al infierno ya, mi diablo hembra
tienta a mi ángel bueno a abandonar mi bando
y en mi santo malicias de demonio siembra,
su pureza con vil soberbia cortejando.
Y si se hará mi ángel diablo o no, conmigo
temerlo puedo, no decirlo a lo derecho;
mas siendo míos ambos y uno de otro amigo,
un ángel en infierno de otro me sospecho.
Pero eso nunca lo sabré, y en dudas peno,
hasta que el malo a purgatorio arroje al bueno.
«Me inspiran hora a hora» significa algo así como «me tientan perpetuamente». Está claro que el bello y joven «mejor ángel» no es célebre por su pureza, y «diablo del infierno» designa popularmente la cópula. «Sospecho» es lacónico, porque no hay en juego aquí sospecha alguna; mientras que «hasta que el malo a purgatorio arroje al bueno» se refiere menos al final de la aventura que a la transmisión de sífilis al joven por la Dama Oscura, con la sugerencia de que Shakespeare ya a ha recibido de ella el obsequio.
¿Por qué leer el soneto 144? No hay duda de que las ironías y el genio lírico de Shakespeare dan más placer al lector en muchas otras piezas de la serie; no obstante, el patetismo amortiguado pero aterrador de este poema es un valor estético único, perturbadoramente memorable y del todo universal en su poder de sugerencia. Los Sonetos son un elemento singular en el impresionante logro de Shakespeare. Es apropiado que el escritor central de Occidente, inventor de lo humano tal como lo conocemos hoy, sea también el lírico más penetrante y meditativo de la lengua inglesa. No creo que necesariamente lleguemos a conocer al Shakespeare más profundo o íntimo en los Sonetos, en donde parece velarse de modo tan enigmático como en las obras dramáticas. Como hemos visto, Walt Whitman nos ofrece tres metáforas de su ser: yo, mi alma, y el yo real o mí mismo. En los Sonetos hay casi tantas metáforas del ser de Shakespeare como sonetos. De alguna manera Shakespeare se las ingenia para que todas esas imágenes del yo sean persuasivas, aunque tentativas. La pregunta que, a modo de tributo, lanza al apuesto joven noble al comienzo del soneto 53, bien podría hacérsele a él:
6. JOHN MILTON¿Qué es lo que es tu sustancia? ¿De qué estás tu hecho
que mil ajenas sombras se te trasparecen?
Aunque aquí sólo tengo espacio para un breve resumen de
El Paraíso perdido
de Milton, pienso que un libro sobre cómo leer y por qué debería decir algo útil sobre el mayor poeta de la lengua inglesa después de Shakespeare y Chaucer. Satán, el héroe-villano del poema de Milton, es un personaje muy shakespeariano en cuyo «sentido del mérito herido» —después de que Dios lo deja a un lado por Cristo— resuena claramente la herida psíquica de Yago cuando Otelo lo relega a favor de Casio. También Macbeth y Hamlet se infiltran en Satán. Shelley observó que el diablo le debía todo a Milton; habría podido añadir que el Diablo de Milton le debía muchísimo a Shakespeare.
Adán expulsado del Paraíso
debía haber sido una tragedia sobre la Caída; así había concebido originalmente Milton lo que en cambio se transformó en el poema épico El Paraíso perdido. Sospecho que, habiéndose topado con las extrañas sombras de los héroes — villanos de Shakespeare, Milton retrocedió al darse cuenta de que la épica heroica aún le estaba abierta pero el drama trágico en inglés había sido usurpado para siempre.
El difunto C. S. Lewis, a quien muchos fundamentalistas norteamericanos reverencian como autor del tratado dogmático
Simple cristiandad
, aconsejó al lector del
Paraíso perdido
empezar por «un saludo matinal de odio por Satán». En mi opinión, así es como no hay que empezar a leer el poema. Milton no era tan herético como Christopher Marlowe o William Blake, pero sí claramente una «secta de uno solo» y un protestante muy herético a buen seguro. Era mortalista; creía que alma y cuerpo morían juntos y juntos resucitaban, y negaba también el relato ortodoxo de la creación desde la nada.
El Paraíso perdido
identifica la energía con el espíritu; Satán está sobrado de ambos, pero desde luego también lo está Yago. Y también —y a un punto abrumador— lo está John Milton, aunque se cuida de hacer de Satán a la vez un doble y una parodia de sí mismo. En tono irónico, y en contra de C. S. Lewis y otros críticos defensores de la Iglesia, uno podría argumentar que Satán representa un cristianismo más ortodoxo (aunque invertido) que el de Milton. Satán no identifica energía con espíritu, por mucho que encarne la fusión de ambos; exclama: «¡Mal, se tú mi bien!» Uno esperaría que Milton, prácticamente un muggletoniano (secta visionaria y muy radical de protestantes heréticos) hubiera sido tan taimado como para hacer de Satán a la vez un héroe auténtico (de cariz más shakespeariano que clásico) y un papista maquinador, con una baja apreciación de las naturalezas humana y angélica.