Come, Reza, Ama (14 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

BOOK: Come, Reza, Ama
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—Me recuerda un poco a tu padre —dijo con una valentía y una honestidad admirables.

—Lo malo es que yo no soy como mi madre —le contesté—. No soy tan fuerte como tú, mamá. Yo necesito tener un nivel constante de cercanía con la persona a la que quiero. Ojalá me pareciese más a ti, porque así podría tener una historia de amor con David. Pero me mata no poder contar con ese afecto cuando lo necesito.

Entonces, mi madre me dejó atónita. Me dijo:

—¿Sabes qué te digo de todo eso que echas de menos en tu relación, Liz? Que son cosas que yo también hubiera querido tener.

Fue como si mi madre —esa mujer tan fuerte— pusiera la mano encima de la mesa, la abriera y me enseñara el puñado de balas que ha tenido que morder todos estos años para poder seguir felizmente casada (y sigue felizmente casada, la verdad sea dicha) con mi padre. Nunca había visto este lado suyo, nunca. Jamás me había parado a pensar en lo que hubiera podido desear o echar de menos, o a qué cosas había decidido renunciar en favor de otras. Al enterarme de aquello, me di cuenta de que mi filosofía de la vida iba a sufrir un cambio radical.

Sí una mujer como ella quiere lo mismo que quiero yo, entonces...

Siguiendo con esta confesión insólita de intimidades, mi madre me dijo:

—Tienes que entender que a mí me han educado en la convicción de que hay una serie de cosas que no me merezco, cariño. Ten en cuenta que yo procedo de una época y un entorno distintos de los tuyos.

Cerré los ojos y vi a mi madre a los 10 años en la granja familiar de Minnesota, trabajando como un ranchero, cuidando de sus hermanos pequeños, llevando la ropa de su hermana mayor, ahorrando moneda a moneda para poder salir de ahí alguna vez...

—Y también tienes que entender lo mucho que quiero a tu padre —dijo a modo de conclusión.

Mi madre ha elegido una serie de cosas en la vida, como nos toca hacer a todos, y está en paz consigo misma. Esa paz se le nota al mirarla. No es una mujer que se haya engañado a sí misma. Los resultados positivos de sus decisiones son evidentes: un matrimonio largo y estable con un hombre al que considera su mejor amigo; una familia que incluye ahora a unos nietos que la adoran; la seguridad que le da su propia fortaleza. Quizá tuvo que renunciar a ciertas cosas y mi padre también, pero ¿quién de nosotros vive sin hacer ciertos sacrificios?

Y la pregunta que me hago yo ahora es: ¿Qué me conviene elegir a mí? ¿Qué cosas creo merecerme en la vida? ¿Qué sacrificios puedo hacer y cuáles no? Me ha costado mucho llegar a imaginarme una vida sin David. Hasta me cuesta aceptar que no volveré a irme en coche con mi compañero de viaje preferido, que jamás volveré a llegar a su casa con las ventanillas bajadas y Springsteen en la radio a todo meter, con un arsenal de risas y chucherías entre los dos asientos y la perspectiva de un destino marítimo al final de la autopista. Pero cómo voy a aceptar ese enorme placer si va acompañado de un contrapunto siniestro: el aislamiento desgarrador, la inseguridad destructiva, el rencor soterrado y, por supuesto, la destrucción total de la identidad que se produce cuando David se pone en plan «lo que el Señor nos da el Señor nos lo quita». Me siento incapaz de seguir haciéndolo. La felicidad que he descubierto en mi reciente viaje a Nápoles me ha convencido de que no sólo puedo hallar la felicidad sin David, sino que debo. Por mucho que lo quiera (y lo quiero con una intensidad ridícula), tengo que despedirme de esta persona, pero ya. Y que sea algo definitivo.

Así que le escribo un correo electrónico.

Estamos en noviembre y no hemos tenido contacto desde julio. Yo le había pedido que no intentara localizarme mientras estuviera fuera, sabiendo que mi enganchón con él era tan fuerte que no conseguiría centrarme en mi viaje si me daba por estar atenta al suyo. Pero ahora vuelvo a entrar en su vida con este correo.

Le digo que espero que esté bien y le cuento que yo estoy bien. Hago un par de bromas. Las bromas siempre se nos dieron bien. Entonces le explico que creo que deberíamos acabar con lo nuestro de una vez por todas. Que quizá haya llegado el momento de admitir que la cosa no va a funcionar y que más vale no empeñarse. La carta no es demasiado dramática. Dios sabe que de drama ya vamos bien servidos. Procuro ser breve e ir al grano. Pero hay una última cosa que tengo que decirle. Conteniendo la respiración, tecleo: «Por supuesto, si quieres buscar otra compañera con la que compartir la vida, te deseo lo mejor del mundo». Me tiemblan las manos. Me despido cariñosamente, intentando tener un tono lo más optimista posible.

Estoy como si me hubieran golpeado en el pecho con un palo.

Esa noche duermo poco, porque la paso imaginándolo mientras lee mis palabras. Al día siguiente voy corriendo al cibercafé un par de veces para ver si me ha contestado. Intento ignorar ese yo mío que está deseando leer una respuesta tipo «¡VUELVE! ¡NO TE VAYAS! ¡CAMBIARÉ!». Procuro ignorar a esa chica que llevo dentro, la que sería capaz de abandonar este plan genial de viajar por el mundo a cambio de las llaves del apartamento de David. Pero en torno a las diez de la noche por fin me llega una respuesta. Un correo electrónico maravillosamente escrito, por supuesto. David siempre ha escrito maravillosamente. Está de acuerdo en que sí que ha llegado el momento de despedirnos para siempre. Él también lo había estado pensando últimamente, dice. No puede ser más amable de lo que es y me habla de la pena que le da perder esa capacidad de alcanzar las cotas altísimas de ternura a las que llegó conmigo por mucho que le costara. Espera que yo sepa lo mucho que me adora aunque le cueste hallar palabras para expresarlo. «Pero no somos lo más conveniente el uno para el otro», dice. A pesar de todo sabe que yo lograré encontrar el amor auténtico alguna vez en mi vida. Está seguro de ello. Al fin y al cabo, me escribe, «la belleza atrae a la belleza».

Cosa bien bonita para que te la digan, la verdad. Vamos, que es lo más bonito que te puede decir el amor de tu vida si no te dice eso de «¡ VUELVE! ¡NO TE VAYAS! ¡CAMBIARÉ!».

Paso un buen rato ahí sentada, mirando la pantalla del ordenador. Un rato largo y triste. Pero es lo mejor. Lo sé. He elegido la felicidad en lugar del sufrimiento. Lo tengo clarísimo. Estoy haciendo hueco para que mi futuro desconocido me llene la vida de las sorpresas que me depare. Todo esto lo sé. Pero aun así...

Estamos hablando de
David
. Y me he quedado sin él.

Me llevo las manos a la cara durante un rato aún más largo y triste. Cuando al fin levanto la vista, veo que una de las mujeres albanesas que limpian el cibercafé ha dejado de pasar la fregona y está dedicando una parte de su turno de noche a mirarme, apoyada en la pared. Nuestros ojos cansinos se encuentran durante unos segundos. Entonces la miro, sacudo la cabeza con el mismo gesto serio y digo en voz alta: «A tomar por culo». Ella asiente amablemente. No me entiende, por supuesto, pero a su manera me entiende perfectamente.

Suena mi móvil.

Es Giovanni, que parece desconcertado. Dice que lleva más de una hora esperándome en la Piazza Fiume, que es donde quedamos los jueves por la noche para hacer nuestro intercambio de idiomas. Está perplejo, porque suele ser él quien llega tarde o se olvida de ir a la cita de turno, pero esta noche ha llegado puntual y estaba bastante seguro de que... Pero ¿no habíamos quedado?

A la que se le había olvidado era a mí. Le digo dónde estoy. Dice que pasa a recogerme en su coche. No estoy de humor para ver a nadie, pero no sé explicarlo por
telefonino
, dadas nuestras correspondientes limitaciones idiomáticas. Salgo a la calle y lo espero pasando frío. Pocos minutos después veo aparecer su cochecillo rojo y me siento a su lado. En un italiano coloquial me pregunta qué me pasa. Abro la boca para contestarle y me echo a llorar. Perdón, quiero decir que me pongo a aullar. Me refiero a esa llantina tremenda y entrecortada a la que mi amiga Sally llama una «llorera con doble bufido», que es cuando inhalas dos boqueadas histéricas de oxígeno con cada sollozo. Como estaba totalmente desprevenida, esta avalancha de tristeza fue algo incontrolable.

¡Pobre Giovanni! Me pregunta en un inglés titubeante si la culpa la tiene él. ¿Me he enfadado con él, o qué? ¿Ha dicho algo que me ha sentado mal? Incapaz de contestarle, sólo consigo sacudir la cabeza y seguir gimoteando. Estoy muy avergonzada y lo siento mucho por el pobre Giovanni, atrapado en un coche con una señora llorosa e incoherente que está totalmente
a pezzi
, hecha trizas.

Por fin consigo farfullar que mi tristeza no tiene nada que ver con él. Tragando aire, me disculpo por el número que estoy montando. Giovanni se hace cargo de la situación con una madurez encomiable.

—No te disculpes por llorar. Sin sentimientos, no somos más que robots —me dice, dándome unos klínex de una caja que lleva en el asiento de atrás, y añadiendo—: Vamos a dar una vuelta en coche.

Tiene razón. La puerta del cibercafé es un sitio demasiado público y bien iluminado como para tener un ataque de nervios. Giovanni recorre un par de calles y aparca en el centro de la Piazza della Repubblica, uno de los espacios abiertos más agradables. Para justo delante de la hermosa fuente de las ninfas desnudas, que retozan corpórea y pornográficamente con su rebaño fálico de cisnes gigantes, todos con el cuello tieso. Para los estándares romanos, esta fuente es bastante reciente. Según mi guía de Roma, las mujeres que posaron para las ninfas eran un par de hermanas, dos artistas de vodevil populares en sus tiempos. Y se hicieron aún más famosas al terminarse la fuente, pues durante meses la Iglesia se negó a destapar la obra por considerarla demasiado descocada. Las hermanas llegaron a tener muchos años, y bien entrada la década de 1920 era fácil ver a un par de señoras muy dignas que paseaban del brazo hasta la
piazza
para ver «su fuente». Y una vez al año, durante toda su vida, el escultor francés que había inmortalizado su lozanía en mármol venía a Roma y las invitaba a comer para recordar juntos los tiempos en que todos ellos eran jóvenes y bellos y bohemios.

Como decía, Giovanni aparca delante de esa fuente y espera a ver si se me pasa. Lo único que puedo hacer es restregarme los ojos con la palma de la mano para ver si logro contener las lágrimas. Giovanni y yo jamás hemos hablado de temas personales. Durante todos estos meses las numerosas veces que hemos cenado juntos sólo hemos hablado de filosofía y arte y cultura y política y comida. No sabemos nada de la vida privada del otro. Él ni siquiera sabe que yo estoy divorciada, ni que tengo otro amor en Estados Unidos. Yo sólo sé de él que quiere ser escritor y que ha nacido en Nápoles. Pero mi llorera está a punto de forzar un nuevo nivel de conversación entre estas dos personas. Ojalá no fuera así. Al menos no en estas circunstancias tan tremendas.

—Lo siento, pero no lo entiendo —me dice—. ¿Has perdido algo hoy?

Pero yo aún no sé muy bien qué decir. Giovanni sonríe y me dice para animarme:


Parla come mangi
.

Sabe que es una de las expresiones coloquiales italianas que más me gustan. Significa «Habla como comes», o según lo traduzco yo: «Hablar es tan sencillo como comer». Es un recordatorio —para esos casos en que te complicas la vida al intentar explicar algo, cuando no consigues encontrar las palabras adecuadas— de que lo mejor es ser tan sencillo y directo como la comida romana. No lo adornes mucho. Suéltalo y punto.

Trago aire y doy una versión italiana muy resumida (pero muy completa, eso sí) de mi situación actual:

—Es una historia de amor, Giovanni. He tenido que despedirme de un hombre hoy.

Entonces vuelvo a cubrirme los ojos con las manos y las lágrimas se me escapan entre los dedos. Dios bendiga a Giovanni, que no intenta consolarme poniéndome un brazo en los hombros ni demuestra la menor incomodidad ante mi explosión de tristeza. En lugar de eso soporta mis lágrimas en silencio, hasta que me tranquilizo. Entonces se dirige a mí con un gesto muy comprensivo, eligiendo cada palabra cuidadosamente (como profesora suya que soy, ¡qué orgullosa estoy esa noche!) y me dice, hablando despacio, pronunciando claramente, pero con cariño:

—Te entiendo, Liz. Yo he pasado por eso.

29

La llegada de mi hermana a Roma me ayuda a distraerme de la tristeza por lo de David y a recuperar mi ritmo vital. Mi hermana lo hace todo deprisa, con una energía que parece recorrerle el cuerpo como unos ciclones en miniatura. Es tres años mayor que yo y mide nueve centímetros más. Es atleta, intelectual, madre y escritora. Mientras estuvo en Roma se estaba preparando para un maratón, es decir, que se levantaba al amanecer y ya había corrido veintisiete kilómetros cuando yo sólo había conseguido leerme un artículo en el periódico y tomarme dos capuchinos. La verdad es que cuando corre parece un ciervo. Estando embarazada de su primer hijo, una noche se hizo un lago entero a nado. Yo, que ni siquiera estaba embarazada, me negué a ir con ella. Me daba miedo. Pero a mi hermana no le da miedo casi nada. Estando embarazada de su segundo hijo, una comadrona le preguntó si tenía miedo a que sucediera algo inesperado, como que el niño naciera con alguna tara genética o que el parto fuese complicado. Y mi hermana contestó: «Lo único que me da miedo es que mi hijo se haga republicano».

Mi hermana se llama Catherine. Es la única hermana que tengo. Nos criamos juntas en el campo de Connecticut, en una granja donde vivíamos con nuestros padres las dos solas. No había más niños en los alrededores. Y ella, que era fuerte y poderosa, dominaba mi vida entera. Su presencia me sobrecogía y atemorizaba; la única opinión que importaba era la suya. Llegué a hacer trampas al jugar a las cartas, a
perder
aposta para que ella no se enfadara conmigo. No siempre nos llevábamos bien. Yo la sacaba de quicio y ella me estuvo dando miedo, si mal no recuerdo, hasta que cumplí 28 años y me harté. Ése fue el año en que por fin le planté cara y ella reaccionó diciéndome algo así como: «Pero ¿por qué has tardado tanto?».

Estábamos empezando a cincelar los contornos de nuestra relación recién estrenada cuando mi matrimonio se fue al garete. Para Catherine habría sido muy fácil hacer leña del árbol caído. Yo siempre había sido la mimada y la afortunada, la preferida de la familia y la elegida por los dioses. El mundo siempre había sido un lugar más agradable y acogedor para mí que para ella; mi hermana siempre ha plantado cara a la vida y a veces la vida parecía desquitarse dándole palos bastante duros. Ante el asunto de mi divorcio y mi depresión Catherine podía haber respondido con un: «¡Ja! ¡Mírala, doña Sonrisas, quién la ha visto y quién la ve!». En lugar de eso me apoyó como una jabata. Cuando la llamaba agobiada, cogía el teléfono en plena noche y me consolaba con unos gruñiditos muy amables. Y me acompañó en mi investigación de los motivos de mi tristeza. Durante muchísimo tiempo vivió mi tristeza casi en cuerpo propio. Después de cada sesión la llamaba para darle un informe de todo lo sucedido en la consulta del psicólogo y ella interrumpía lo que estuviera haciendo y decía: «Ah... Eso aclara el tema bastante». Aclara el tema para las dos, para ella también, claro.

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