Colmillo Blanco (17 page)

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Authors: Jack London

BOOK: Colmillo Blanco
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Con frecuencia, sin embargo, uno a uno de los perros se rebelaba. Así, Colmillo Blanco ejercitaba continuamente sus aptitudes para la lucha. Celoso de sostener el relativo aislamiento en que vivía, peleó muchas veces para mantenerlo. Pero estas luchas eran de corta duración. Su agilidad superaba a la de sus contrarios, y antes de que se percataran de lo que ocurría, estaban ya tan heridos, que su derrota resultaba patente sin que hubieran empezado a pelear de verdad.

Tan rígida como la disciplina que observaban los dioses en lo relativo al servicio del trineo era la que mantenía Colmillo Blanco respecto a sus compañeros. Nunca se mostró tolerante con ellos, al contrario: los obligaba a un respeto que no admitía soluciones de continuidad. Entre ellos podían hacer lo que quisieran. No intervenía para nada. Pero lo que sí le importaba mucho es que le dejaran solo, que no se metieran con él, que le dejaran libre el paso cuando a él se le antojaba acercarse, y que en todo tiempo y ocasión reconocieran el dominio que sobre ellos ejercía. Bastaba que los viera más tiesos que de costumbre en ademán de reto; que encogieran un labio mostrando los dientes o que se les erizara el pelo, para que él se les echara encima y, del modo más cruel, despiadado y rápido, tratara de convencerlos de que no era así como debían proceder.

Se había convertido en un monstruo tirano. Su poder de dominación era tan inflexible como el acero. Oprimía al débil con verdadero espíritu de venganza. No en vano se había visto obligado a luchar continuamente por la conservación de la existencia desde cachorro, en aquellos tiempos en que su madre y él solos, sin ayuda ajena, se hacían respetar en el medio feroz de la vida salvaje. Y no en vano tampoco había aprendido a proceder con cautela cuando se encontraba con otra fuerza superior a la suya. Si oprimía al débil, respetaba al fuerte. Y durante la larga excursión al lado de
Castor Gris
, andaba suave y mansamente entre los perros mayores que él de los campamentos con que a veces se encontraban.

Pasaron los meses y el viaje de
Castor Gris
continuaba. Colmillo Blanco había desarrollado su fuerza gracias al mucho andar y a la pesada labor de tirar del trineo. Seguramente también su inteligencia se había desarrollado al máximo. Conocía ya de modo bastante completo el mundo en que vivía; pero lo miraba con un criterio bien negro y materialista. La parte que él vio del mundo era feroz y brutal, toda frialdad; un mundo, en fin, en que las caricias, los afectos y las demás dulces alegrías de la vida no existían.

No sentía el menor cariño por
Castor Gris
. Cierto que era un dios; pero un dios extremadamente salvaje. Colmillo Blanco se complacía en reconocerlo como a su dueño; pero esa soberanía se fundaba en la superioridad de inteligencia y en la fuerza bruta. Había algo en el fondo del lobato que lo impulsaba a desearla, porque, de no ser así, no hubiera regresado del bosque para prestarle obediencia. En su naturaleza existían profundidades a las que nunca había llegado nadie. Tal vez una palabra amable, una caricia de su amo, hubieran alcanzado a sondearlas; pero
Castor Gris
no acariciaba, no sabía dirigir oportunamente una palabra cariñosa. Su primacía era la de un hombre salvaje, y salvajemente gobernaba, administrando justicia garrote en mano, castigando las faltas con el dolor que producían los golpes, y dejar de darlos era el único premio que otorgaba al mérito, no la dádiva de su amabilidad.

Así, Colmillo Blanco ignoraba que la mano de un hombre podía encerrar para él todo un mundo de delicias. Por otra parte, no le gustaban las manos humanas. Las miraba con recelo. Cierto que a veces servían para dar carne; pero con mucha frecuencia se usaban para causar daño. Las manos eran cosas de las cuales debía uno mantenerse a distancia. Arrojaban piedras, empuñaban palos, trancas enormes y látigos; daban bofetadas y zurraban de lo lindo, y cuando le tocaban a él, procuraban que le doliera el contacto de diferentes formas. Al pasar por aldeas forasteras, había aprendido también que las manos de los niños eran crueles cuando se trataba de causar daño. Una vez, uno de esos mocosos indios casi le salta un ojo. La consecuencia fue que miraba aún con más recelo a los niños que a los hombres. No podía sufrirlos. En cuanto los veía venir, se marchaba.

En una de esas aldeas situada junto al lago de los Esclavos, tanto le irritó la maldad humana, que llegó a faltar a la ley que le había enseñado
Castor Gris
: es decir, que cometió el imperdonable crimen de morder a uno de los dioses. Según la costumbre de todos los perros en todas las aldeas, Colmillo Blanco iba buscando algo para comer. Un muchacho estaba partiendo a hachazos carne de alce helada y algunos trozos, delgados como astillas, caían esparcidos sobre la nieve. Colmillo Blanco, que iba precisamente merodeando en busca de carne, se paró y comenzó a comer algunos de aquellos trozos. Observó entonces que el muchacho dejaba en el suelo el hacha y empuñaba una enorme tranca. Colmillo Blanco dio un salto en el preciso momento en que el trancazo iba a caer sobre él. El muchacho emprendió entonces la persecución, y él, como novato en la aldea, huyó pasando entre dos chozas, para encontrarse de pronto acorralado contra un alto ribazo.

No había modo de huir. La única salida se hallaba entre las dos chozas, y la interceptaba el muchacho. Tranca en mano y dispuesto a pegarlo, avanzó sobre su acorralada presa. Colmillo Blanco estaba furioso. Hizo frente al rapaz, gruñendo y erizando los pelos, indignado ante aquella injusticia. Sabía perfectamente que, según la costumbre, que para él era la ley, las sobras de carne que no se aprovechaban, como aquellos diminutos trozos helados, eran del perro que las encontrase. No había hecho nada malo, no había infringido ninguna ley, y, sin embargo, aquel muchacho se preparaba para darle una paliza. Colmillo Blanco no se dio cuenta casi de lo que hizo. Fue cosa de un momento en que un rabioso impulso lo cegó. Y tan rápidamente se convirtió en acción que tampoco el muchacho pudo percatarse del peligro. De lo único que se enteró fue de que, sin saber cómo, caía tendido sobre la nieve, y de que la mano con que sostenía el garrote la tenía ahora rajada profundamente por los colmillos de la que creyó su víctima.

Pero Colmillo Blanco comprendió perfectamente que acababa de infringir la ley dictada por los hombres. Había hundido los dientes en la sagrada carne de uno de ellos y no podía esperar ya otra cosa que un castigo terrible. Huyó en busca de
Castor Gris
, agachándose detrás de este, en demanda de protección, cuando vio que llegaban el herido y su familia pidiendo venganza. Pero tuvieron que volverse sin haberla obtenido.
Castor Gris
defendió a Colmillo Blanco, y lo mismo hicieron
Mit-sah
y
Kloo-kooch
. El lobato, atento al vocerío que se armó y a los descompuestos ademanes que lo acompañaban, comprendió que lo que había hecho quedaba justificado.

Y así llegó a entender que era preciso distinguir entre las diferentes clases de dioses. Había unos que eran los suyos y otros que eran muy distintos. Lo mismo daba, en rigor, justicia que injusticia: el hecho era que debía aceptarlo todo mientras viniera de las manos de sus propios dioses. Pero a lo que no estaba obligado era a aceptar la injusticia de los otros. Tenía derecho a oponerse a ella a dentelladas. Y esta era también una de las leyes que tenían los hombres. Y aquel mismo día pudo ahondar aún más en el conocimiento de esa ley. Yendo solo por el bosque, en busca de leña seca para la lumbre,
Mit-sah
se encontró con el muchacho a quien el lobato había mordido. Iban con él algunos jóvenes más. Discutieron, y enseguida todo el grupo se le echó a
Mit-sah
encima. La situación de este resultaba difícil. Los golpes le llovían de todos lados. Colmillo Blanco se contentó, al principio, con mirar la escena. Aquello era cuestión de los dioses y debían ventilarlo entre sí, la cosa no iba con él. Luego pensó que
Mit-sah
era uno de sus dioses y que lo estaban maltratando. Por mero impulso, sin razonar bien lo que hacía, se arrojó como una furia sobre los combatientes. Cinco segundos después, por todas partes salían los muchachos a escape huyendo de la refriega, y muchos de ellos dejaban sobre la nieve un reguero de sangre que demostraba la eficacia con que Colmillo Blanco había puesto en juego los dientes. Cuando Mitsah contó luego en el campamento lo ocurrido,
Castor Gris
dio orden de que le sirvieran al lobato una ración de carne. Mandó que fuera muy abundante, y así Colmillo Blanco, ahíto y soñoliento, echado al amor de la lumbre, comprendió que había cumplido con la ley en todas sus partes.

Paralelamente a estas lecciones prácticas, recibió otras que le enseñaron la ley de propiedad y su deber de defenderla. De la protección del cuerpo de aquellos dioses suyos a la de lo que ellos poseían no había más que un paso. Lo que pertenecía a sus dioses debía ser defendido contra todo el mundo, aunque para ello hubiera que atacar a dentelladas a los otros dioses. No solo era esto un acto sacrílego por naturaleza, sino que además estaba lleno de peligros. Los dioses poseían un poder infinito, y él, como simple perro que había pasado ya a ser, no estaba a su altura; a pesar de lo cual, Colmillo Blanco aprendió a hacerles frente como un audaz luchador que no conoce el miedo. El deber se impuso en él a todo, y los ladrones, por más dioses que fueran, tuvieron que respetar la propiedad de
Castor Gris
.

Colmillo Blanco aprendió una cosa pronto: que el dios ladrón era generalmente cobarde y huía fácilmente de los ruidos alarmantes. También observó que, en cuanto él daba la señal de alarma,
Castor Gris
se presentaba en su ayuda. No tardó en comprender que el ladrón no huía precisamente de él, sino de su amo. La señal de alarma que daba no consistía en ladrar, porque no ladraba nunca. Iba directamente hacia el intruso y clavaba en él los dientes en cuanto podía. Precisamente por su carácter huraño y solitario, pues se apartaba de los otros perros, era poco apto como guardián de la propiedad de su amo, y este tenía que alentarlo y educarlo constantemente. El resultado fue que llegó a ser más feroz y más solitario que nunca.

Pasaron los meses, y el lazo que unía al hombre y al perro lobo fue haciéndose cada vez más estrecho. En rigor, era el antiguo pacto que el primer lobo salvaje estableció con el hombre al someterse.

Y como todos sus antecesores, Colmillo Blanco hizo que el pacto resultara a favor suyo. Los términos de aquella especie de contrato eran bien sencillos: a cambio de la posesión de un dios de carne y hueso, él había renunciado a su libertad. Alimento y lumbre, protección y compañía, eran algunas de las cosas que recibía él del dios. A cambio, guardaba lo que era de su propiedad, defendía su cuerpo, trabajaba en beneficio suyo y le obedecía.

La posesión de un dios trae consigo el servicio. El de Colmillo Blanco era todo deberes y temor respetuoso, pero no cariño. No sabía lo que era el cariño, pues no había tenido ocasión de experimentarlo.
Kiche
era solo un recuerdo, remoto ya. Por otra parte, al entregarse él a los hombres, no solo había abandonado la vida salvaje y a los de su propia raza, sino que las condiciones del pacto eran tales que si alguna vez volvía a encontrarse con
Kiche
, tampoco abandonaría a su amo, a su dios, para seguirla. Su alianza con el hombre, extrañamente, era superior a todo su amor a la libertad, a la raza y al parentesco.

VI

El hambre

La primavera había llegado ya cuando
Castor Gris
terminó su largo viaje. En abril, Colmillo Blanco cumplió su primer año de vida. Por entonces llegaron a las aldeas que no eran ya forasteras para su amo, y el animal fue desenganchado del trineo por
Mit-sah
. Aunque faltaba mucho para que alcanzara su máximo desarrollo, Colmillo Blanco era el mayor de los cachorros en el nuevo campamento, a excepción de
Lip-Lip
, que lo igualaba. De su padre y de
Kiche
había heredado la talla y la fuerza, y en longitud, poco tenía que envidiar a los perros de edad muy superior a la suya. Lo diferente en él era el grueso, el volumen. Su cuerpo era delgado, largo, de recia fibra. Su pelaje, el de un verdadero lobo gris. Lo que de perro había en él, heredado de su madre, no imprimió ningún sello en su físico, aunque sí dejó huella en su inteligencia.

Vagó a través de la nueva aldea, reconociendo con grave y sosegada satisfacción a los varios dioses que conocía ya antes de su largo viaje. Y luego, estaban los perros, cachorros que crecían como él, y los otros, los mayores en edad, que no le parecían tan corpulentos y formidables como el recuerdo que guardaba de ellos. Tampoco los temía ya tanto. Andaba entre ellos con cierto desembarazo y descuido, que a él mismo le parecía tan nuevo como agradable y sabroso.

Ahí estaba, por ejemplo,
Baseek
, un perro viejo, grisáceo, que, cuando era más joven, con solo mostrar sus colmillos ahuyentaba ya a Colmillo Blanco, y le hacía huir, arrastrándose atemorizado. De él había aprendido a conocer su propia insignificancia; y ahora, por el contrario, iba a cerciorarse, por su conducta, del cambio y del desarrollo que en él se había operado. Mientras
Baseek
se había debilitado con la edad, a Colmillo Blanco esta le había dado toda la fuerza de la juventud.

Al despedazar un alce recién muerto, fue cuando Colmillo Blanco comprendió que las relaciones entre él y el mundo canino habían sufrido un cambio. Se quedó uno de los cascos acompañado de parte de la tibia, a la cual iba unida una porción de carne bien pequeña. Separado del tumulto que armaban sus compañeros, o mejor dicho, oculto en la espesura que lo ponía a cubierto de sus miradas, devoraba su parte del botín, cuando vio que
Baseek
se precipitaba para quitárselo. Antes de darse clara cuenta de lo que hacía, Colmillo Blanco le había dado ya dos dentelladas, poniéndose luego en guardia de un salto. El otro se quedó sorprendido ante tamaña temeridad y lo rápido del ataque. Parado, mirando estúpidamente a Colmillo Blanco, dejó que entre ellos dos quedara en el suelo el rojo trozo de carne.

Baseek
era viejo y había tenido ya ocasión de ver cómo cada día aumentaban los bríos de algunos perros que él solía despreciar. Eran amargos frutos de la experiencia que no tenía más remedio que tragar, aunque para ello se necesitara una gran dosis de discreción y prudencia. En otro tiempo se hubiera arrojado de un salto sobre su contrincante, haciéndose respetar con vengadora furia; pero ahora sus menguadas energías no le permitían tal cosa. Los pelos se le erizaron de coraje y se contentó con mirar amenazadoramente a Colmillo Blanco. Y este, sintiendo renacer en él buena parte del antiguo respetuoso temor, pareció desmayarse y encogerse en sí mismo tanto como antes se había crecido, mientras imaginaba un modo de salir del aprieto, emprendiendo una retirada que no resultara del todo ignominiosa.

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