—Han dado la vida por la libertad —dijo Berlusconi en el entierro de los diecinueve soldados italianos, aunque la mayoría de los romanos tienen otra opinión:
Han muerto por una
vendetta
personal de George Bush
. Este trasfondo político podría derivar en cierta hostilidad hacia un estadounidense de visita en Italia. De hecho, cuando llegué, esperaba encontrarme con cierto resentimiento, pero la mayoría de los italianos se solidarizan conmigo. Cuando sale a relucir George Bush, lo relacionan con Berlusconi y dicen: «Te entendemos de sobra. Aquí tenemos uno que es igual».
Yo he pasado por eso
.
Dadas las circunstancias, resulta extraño que Luca quiera celebrar su cumpleaños como un día de Acción de Gracias estadounidense, pero la verdad es que a mí me gusta la idea. Es una festividad agradable, de la que un americano puede sentirse orgulloso y, además, es de las pocas conmemoraciones nacionales que no se han comercializado del todo. Es un día espiritual, de agradecimiento, de unión y también, eso sí, de
placer
. Por eso puede que nos venga bien a todos en este momento.
Mi amiga Deborah ha venido de Filadelfia a pasar este fin de semana en Roma y a celebrar Acción de Gracias conmigo. Deborah es una psicóloga de renombre internacional, además de escritora y teórica feminista, pero yo la sigo considerando mi clienta favorita, porque la conocí cuando yo era camarera de un restaurante en Filadelfia y ella venía a comer y pedía Coca-Cola
light
sin hielo y hacía comentarios ingeniosos desde el otro lado de la barra. La verdad es que le daba un toque
chic
al tugurio ése. Somos amigas desde hace más de quince años. Quien también va a la fiesta de Luca es Sofie, que es amiga mía desde hace unas quince semanas. A una cena de Acción de Gracias puede ir cualquiera. Y sobre todo si es el cumpleaños de Luca Spaghetti.
Al anochecer salimos en coche de la exhausta y estresada ciudad de Roma, subiendo hacia la sierra. A Luca le encanta la música pop americana, así que vamos oyendo a los Eagles a todo meter y cantando: «Take it... to the limit... one more time!!!!», una banda sonora californiana que desentona un poco con los olivares y los vetustos acueductos. Llegamos a casa de los amigos de Luca, Mario y Simona, que tienen dos gemelas de 12 años, Giulia y Sara. Paolo —un amigo de Luca al que ya conozco de los partidos de fútbol— también está con su novia. Obviamente, también está la novia de Luca, Giuliana, que ha venido a primera hora de la tarde. La casa es una belleza, rodeada de olivos y mandarinos y limoneros. La chimenea está encendida. El aceite de oliva es casero.
Ya se sabe que no hay tiempo para asar un pavo de diez kilos, pero Luca saltea unas estupendas pechugas de pavo y yo dirijo un comando relámpago encargado de hacer el relleno típico de Acción de Gracias, procurando acordarme de la receta, hecha de migas de un exquisito pan italiano con una serie de concesiones culturales irremediables (dátiles en lugar de albaricoques; hinojo en lugar de apio). Curiosamente, sale genial. A Luca le preocupaba el asunto de la conversación, dado que la mitad de los invitados no sabe inglés y la otra mitad no sabe italiano (y Sofie es la única que habla sueco), pero resulta ser una de esas cenas milagrosas en que todos se entienden con todos perfectamente y, si no, la persona de al lado te ayuda a traducir esa palabra que se te escapa.
He perdido la cuenta de cuántas botellas de vino de Cerdeña bebemos antes de que Deborah nos sugiera, una vez sentados, que sigamos esa costumbre estadounidense tan estupenda de darnos todos la mano y que vayamos diciendo —por turnos— lo que más agradecemos en nuestra vida. Y es así como se desarrolla, en tres idiomas, esta ceremonia de gratitud, un testimonio tras otro.
Deborah empieza diciendo que agradece que Estados Unidos pueda elegir un nuevo presidente en breve. Sofie dice (primero en sueco, luego en italiano y, por último, en inglés) que agradece a los italianos su grandeza de corazón y los cuatro meses de placer que ha experimentado en este país. Las primeras lágrimas se ven cuando Mario —nuestro anfitrión— llora abiertamente al agradecer a Dios el trabajo que le ha permitido tener esta hermosa casa de la que disfrutan su familia y sus amigos. Paolo nos arranca una carcajada al decir que él también agradece que Estados Unidos tenga en breve la posibilidad de elegir un nuevo presidente. Todos nos sumimos en un respetuoso silencio cuando la pequeña Sara, una de las gemelas de 12 años, nos dice valientemente que se alegra de estar aquí esta noche con una gente tan amable, porque en el colegio lo está pasando mal últimamente —algunos de sus compañeros de clase la han tomado con ella—, «así que os doy las gracias por ser simpáticos conmigo y no bordes, como ellos». La novia de Luca dice que da las gracias a Luca por tantos años de lealtad y por el cariño con el que ha cuidado de la familia de ella en los malos tiempos. Simona —nuestra anfitriona— llora incluso más que su marido al dar las gracias por esta nueva costumbre, esta ceremonia de agradecimiento que han traído a su casa unos americanos desconocidos, que no son tan desconocidos, porque, si son amigos de Luca, son gentes de paz.
Cuando me toca el turno a mí, empiezo diciendo «Sono grata...» y entonces me doy cuenta de que soy incapaz de expresar mis verdaderos sentimientos. Es decir, que doy las gracias por verme libre esta noche de la depresión que llevaba años royéndome por dentro, una depresión que me había perforado el alma hasta tal punto que, en los peores momentos, no habría podido disfrutar de una velada tan hermosa como ésta. Pero no digo nada de todo esto, porque no quiero asustar a los niños. En cambio, digo una verdad más sencilla: que doy las gracias por tener amigos antiguos y amigos nuevos. Que doy las gracias, sobre todo esta noche, a Luca Spaghetti, a quien deseo un feliz trigésimo tercer cumpleaños y también una larga vida para servir así como ejemplo de hombre generoso, fiel y cariñoso. Y también digo que espero que a nadie le moleste verme llorar mientras hablo, aunque no creo que les importe, porque todos ellos también están llorando.
Luca está tan sobrecogido por la emoción que le faltan las palabras y sólo consigue decirnos:
—Vuestras lágrimas son mis oraciones.
El vino de Cerdeña sigue fluyendo. Y mientras Paolo lava los platos y Mario acuesta a sus hijas agotadas y Luca toca la guitarra y los demás canturreamos canciones de Neil Young con lengua estropajosa y acentos variados, Deborah, la psicóloga feminista americana, me mira y me dice en voz baja:
—Fíjate en lo buenos que son estos hombres italianos. Mira con qué facilidad expresan sus sentimientos y el cariño con el que participan en sus labores familiares. Mira el respeto y la consideración con que tratan a sus mujeres e hijos. No creas lo que lees en la prensa, Liz. Este país va por el buen camino.
La fiesta se alarga casi hasta la madrugada. Al final resulta que podíamos haber asado ese pavo de diez kilos y habérnoslo tomado para desayunar. Luca Spaghetti se da el paseo hasta la ciudad para llevarnos a casa a Deborah, a Sofie y a mí. Para que no se duerma mientras sale el sol le cantamos villancicos.
Noche de paz, noche de amor, noche santa
, cantamos una y otra vez en todos los idiomas que conocemos de camino hacia Roma.
No podía seguir así. A los cuatro meses de estar en Italia ninguno de mis pantalones me entra. Ni siquiera me cabe la ropa que me he comprado hace un mes (cuando tuve que descartar la ropa del «Segundo Mes en Italia»). No tengo dinero para estarme comprando ropa cada dos o tres semanas y sé que en India, donde estaré en breve, los kilos se derretirán como por arte de magia, pero, aun así, no puedo seguirme poniendo estos pantalones. Estoy demasiado incómoda.
La cosa tiene su lógica, porque hace poco me he subido a una báscula en un hotel de lujo y me he enterado de que en los cuatro meses que llevo en Italia he engordado once kilos, una estadística verdaderamente admirable. La verdad es que siete de esos kilos me venían bien, porque en los siniestros años del divorcio y la depresión me había quedado esquelética. Supongo que los dos kilos siguientes los he engordado por divertirme. ¿Y los dos últimos? Pues por reafirmarme, supongo.
Y así es como se da la situación de verme comprando una prenda de ropa que siempre guardaré como recuerdo: «Mis Vaqueros del Último Mes en Italia». La joven dependiente de la tienda es tan amable como para sacarme una sucesión de pantalones en tallas cada vez más grandes, pasándomelos por la cortina uno detrás de otro sin comentario alguno, preguntando en tono inquieto si éste me queda mejor. Varias veces he tenido que asomar la cabeza tras la cortina y preguntar: «Perdona, ¿no tienes una talla un
poco
más grande?». Hasta que la joven señorita me da por fin un vaquero con un ancho de cintura que me hace daño a los ojos. Salgo del probador y me planto delante de la dependienta.
La chica ni siquiera parpadea. Me observa como una experta en arte intentando calcular el valor de un jarrón. Un jarrón bastante grande.
—
Carina
—dice finalmente.
Según ella, estoy mona. Pero le pido en italiano que me diga, por favor, sinceramente, si con estos vaqueros parezco una vaca.
—No,
signorina
—me responde—. No parece una vaca.
—¿Parezco una foca, entonces?
—No —me asegura con toda seriedad—. No parece una foca, en absoluto.
—¿Y una búfala?
Al menos estoy practicando mi vocabulario. También pretendo arrancarle una sonrisa a la dependienta, pero la chica está empeñada en darle un aire profesional al asunto.
Lo intento por última vez:
—¿Parezco una
mozzarella
de búfala?
—Bueno, puede ser —me concede con un amago de sonrisa—. Quizá sí parezca un poco una
mozzarella
de búfala...
Sólo me queda una semana de estar aquí. Tengo pensado volver a Estados Unidos en Navidad, antes de irme a India, no sólo porque no soporto la idea de pasar la Navidad sin mi familia, sino porque los siguientes ocho meses de mi viaje —India e Indonesia— requieren un equipaje completamente distinto. Muy pocas de las cosas que usas en Roma te sirven para andar por India.
Y puede que sea con vistas a mi viaje a India que decido pasar esta última semana recorriendo Sicilia, la parte más tercermundista de Italia y, por tanto, un sitio adecuado para irse habituando a la pobreza extrema. O tal vez sólo quiera ir a Sicilia por lo que dijo Goethe: «Sin haber visto Sicilia uno no puede hacerse una idea de lo que es Italia».
Pero no es fácil llegar a Sicilia ni circular por ella una vez allí. Empleo todas mis aptitudes indagatorias para encontrar un tren que baje por la costa en domingo y después el ferry correcto a Messina (una truculenta y sombría ciudad costera que parece gemir tras sus puertas clausuradas: «¡Yo no tengo la culpa de ser tan fea! ¡He pasado por terremotos y bombardeos aéreos y hasta ataques de la mafia!».) Cuando llego a Messina, tengo que encontrar una estación de autobús (sucia como un pulmón de fumador) y dar con un hombre sentado ante una ventanilla con cara de funeral y ver si, por favor, se anima a venderme un billete para la ciudad costera de Taormina, y después tengo que encontrar un taxi, y después un hotel. Entonces busco a la persona adecuada para hacerle mi pregunta preferida en italiano: «¿Dónde se come la mejor comida de esta ciudad?». En Taormina esa persona resulta ser un policía adormilado. Ese hombre me da lo mejor que puede darme una persona en esta vida: un pedazo diminuto de papel que lleva escrito el nombre de un recóndito restaurante y un rudimentario mapa que muestra cómo llegar hasta allí.
El sitio es una pequeña trattoria cuya dueña, una amable mujer ya entrada en años, se está preparando para el turno de noche y, descalza sobre una de las mesas, arquea los pies enfundados en unas medias al limpiar las ventanas del local, procurando no tirar el belén navideño. Le digo que no me hace falta ver el menú, pero que me traiga la mejor comida posible porque ésta es la primera noche que paso en Sicilia. Entusiasmada, se frota las manos y llama en dialecto siciliano a su aún más anciana madre, que está en la cocina, y en cuestión de veinte minutos estoy dando buena cuenta de la comida más impresionante que he probado en toda Italia sin duda alguna. Es pasta, pero con una forma que no he visto nunca: unas láminas enormes de pasta fresca —dobladas tipo ravioli como una toca papal (en miniatura, claro) —, rellenas de una cálida y aromática crema de crustáceos y pulpo y calamar, servida como una ensalada caliente con berberechos frescos y tiras de verdura cortadas en juliana, todo ello condimentado con un abundante caldo de sabor entre oceánico y oliváceo. Después viene un conejo con salsa de tomillo.
Pero Siracusa, adonde voy al día siguiente, es aún mejor. A última hora de la tarde el autobús me suelta en una esquina bajo la fría lluvia. La ciudad me encanta desde el primer momento. En Siracusa tengo tres mil años de historia bajo los pies. Pertenece a una cultura tan antigua que, a su lado, Roma es como Dallas. Según la mitología Dédalo voló hasta aquí desde Creta y Hércules durmió aquí una noche. Siracusa era una colonia griega a la que Tucídides llamó «una ciudad en absoluto inferior a la propia Atenas». Esta ciudad es el nexo de unión entre la Grecia clásica y la Roma clásica. En la Antigüedad muchos grandes dramaturgos y científicos vivieron aquí. A Platón le parecía el lugar ideal donde llevar a cabo un experimento utópico por el cual, tal vez «por mediación divina», los soberanos pudieran ser filósofos y los filósofos llegaran a ser soberanos. Según los historiadores la retórica se inventó aquí y también la
trama
(esa pequeña insignificancia).
Al pasear por los mercados de esta ajada ciudad, el corazón me rebosa un amor que no consigo justificar ni explicar mientras miro a un vejete con un sombrero de lana negra limpiarle un pez a un cliente (el hombre tiene un cigarrillo a buen recaudo entre los labios, como los alfileres que las costureras se guardan en la boca al coser, y su cuchillo se trabaja el pescado con un entregado perfeccionismo). Con cierta timidez pregunto a este pescador dónde me aconseja comer esta noche y tras unos segundos de conversación me alejo con el enésimo papelito que me dirige hacia un restaurante sin nombre donde —en cuanto me siento esa noche— el camarero me trae unas etéreas nubes de
ricotta
espolvoreado de pistacho, unos trozos de pan mojados en aceites aromáticos, unos platos diminutos de embutidos y aceitunas, una ensalada de naranjas frías aliñadas con cebolla y perejil. Y todo esto antes de enterarme de que su especialidad son los calamares.