«Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad e talante a un tan valiente y tan nombrado caballero como lo es y será don Quijote de la Mancha!».
La mujer real es una campesina de la vecindad, Aldonza Lorenzo, que no anda escasa de grosería. Los encantadores han transformado a la impar Dulcinea en la basta Aldonza; pero don Quijote no deja de entender su propia ficción, su deslumbrante invención el orden del juego:
«Todo cuanto digo lo percibo como cierto, y en nada defectuoso, y lo pinto en mi mente tal como quiero que sea». El lector ya está bien avisado de que puede aceptar a Dulcinea con cierto crédito, ya que en un sentido ella es para don Quijote lo que Beatriz es para Dante, el centro de un heterocosmos o un mundo alternativo al de la naturaleza. Esta noción romántica o shelleyiana es matizada por Sancho Panza, y de otra forma por el propio don Quijote, que conoce los límites de la obra y sabe quién es y quién podría ser «si lo eligiera».
El lector, que aprende a amarlos a ambos, aprenderá con ellos a conocerse mejor a sí mismo. Como Shakespeare, Cervantes entretendrá a todo tipo de lectores, pero también (otra vez, como Shakespeare) creará lectores más activos, según las capacidades de cada cual. En el encuentro con los leones enjaulados, es don Quijote quien sabe si los nobles animales van a atacarlo o no. Durante las cabalgatas de los dos aventureros, el lector activo llega a compartir con ellos la conciencia de que son personajes de una historia; y en la Segunda Parte del largo libro, don Quijote y Sancho participan a su vez plenamente del conocimiento del lector, pues se han convertido abiertamente en críticos que juzgan sus propias peripecias.
En sus dos docenas de grandes obras, Shakespeare ejerció el arte supremo de ocultarse; quizá el lector o el espectador teatral quiera saber qué pensaba él de lo que estaba ocurriendo, pero Shakespeare lo dispone todo de manera que nunca podamos llegar hasta él, y en muchos sentidos le agradecemos no necesitarlo. Cervantes, en especial en la segunda parte de su gran libro, inventó el arte exactamente opuesto: dispone las cosas de modo que no podamos prescindir de él. Abre una brecha en la ilusión que crea para nosotros, porque en esa segunda parte tanto don Quijote como Sancho comentan los papeles que han interpretado en la primera. Más barroco y consciente todavía, el autor se une a don Quijote en las quejas respecto a los hechiceros, en el caso de Cervantes el plagiario-impostor que quiso acabar la novela en su lugar.
Thomas Mann admiró en el
Quijote
la singularidad de un héroe que «vive consumiendo la gloria de su propia glorificación». Sancho, demasiado astuto para ir tan lejos, dice no obstante que a él también se lo puede encontrar en la historia bajo el nombre de Sancho Panza. Si el lector empieza a sentirse algo perplejo, sólo necesitará un poco más a Cervantes. Éste, hablando como Miguel de Cervantes Saavedra, asume y mantiene un nuevo tipo de autoridad narrativa, cuyo último heredero acaso haya sido Marcel Proust. Bien es cierto que, si para algunos fue Proust quien llevó la novela cervantina hasta su extremo, para otros fue James Joyce, en el
Ulises
, y para otros más el discípulo de ambos, Samuel Beckett, en la trilogía compuesta por
Molloy, Malone muere y El innombrable
.
Leer el
Quijote
es un placer inagotable; y espero haber indicado algunos aspectos de cómo leerlo. Muchos de nosotros somos figuras cervantinas, mezclas de Quijote y Sancho. ¿Por qué leer el
Quijote
? Sigue siendo la mejor novela, y la primera, del mismo modo que Shakespeare sigue siendo el mejor dramaturgo. Hay partes de sí mismo que el lector no conoce totalmente hasta que no conoce tan bien como pueda a don Quijote y Sancho Panza.
Stendhal, seudónimo de Marie Henri Beyle, nació en Grenoble, Francia, en 1783, y murió en París en 1842. Puede decirse que su carrera literaria se inició con la batalla de Waterloo (1814), que acabó con la carrera de Napoleón. Stendhal vivió en Italia hasta que en 1821 fue expulsado por la policía austriaca. Luego se estableció en París, donde en 1830 publicó su primera novela perdurable,
Rojo y Negro
. Aquí discutiré su segundo gran logro,
La cartuja de Parma
, una novela que dictó durante siete semanas de enfermedad y que fue aclamada por Balzac. Si elijo
La cartuja
es porque la amo más que a la otra obra maestra de Stendhal y porque en inglés contamos con una nueva y soberbia traducción del poeta Richard Howard.
Stendhal forma con Balzac y Flaubert la trinidad mayor de la novela francesa antes de que ésta alcance la cumbre con Marcel Proust. Al contrario que Flaubert y Proust, al contrario aun que el denodadamente productivo y ampliamente detallado Balzac, Stendhal es el más alto de los románticos: un partidario de Shakespeare y en menor medida de Lord Byron.
Acerca de
La cartuja
Richard Howard hace un comentario admirable: «Aquí nada está fijo… [Stendhal] es el anti-Flaubert».
Madame Bovary
es una obra autónoma, tan bellamente cerrada en sí misma como, en una escala titánica, el
Ulises
de Joyce. Y sin embargo, como observa Howard, las mejores obras del relativamente amorfo Stendhal exigen ser releídas; nos llevan de sorpresa en sorpresa. Quizá más shakesperiano aún que él, Proust amaba a Stendhal, quien, creo yo, no lo amenazaba tanto como Flaubert. ¿Por qué leer pues a Stendhal? Porque ningún otro novelista (que yo admire) consigue tan plenamente hacer de uno un confabulado suyo. Con Stendhal, el lector devoto termina por ser cómplice.
En su elogio de
La cartuja
, Balzac dijo que muchas páginas de la novela contienen «todo un libro». Al lector estólido esto podría enloquecerlo, pero si uno tiene cierto entusiasmo (el término crítico más apreciado por William Hazlitt),
La cartuja de Parma
es la novela para uno. Racional hasta el delirio como sólo puede serlo un romántico, en una novela de apariencia informe Stendhal relata la muerte de la era napoleónica y el retorno de una Italia anterior, dieciochesca, parte del mundo que Metternich intentó restaurar después de Waterloo.
A mí me gustan las novelas históricas, desde
El guante rojo
de Sir Walter Scott hasta
Lincoln
de Gore Vidal; pero, aunque pretenda serlo,
La cartuja
no es realmente una obra histórica, como no lo es en esencia
Romeo y Julieta
que la influyó profundamente. Al igual que ésta,
La cartuja
es una tragedia, si bien una ironía permanente y encantadora impide que el sentimiento trágico se desate; Stendhal es demasiado lúdico y quijotesco para permitirlo. La cartuja comienza con un acontecimiento dichoso: la victoria del joven ejército de Napoleón en Italia, en 1796. Si Stendhal tenía una pasión (aparte de la lujuria insatisfecha por algunas mujeres que lo esquivaban), era el idealismo napoleónico. El vástago de ese idealismo es su héroe romántico, Fabricio, un brioso bribón ávido de desastres amado por su tía (sin vínculo de sangre), la fascinante y elevada Gina. A su vez ella es amada por el amable y maquiavélico Mosca, ministro del príncipe de Parma. Pero Fabricio está enamorado de Clelia, hija de su carcelero y Julieta de su Romeo. Todos viven unas peripecias de grandeza frustrante, salvo para el lector, que se deleita en los dos triángulos: Mosca-Gina-Fabricio y Gina-Fabricio-Clelia.
Stendhal aprendió de Shakespeare (y de sus propias catástrofes románticas) la arbitrariedad de las grandes pasiones, y de Cervantes que la pasión, aun cuando mata, es un tipo de juego. A menos que uno sea uno de los cuatro amantes atrapados en esa partida de ajedrez, todo es ironía. La partida, como entendió Balzac, gira en torno a pasiones privadas; la era napoleónica ha terminado. Somos productos posteriores al código caballeresco y lo que importa son los cuatro amantes. Una vez ha triunfado Wellington, sólo queda el romance. En
Rojo y Negro
, Julien Sorel hace una suicida y más o menos heroica carrera erótica de clon napoleónico para atravesar un
sparagmos
bajo la Restauración. Pero la Parma posterior al Congreso de Viena es una locura sublime donde sucede de todo y nada se mantiene por mucho tiempo salvo para el triste y noble superviviente Mosca, que acaba muy rico pero privado de su Gina, quien ha perdido a su Fabricio, que se quedó sin su Clelia.
Lo maravilloso para el lector es la abundancia de afecto inalterable que le inspiran el estilo y la fibra de los protagonistas. Todos nos encantan: poseen orgullo, gallardía, honor y lujuria auténticos y una soberbia
sprezzatura
: son en verdad los infelices-felices escogidos que Stendhal encomienda a sus felices y escogidos lectores. Bravio, Stendhal se dirige a nosotros como si fuéramos los soldados de Enrique v a punto de entrar a la gloria en la batalla de Agincourt.
La cartuja de Parma
en sí misma es un enigma, menos un símbolo que una pista falsa. Sólo la encontramos en la última página, lugar donde Fabricio, melancólico Romeo, vive su año final. El título es engañoso, pero lo cierto es que muchas cosas lo son en esta novela atropellada donde la pasión coincide a menudo con la paradoja. Como en Shakespeare y Cervantes, recibimos una genuina instrucción en materia de locura amorosa.
¡Pero qué gozo para el lector la partida de ajedrez o de whist que juegan Gina, Fabricio, Clelia y Mosca! Como en
Rojo y Negro
, Stendhal crea personajes shakespearianos que recluían nuestros sentimientos y nos mueven a la pena y el asombro. Si el Julien Sorel de
Rojo y Negro
es una conciencia más acabada que el Fabricio de
La cartuja
, la chapucera psiquis de Fabricio le confiere un encanto inmenso. El personaje más adorable y persuasivo de la novela es Gina, amante de Mosca pero enamorada de Fabricio, quien sucumbe ante ella hasta que conoce a Clelia, hija de su carcelero.
Como Fabricio es hijo natural del teniente Robert (que sólo aparece en las páginas iniciales, como oficial del liberador ejército napoleónico) pero también de la amante de éste, la marquesa del Dongo, en adelante lo llamaré Fabricio del Dongo. La supuesta tía del joven, Gina del Dongo, hermana de la marquesa, le lleva unos quince años, lo que no le impide enamorarse de él para siempre.
Fabricio siente por Gina un amor intenso pero limitado; a la manera de Romeo, se enamorará de Clelia a primera vista con un shakesperiano amor de muerte. De su casi tía nunca llega a enamorarse, aunque siente por ella más afecto que por nadie. El centro de la preocupación de Stendhal, y foco de la novela, es la pasión no correspondida de Gina; y ella es el personaje más notable y logrado de la novela. Si en última instancia La cartuja importa es porque Gina importa; no hay en todo Stendhal una figura tan vital y fascinante, ni en el fondo tan shakespeariana y cervantina. Gina es la gloria de la carrera de Stendhal como escritor.
Gina y Fabricio no llegan a ser amantes sexuales, en parte por la reticencia de él (¿no sería incesto?) y en parte por ironías de las circunstancias. Richard Howard sugiere que
La cartuja
es una novela sin héroe ni heroína. Yo puedo conceder que la condición demasiado metamórfica de Fabricio le impide ser del todo heroico, pero me parece un poco cruel negarle heroicidad a Gina, de quien no pocos lectores se enamoran.
Gina Pietranera, duquesa Sanseverina, tiene en la personalidad y el carácter moral gigantescos defectos que sólo sirven para aumentar el interés que sentimos por ella. Rara vez prudente, atrapada por las posibilidades del momento, Gina nos cautiva (y nos alarma) con una sinceridad apasionada (y destructiva. Como romántico loco por las mujeres, Stendhal se ganó la aprobación de Simone de Beauvoir, que en
El segundo sexo
elogió su calidad de «hombre que vivió entre mujeres de carne y hueso». Gina es la representación más convincente que logró hacer de esas mujeres.
Aunque siempre elogiado como psicólogo del amor heterosexual, a mí Stendhal me parece más un metafísico en busca de la verdad, apenas consciente, del deseo. Descubre que en el centro del amor apasionado está la vanidad; o, más exactamente, que uno se enamora, todo lo que en ese estado no es patología es vanidad. Esto puede inquietar al lector, sobre todo si está enamorado, pero también lo iluminará.
Los placeres de
La cartuja de Parma
, como los de Rojo y Negro, no son del orden del arrobamiento sostenido. Stendhal escribe siguiendo a la inspiración, pero no quiere inspirarnos. Lo que quiere es enseñarnos a ver la frialdad erótica como vanidad, y la pasión como vanidad elevada a locura. Sus mujeres y sus hombres no son quijotescos sino napoleónicos y, por heroicas que se muestren, hasta las relaciones más auténticas que entablan son autodestructivas. Por mucho que él hubiera deseado lo contrario, Stendhal está más cerca de Byron que de Shakespeare.
La cartuja
intenta darnos a Fabricio y Clelia como Romeo y Julieta, pero a veces se parecen más a amantes tomados del
Don Juan
. Paul Valéry, el poeta y hombre de letras más talentoso de Francia en el siglo que ahora acaba, señaló que por momentos La cartuja «hace pensar en una opereta»; y lo dijo sin menosprecio. El rapidísimo ingenio de Stendhal, su incesante vivacidad, fascinaban al intelectual Valéry.
«Un escéptico que creía en el amor»: ¿es aplicable a
La cartuja
la definición que Valéry dio de Stendhal? Dudo que el Shakespeare maduro creyera en el amor, y respecto a Stendhal no estoy muy seguro.
Otra cosa que Valéry advirtió fue la astucia con que Stendhal arrastraba al lector a la complicidad, algo que, sospecho, había aprendido de Cervantes. Si en algo creía Stendhal (también lo intuye Valéry) era en el sí-mismo o yo natural, tanto el suyo propio como el del lector. Quizá a veces uno siente que Stendhal le halaga la egolatría al lector (mientras halaga la de él mismo), pero lo hace con la mejor intención. Convertirse en uno de los «felices escogidos» es un enorme beneficio, porque redunda en una mayor claridad sobre uno mismo. Si Stendhal exalta la energía personal, siempre lo hace despejando autoengaños. Donde mejor se muestra la grandeza de Gina es en la entrevista con su amante, el conde Mosca, del capítulo xvi; mujer de treinta y siete años («estoy en el umbral de la vejez»), confiesa la inocencia y la desesperanza de su amor por Fabricio.