Colmillo Blanco (7 page)

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Authors: Jack London

BOOK: Colmillo Blanco
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Entretanto, el conejo seguía bailoteando en el aire, encima de ellos. La loba se sentó en la nieve, y el
Tuerto
, temiéndola más entonces a ella que al misterioso abeto, volvió a saltar para apoderarse del conejo. Se cayó al suelo con el conejo entre los dientes y su único ojo no apartó la vista del arbolillo. Como antes, el abeto lo siguió hasta el suelo en su descenso. El animal se agachó esperando el golpe que parecía inminente. Se le erizaron los pelos pero no soltó el conejo. Aquella vez el golpe no llegó a ser una realidad. El renuevo se quedó encorvado encima de él. Cuando el lobo se movía, el árbol se movía también, y al verlo, la fiera le gruñó entre los apretados dientes. Cuando uno permanecía quieto, hacía lo mismo el otro, y así el
Tuerto
dedujo que lo mejor y más seguro para él era, que continuara quieto. Sin embargo, el saborcillo de la sangre del conejo, que sentía en la boca, era agradabilísimo.

Su compañera fue la que le sacó de las dudas en que se hallaba metido. Le quitó el conejo, y mientras el renuevo se inclinaba balanceándose amenazadoramente sobre ella, la loba decapitó de un mordisco al animalillo con toda tranquilidad. En el acto, el abeto se enderezó con violencia, sin ocasionar ya más molestias, quedándose en la digna posición perpendicular que le tenía asignada la naturaleza. Entonces la loba y el
Tuerto
devoraron la pieza de caza que el misterioso abeto había cogido, como trampa, en provecho de ellos dos, que así saciaron su apetito con aquel manjar tan sabroso.

Había otras quiebras del terreno y estrechos pasos semejantes en los que también se veían conejos colgados en el aire, y la pareja de lobos fue explorando todos los sitios en que se hallaban, abriendo la marcha la loba y siguiéndola el
Tuerto
, que lo observaba todo con cuidado, para ir aprendiendo el método que había que seguir para robar lazos y trampas, conocimiento que estaba destinado a servirle de mucho en el porvenir.

II

El cubil

Durante dos días, la loba y el
Tuerto
estuvieron dando vueltas por las proximidades del campamento indio. A él le molestaba aquello y le infundía recelo; sin embargo, su compañera lo hallaba muy atractivo y no mostraba el menor deseo de alejarse. Pero cuando una mañana resonó en el aire un disparo de un rifle que partía de un sitio muy cercano y una bala fue a aplastarse contra el tronco de un árbol a algunos centímetros de distancia de la cabeza del
Tuerto
, no dudaron ya más ni uno ni otra y salieron a galope, un galope tendido de enorme velocidad, que pronto puso por medio unos cuantos kilómetros entre ellos y el peligro.

No fueron a parar muy lejos, sin embargo: solo a la distancia de un par de días de viaje. La necesidad que sentía la loba de encontrar lo que siempre estaba buscando había llegado a ser imperiosa. Estaba ya tan gruesa que no podía correr más que despacio. Una vez, al perseguir a un conejo, que en cualquier otra ocasión hubiera cazado con facilidad, tuvo que abandonar la persecución y echarse para descansar. El
Tuerto
fue entonces a su lado; pero al tocarla suavemente con el hocico, ella le mordió tan brusca y furiosamente que debió retroceder dando tumbos del modo más ridículo, para huir de los dientes de su compañera.

Esta tenía el genio peor que nunca; en cambio, se mostraba él más paciente y solícito que en ninguna otra ocasión. Al fin la loba halló lo que iba buscando. Fue a unos cuantos kilómetros de la parte superior de un arroyo que en verano desembocaba en el río Mackenzie; pero que entonces estaba helado, no solo en su superficie, sino desde ella hasta su pedregoso fondo, convertido en blanca y dura masa desde el nacimiento a la desembocadura. Iba la loba trotando pesadamente, muy cansada, a bastante distancia de su compañero, que llevaba la delantera, cuando llegó al alto banco de arcilla que dominaba el cauce. Cambió el rumbo y trotó hacia allí. El chorrear de las aguas que provenían de las tormentas primaverales y de los deshielos había minado la base del banco, dejando convertido en covacha lo que antes fue una estrecha grieta.

La loba se paró frente a la boca de la cueva y examinó con cuidado el ribazo que quedaba encima. Luego, a uno y otro lado recorrió la base del mismo hasta donde la parte más prominente de él se destacaba sobre la suave línea del paisaje. Volviendo a la covacha, se metió en la estrecha boca. Al principio se vio obligada a avanzar agachándose; pero luego las paredes interiores se fueron ensanchando y elevándose hasta constituir un breve recinto de más de metro y medio de diámetro. Casi tocaba el techo con la cabeza, pero el sitio era seco y lo halló acogedor. Lo estudió todo minuciosamente, mientras el
Tuerto
, que había vuelto atrás para acompañarla, se quedaba a la entrada y la observaba pacientemente. Ella bajó la cabeza, con el hocico señalando a un punto del suelo muy cerca de sus apiñados pies, y en torno a este punto comentó a dar repetidas vueltas, hasta que al fin, con una especie de gruñido que algo tenía de cansado suspiro, enroscó allí el cuerpo, dobló las piernas y se dejó caer, con la cabeza en dirección a la entrada. El
Tuerto
, con las orejas tiesas y demostrando su interés, le sonreía, y al mismo tiempo, destacándose contra la blanca luz del exterior, ella podía ver cómo la poblada cola del lobo se balanceaba con amistosa y bonachona expresión. Y las orejas de la hembra, con un movimiento lleno de grato abandono, se bajaron hacia atrás hasta que sus afiladas puntas se aplanaron sobre la cabeza por un momento, mientras la boca se abría y la lengua colgaba de ella tranquila y pacíficamente. Con todo aquello, la loba expresaba que se hallaba contenta y satisfecha.

En cuanto al
Tuerto
, lo que él sentía era hambre. Aunque se echó a la entrada de la cueva y durmió, su sueño fue ligero. Se despertaba continuamente, enderezando las orejas al mirar hacia aquel mundo exterior tan claro y límpido, en que el sol de abril brillaba sobre la nieve. Mientras dormitaba, oía quedamente los débiles rumores de escondidas chorreras que el agua había formado, y entonces se levantaba y se ponía a escuchar con la mayor atención. El sol había vuelto, y todo aquel mundo de las tierras boreales, que despertaba ahora, parecía reclamarlo a él. La vida resurgía y se animaba. La sensación de la primavera flotaba en el ambiente; la sensación de la vida nueva que crecía bajo la nieve; de la savia ascendiendo a los árboles; de los capullos rompiendo los grilletes del hielo.

El lobo lanzaba ansiosas miradas a su compañera, pero ella no demostraba el menor deseo de moverse. Miró luego hacia fuera, y media docena de verderones de las nieves pasaron en aquel momento por su campo de visión. Iba a levantarse, pero volvió los ojos a su compañera y, quedándose como antes, comenzó nuevamente a dormitar. Un zumbido llegó á sus oídos. Una o dos veces se sacudió el hocico con las patas. Luego se despertó. El zumbido provenía de un solitario mosquito que estaba dando vueltas en torno a su nariz. Era un mosquito grande, completamente desarrollado, que tras estar en algún tocón helado todo el invierno, ahora, con el deshielo, volvía a aparecer a la luz del sol. La fiera no pudo resistirse ya más a los repetidos llamamientos del mundo. Además, sentía hambre.

Se arrastró hacia su compañera y trató de persuadirla de que se levantara. Pero ella le gruñó, así que él solo se dirigió a la alegre luz del sol y se encontró con que la capa de nieve que pisaba era blanda y la marcha difícil. Remontó el helado cauce del arroyo, en el que la nieve, sombreada por los árboles, era aún dura y cristalina. Estuvo ausente ocho horas y volvió en plena oscuridad, más hambriento que cuando se marchó. Había hallado caza, pero no pudo apoderarse de ella. Hundiéndose y revolcándose en el fango de la capa de nieve que se derretía, había tenido que contemplar cómo los conejos se le escapaban deslizándose por ella con la misma facilidad y ligereza de siempre.

Se quedó parado ante la boca de la covacha con cierto repentino recelo. Del interior salían unos raros y débiles sonidos. No los producía su compañera, y, sin embargo, le parecían vaga y remotamente conocidos. Se arrastró vientre a tierra, penetrando con gran cautela, y fue recibido por la loba con un gruñido que era una amonestación. La aceptó sin perturbarse, aunque obedeció, quedándose a cierta distancia; pero siguió manifestando interés por los otros ruidos, continuos sollozos y desacostumbrados susurros.

Su compañera le mandó alejarse, muy irritada, y él, enroscando el cuerpo, se puso a dormir a la entrada. Cuando llegó la mañana y una luz opaca comenzó a penetrar en la cueva, volvió a buscar la fuente de todos aquellos rumores que vaga y remotamente conocía. Hubo entonces una nota nueva en el gruñido que le dirigió su compañera: era una nota de celos, y así tuvo el buen cuidado de quedarse a respetuosa distancia. A pesar de ello, descubrió, bajo las patas de la loba y alineados a lo largo de su cuerpo, cinco raros montoncillos de carne llenos de vida; pero muy débiles y torpes, gimiendo continuamente y con los ojitos cerrados a la luz. El
Tuerto
se quedó sorprendido. No era aquella la primera vez en su larga y triunfante existencia que tal cosa le había ocurrido. En verdad, la había visto ya muchas veces, y, sin embargo, cada una constituía para él una nueva sorpresa.

Su compañera lo miraba con ansiedad. A cada momento se la oía refunfuñar, y si él se acercaba demasiado, resonaba entonces en la cueva un alto y rabioso gruñido. No era que a ella le hubiera ocurrido nunca, no; pero el instinto, la secreta experiencia de todas las madres de lobos, le hacía recordar que existían padres que se habían comido a su propia recién nacida e indefensa prole. Por eso sentía un temor incontrastable que la obligaba a impedir que el
Tuerto
examinara muy de cerca a los cachorrillos que eran hijos suyos.

Pero no había para ellos el menor peligro. El
Tuerto
no sentía más que un impulso que era, a su vez, otro instinto heredero de todos los padres de lobos. No se metió a examinarlo ni a discutirlo. Lo llevaba en la sangre, en el fondo de su naturaleza, y era la cosa más natural del mundo que lo obedeciera, volviéndoles la espalda a sus recién nacidos hijos, y se marchara de la cueva trotando en busca de la acostumbrada pista, de la carne de que habitualmente vivía.

A ocho o nueve kilómetros del cubil, el arroyo se bifurcaba, dirigiéndose ambas bifurcaciones hacia los montes, en ángulo recto. Siguiendo la de la izquierda, dio con un rastro fresco, reciente. Lo olfateó, y tan reciente lo halló, en efecto, que se agachó con rapidez mirando en dirección al sitio donde desaparecía. Entonces volvió deliberadamente y tomó la bifurcación de la derecha. La huella era mucho mayor que la que dejaban sus propias pezuñas, y por ello comprendió perfectamente que, en el seguimiento de una pista así, poca sería la carne que pudiera él procurarse.

A más de medio kilómetro del nuevo camino que acababa de emprender, su fino oído distinguió el ruido de unos dientes que roían algo. Se puso a rondar la pieza de caza y descubrió que era un puerco espín que, puesto sobre dos patas contra un árbol, intentaba arrancar con los dientes un trozo de corteza. El
Tuerto
se le acercó con gran cuidado, pero sin esperanzas. Conocía la especie, aunque nunca la había hallado en un lugar tan hacia el norte como aquel, y nunca tampoco en toda su larga existencia había conseguido que un puerco espín le proporcionara una verdadera comida. Pero desde larga fecha tenía aprendido que el azar, la oportuna casualidad, era algo con lo cual había que contar, y siguió acercándose. No era posible predecir lo que sucedería, porque, con todo lo dotado de vida, las cosas ocurrían siempre, por una razón u otra, de modo distinto.

El puerco espín se hizo una bola, lanzando como rayos en todas direcciones sus afiladas púas, que hacían imposible todo ataque. En sus juveniles años, el
Tuerto
se había acercado para olfatearla a una de esas bolas aparentemente inerte, y recibió de pronto en plena cara el latigazo que le dio su cola. Una de las púas se la llevó clavada en el hocico, y allí se quedó durante algunas semanas inflamándose y escociéndole como una llama que se lo quemaba, hasta que al fin se cayó por sí sola. Así pues, se echó ahora el lobo cómodamente en acecho, con la nariz a palmo y medio de distancia de la línea que podía seguir en su ataque la cola del puerco espín. De tal suerte se quedó esperando completamente inmóvil. Nadie podía decir lo que pasaría, y siempre podría ser algo favorable. Era probable que al erizo se le ocurriera desenroscarse, y entonces sería el momento oportuno para clavarle rápida y calladamente la terrible garra en el vientre.

Pero al cabo de media hora, el lobo se levantó, gruñéndole con rabia a la inmóvil bola, y se marchó trotando. Demasiadas veces había perdido el tiempo esperando que otros de aquellos animales se desenroscaran, para que siguiera ahora en su inútil acecho. Continuó, pues, remontando la bifurcación derecha del arroyo. El día transcurría sin que nada viniera a hacer fructuosa su caza.

Su instinto paternal, ya despierto en él, le apremiaba sin embargo a encontrar algo, a encontrar carne. Por la tarde se enredó en la caza de una perdiz de las nieves. Salía él de una espesura cuando se halló cara a cara con la poco perspicaz ave. Estaba echada sobre un leño a cosa de palmo y medio de distancia del hocico del lobo. Ambos se vieron al mismo tiempo. El ave dio un salto, asustada, para volar: pero él le echó la garra y del golpe la lanzó al suelo, arrojándose luego encima y cogiéndola entre los dientes, cuando ella, huyendo por la nieve, trataba de levantar el vuelo. Al hundirse sus dientes en la blanda carne y en los frágiles huesecillos, comenzó, como era natural, a comer; pero acordándose luego de lo que en aquel momento olvidaba, se volvió en redondo por el mismo camino llevando en la boca la perdiz blanca.

Kilómetro y medio más arriba de donde el arroyo se bifurcaba, y mientras iba corriendo con su acostumbrada y suave ligereza, pareciendo más bien una sombra que se deslizara en continua y cautelosa vigilancia de cada nuevo aspecto que ofrecía su camino, se halló con más recientes señales de aquellas anchas huellas que ya había descubierto en las primeras horas de la mañana. Como el rastro continuaba por donde él mismo iba, fue siguiéndolo, preparándose para encontrar la pieza que lo había producido, al dar la vuelta a cualquiera de los recodos que formaban el arroyo.

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