Todos se volvieron hacia ella.
—Ay —murmuró la chica—, ¿he dicho alguna tontería?
Glybov y Gosha Degot empezaron a carcajearse.
—Intocable —explicó Musa amistosamente— es un tío al que nadie puede hacerle nada. ¿Ves al doctor? Es un tío especial…
Smirnov sonrió levemente. Musa continuó sin inmutarse:
—Una vez, hace mucho tiempo, nuestro querido doctor reunió en una sola guardería a todos los niños con menos talento del país. Y empezó a enseñarles. Los niños eran tontos, vagos, pero el doctor se ocupó de ellos como si fueran niños genio. Él los crió y los educó. Resumiendo, les abrió un camino en la vida. Estos niños no se convirtieron en científicos, ingenieros, inventores, pilotos, cosmonautas, marinos o médicos. Todos ellos, sin excepción, se convirtieron en exitosos funcionarios del estado. Hicieron una gran carrera. Los tres últimos primeros ministros fueron discípulos de nuestro querido doctor. Por eso nuestro doctor hace lo que quiere, conoce todos los secretos de Estado y le confían las tareas más difíciles y arriesgadas…
—¡Qué interesante! —exclamó Ilona entusiasmada—. ¿Y quién es esa gente, los primeros ministros?
—Vámonos —dijo Gosha Degot cortando la conversación.
—Espere un momento —lo detuvo Glybov con un gesto de la mano—. Ahora nos vamos.
Se quitó el fusil automático del hombro, tiró fuerte del cierre, apuntó al tronco de pino que tenía más cerca, y disparó. Una astilla blanca salió disparada del árbol. Ilona empezó a chillar entusiasmada. Unos cuantos pájaros levantaron el vuelo por encima del bosque.
—Saveliy —preguntó el doctor Smirnov—, ¿se encuentra usted bien?
—Sí, pero me da vueltas la cabeza. No voy a volver a tomar esas pastillas nuevas. Producen una sensación tenebrosa, como si estuviera enterrado entre cenizas. Es mejor convertirse en tallo que volverse loco.
—Basta —lo regañó bruscamente Gosha Degot—. No te han estado tratando para que ahora te vuelvas loco. Aguantarás, Saveliy. Vámonos a casa. Allí te espera el orden y una revista recién llegada de Moscú. Se llama
Lo Más
.
Gosha se aclaró la voz, se mojó burdamente los dedos con saliva y pasó la página.
—«Hace tan sólo un mes nos parecía que el mundo estaba patas arriba. La salida de los chinos, el cierre de la Zona Económica Libre Chinosiberiana, la suspensión de la producción de alimentos, etcétera. Hoy día está claro que todo eso era sólo el prólogo…»
—No intentes imitar a un presentador de televisión —lo interrumpió Bárbara—. Lee tal como hablas. Te entenderemos.
—«… era sólo el prólogo. Lo más importante está por venir. Nos esperan nuevas pruebas. En el país vuelve a tener lugar una vez más una gran metamorfosis. Una fuente gubernamental que ha solicitado permanecer en el anonimato nos ha informado de que una comisión de expertos de la Academia de Ciencias está preparando una declaración oficial. El gigantesco micelio ha agotado sus recursos. La hierba se está muriendo. La maleza que nos ha estado destruyendo durante cuarenta años está dejando de crecer. Esto no es ninguna novedad, ni siquiera una noticia sensacionalista. Esto es el final de toda una época. El final de la vieja historia del mundo y el inicio de una nueva historia. Se ha derrotado a la hierba, pero no gracias a los esfuerzos de la ciencia, ni como resultado de la toma de medidas definitivas adoptadas por el gobierno. Sencillamente, la gente se la ha comido entera…»
—Lo ha escrito Godunov —supuso Saveliy.
—No has acertado —replicó Gosha—. Ahora la redactora jefe es Valentina. Es su columna. El artículo de Godunov viene después.
—Lee, lee.
—«Aquí, en la columna del redactor, voy a contar cómo las multitudes cortan y prensan los tallos. No voy a hablar de las aceras que se han vuelto verdes a fuerza de extraer sobre ellas la pulpa. Ni de los enfrentamientos de la policía con las bandas organizadas y armadas de herbívoros. Ni de las conversaciones entre distintos laboratorios secretos sobre la purificación de la pulpa, a lo que se destinan pisos enteros para producir decenas de toneladas de concentrado. Bastante nos ha alimentado con estos temas la televisión hasta hartarnos. Ahora lo principal es saber qué nos espera. La cuestión de “¿quién es el culpable?” no es tan importante como la de “¿qué podemos hacer?”. La respuesta a la primera de estas preguntas la sabemos desde hace tiempo. Culpables somos todos. A Moscú llegaban desde Siberia Oriental cuatro quintas partes de todos los productos alimenticios. Vivíamos de los frutos del trabajo ajeno. Ahora la nación de Lomonósov y Dostoyevski, de Chkalov y Gagarin, necesita pensar en cómo alimentarse a sí misma. Un primer análisis rápido y superficial de los hechos demuestra lo siguiente: el consumo masivo de pulpa de tallo continuará hasta que sea comido el último brote. Y he aquí el interrogante de los últimos meses, tal vez de las últimas semanas: ¿qué pasará después? El gobierno asegura que no existe la amenaza del hambre; que antes de finales de año se habrán creado en Moscú diez millones de puestos de trabajo; que se han asignado cantidades extraordinarias para comprar en el extranjero productos alimenticios. Tendremos que creer al gobierno. Por lo menos nuestro primer ministro actúa con decisión. Uno quiere mantener la esperanza de que tenemos fuerzas suficientes para no enloquecer, para reconstruir la economía y crear una nueva sociedad civil. Durante cuarenta años hemos vivido entre tallos, y ahora no nos resultará tan difícil vencer la dependencia fisiológica como la dependencia psicológica. La hierba nos ha convertido en esclavos, en especuladores de la luz solar. Peleábamos entre nosotros por un lugar bajo el sol, trepábamos cada vez más y más. De entre millones de caminos nos interesaba solamente el que conducía hacia arriba…»
—No —negó Saveliy meneando la cabeza—. Eso lo ha escrito Godunov, es su estilo. Se nos ha vuelto todo un caballero. Escribe en lugar de Valentina, ella sólo pone la firma.
—Eso no importa —dijo Bárbara—. Sigue leyendo.
—«Ahora hay luz suficiente para todos. Vivir en un décimo piso es más sencillo y rentable que en el piso noventa. Es hora de aceptar honradamente que vivir en el nivel noventa, contemplar el mundo a vista de pájaro, era excesivo. No somos aves, somos personas. Tenemos que bajar de las nubes. Tenemos que derruir la ciudad colgada del cielo, ya no la necesitamos. Ha muerto, era demasiado pomposa, exageradamente complicada y cara. No hay ninguna razón por la que tengamos que llevar una vida pomposa y cara. Tenemos la tierra, gran cantidad de tierra, en ella hay suficiente espacio para levantar miles de ciudades sencillas. Tenemos que suprimir las cuadras de Augías que existen a los pies de nuestras torres de pisos. Tal vez incluso debamos derribar las propias torres. Todo lo demás lo rematará el sol. Él nos secará. Él freirá todo lo que era crudo. Él nos enseñará a salir de la indolente vida de las sombras. Él hará que lo oculto se vuelva evidente…»
Bárbara extendió una mano.
—Dámelo —dijo—. Será mejor que lo lea sola.
—Perdona —manifestó amablemente Gosha—. Leer en voz alta es una de mis obligaciones. Los médicos lo recomiendan. Todos los días y no menos de media hora…
—Al diablo los médicos —replicó Bárbara, tirando de la revista—. Yo no estoy enferma de nada.
Saveliy miró a su mujer —furiosa, decidida, hermosa— y suspiró.
—Es una pena —dijo— que Evgráfovich no esperara un poco más. Se habría alegrado.
—Sí —asintió Gosha.
—Hay que ir a arreglarle la tumba.
—Mañana vamos y lo hacemos. Volvemos de ver a los salvajes y lo hacemos.
—Con todo y con eso, irse así —recordó Saveliy arrugando el entrecejo—… No avisó a nadie, simplemente desapareció… Como si fuéramos niños pequeños… Y nosotros lo buscamos, nos rompimos la cabeza…
Gosha se encogió de hombros.
—Era viejo e inteligente. Para él era más evidente. Nada más llegar aquí dijo que había venido para morir. Dijo que siempre había querido vivir en Moscú y morir en una aldea.
—Cambiad de tema —ordenó Bárbara.
—Sí. —Gosha se levantó y cerró la ventana—. Tienes razón. Hay temas más importantes.
Se inclinó y empezó a murmurar con voz ronca, desviando rápidamente la mirada de Saveliy a Bárbara:
—Escuchad, tenemos que hacer algo. Tengo la sospecha de que nuestro patrocinador y bienhechor, el señor Glybov, en cualquier momento se sentará en su precioso helicóptero y nos dirá adiós con la mano. Y se largará corriendo a algún lugar de Paraguay. Y nosotros nos quedaremos aquí sin comida y sin energía. Los voluntarios se largarán inmediatamente…
—¿De dónde has sacado que Glybov se va a largar? —preguntó Bárbara.
—Algo he oído. Cuando se emborracha dice muchas cosas, incluso sobre Paraguay. Así que, hermanitos, os propongo pensar en regresar. Tenemos que volver a Moscú.
—¿Quieres ir a pie? —quiso saber Saveliy.
—No —musitó Gosha, bajando aún más el tono de voz—. Quiero secuestrar el helicóptero.
—Una idea genial —resopló Bárbara con sarcasmo.
—Volver andando también es otra posibilidad.
Saveliy sonrió con tristeza.
—Yo no puedo ir. Soy medio tallo.
—Y medio persona —recalcó Bárbara—. Deja de hablar así. Si te quejas, yo misma haré un agujero y te plantaré en tierra. Hasta la cintura. Y te regaré para que no te pongas mustio. ¿Entendido?
—Entendido.
—No discutáis —pidió Gosha—. No es el momento. Puedo irme solo. Cuatrocientos cincuenta kilómetros. Puedo llegar en dos semanas. Cogeré la ametralladora y me iré. Traeré ayuda.
—Es una locura —dijo Saveliy negando con la cabeza—. No te creo. Tenemos a Smirnov, es un tío influyente. No va a permitir que se abandone la colonia en manos del destino. Y Glybov tampoco es el tipo de persona…
—¿Es que es una persona? —preguntó Bárbara irónicamente—. A lo mejor de repente empieza también a despersonalizarse. ¿Acaso bebe para no levantar sospechas?
—Puede que también sea un despersonalizado —comentó tranquilamente Gosha—. Nadie lo ha visto nunca sin ropa. Pero para que lo sepáis, en el pabellón de infectados de aquí está su esposa. Angélica. Lleva ya siete meses y medio. Está en el tercer nivel: sistema radical, brotes laterales y todo eso… Cuando viene, él mismo va a regarla cada mañana.
—Eso se llama amor —dijo tristemente Bárbara.
—Eso no se llama de ninguna manera —replicó Gosha—. Su cerebro ya no funciona. ¿Para qué la necesita él? ¿Para qué necesita la colonia? ¿Para qué necesita un millonario como él vivir en Moscú, que se está tambaleando? No, muchachos. Saldrá corriendo de este país. Y ya es hora de que nosotros empecemos a pensar con nuestra cabeza. Y a actuar.
—Pero él —reflexionó Saveliy— fue el que comenzó con la ampliación del territorio, las negociaciones con los aborígenes. Si quisiera huir…
—Si yo quisiera salir del país —observó Gosha, enojado—, también desplegaría una grandiosa actividad. Para desviar las miradas. Haría planes, empezaría nuevos proyectos, para que todos lo vieran. Para que nadie tuviera la más mínima sospecha de que en mi mente ya me encuentro en el otro extremo del globo… Por eso, hermano, nosotros vamos a hacer lo siguiente: mañana, como si tal cosa, vamos otra vez a ver a los aborígenes, cerramos el acuerdo con ellos, intercambiamos tierra por mermelada. Que piensen todos que a mí, el jefe de los voluntarios, lo único que me importa es el destino de la colonia. Y empiezo a reunir cositas. Es hora de volver a Moscú, chicos.
—Escucha —dijo Saveliy—, ofreciste a los aborígenes diez porciones grandes de mermelada…
—Cinco veces por diez. Cincuenta.
—¿Qué es una «porción grande»?
Gosha encogió la palma de su mano como si fuera una cuchara.
—Ésta es una porción pequeña. Y ésta —dijo, uniendo las dos palmas— es una grande. Muy sencillo, Saveliy. Esos chicos llevan una vida muy sencilla y sin complicaciones. Mucho más sencilla y sin complicaciones que nosotros. Godunov lo ha escrito muy bien: llevamos una vida complicada y tonta. Y los salvajes son estupendos, viven de manera sencilla e inteligente…
—Los que llevan una vida más sencilla e inteligente —sonrió Saveliy— son los tallos. No miden nada. No tienen medidas grandes ni pequeñas. Crecen y punto.
—Vete al diablo —dijo Gosha, enfurruñado—. ¿Cómo lo sabes? Todavía no eres un tallo.
—Me queda poco tiempo.
Bárbara suspiró, enrolló la revista y le pegó a Saveliy en la cabeza con ella.
—¿Sabes una cosa? —chilló—. ¡No deberías cabrearme! Debo evitar ponerme nerviosa. Me tienes harta con tus quejas. «¡Ah, dejadme, soy un tallo, me importa todo un carajo…» ¡Es un asco escucharte! ¿Quieres lamentarte y llorar? Pues vete con tu amigo el Mediomuerto. Sentaos los dos en algún sitio de esta guarida y poneos a llorar. Pero delante de mí no hace falta.
—De acuerdo —dijo pacíficamente Saveliy, y se puso de pie—. Entonces me voy.
—¿Adónde? —preguntó Gosha Degot.
—A buscar a Mediomuerto.
—Vete, vete —dijo Bárbara, frunciendo los labios con desprecio—. Búscalo. Él te comprenderá, te compadecerá. ¿No te he dicho que lo recuerdo desde cuando estaba en Moscú? Vivía en la misma torre que mis padres. Era un hombre rico, tenía negocios. ¿Quieres que te hable de él?
—No —contestó sinceramente Saveliy—. No quiero.
—Pues de todas formas te lo contaré. Tu Mediomuerto siempre fue una planta. Dedicó toda su vida a consumir hierba, dormir y broncearse. No hacía nada más.
—Trabajaba —dijo Saveliy.
—No, no trabajaba. Obligaba a otros a trabajar. Les daba puntapiés, les pegaba… Despedía a los que lo molestaban, contrataba a quien le resultaba cómodo… a los dóciles que no abrían la boca… Eso no es trabajar. Así que ahora va de cabeza a ser nada más que un tallo verde. ¡Pero tú no eres así!
—¿Y cómo soy? —preguntó Saveliy sin mirar a su mujer.
—Escuchad —interrumpió Gosha—. Si necesitáis regañar, yo me largo. Pero tenemos que tomar una decisión sobre lo de Moscú…
—No —dijo Saveliy—. Quedaos. Mejor me largo yo. Hoy mi mujer no está de humor. Con respecto a Moscú…
—Puede que hoy no esté de humor —lo cortó Bárbara—, pero tengo ánimo, y tú no. Tú eras creativo, Saveliy. Tú hacías cosas, inventabas, concebías ideas. Nunca te convertirás en una planta. Recuérdalo. Y el hijo que va a nacer no será un monstruo verde, sino un niño normal y sano. Y ahora, si quieres, puedes irte.