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Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Clorofilia (35 page)

BOOK: Clorofilia
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Musa estaba en su salsa. Se reía de buena gana y disfrutaba. Acariciaba el fusil automático como si fuera su querido perro fiel. Pero entre risa y risa Musa era el único de los cinco que no dejaba de mirar a su alrededor. Estaba sentado apoyándose sólidamente en las piernas y la espalda y no quitaba el dedo gordo del dispositivo de seguridad del arma.

• • •

A trancas y barrancas llegaron a la aldea. Saveliy no conocía este camino. Cuando iban a por agua rodeaban el pueblo por detrás, pero ahora avanzaban lentamente por la calle principal. Gosha redujo la velocidad para no espantar a las gallinas y los perros. Cerca de las viviendas se vislumbraban unas figuras femeninas envueltas en pieles y trapos. Las mujeres eran anchas de caderas y de baja estatura, los miraban con indiferencia y bostezaban frecuentemente. No eran guapas, tenían los dientes pequeños e irregularidades y las barbillas desfiguradas, o bien salidas hacia fuera, como si colgara de ellas un gran peso, o bien metidas hacia dentro, como si se las hubieran cortado. No se veían ancianos. Saveliy sabía que los viejos estaban tumbados en sus casas agonizando. Aquí la esperanza media de vida no llegaba ni a los cuarenta y cinco años. Comparado con ellos Saveliy, que ya pasaba del medio siglo, parecía un jovenzuelo.

Las viviendas de los aborígenes representaban las ridículas casuchas de la era postindustrial: medio chozas, medio cuevas. Sin embargo, las familias acomodadas se habían instalado en chozas cubiertas con trozos de polietileno, maderas de contrachapado podridas, paja y tablas. Por allí corrían gallinas, gatos y niños sucios y desnudos con el ombligo retorcido. Entre las casuchas, por encima de los montones de porquería y desperdicios, zumbaban las moscas. Según Gosha, la aldea era considerada rica y la tribu local poderosa e influyente. Su territorio abarcaba unos cuantos cientos de kilómetros cuadrados. Los habitantes locales se dedicaban a la caza y la agricultura. Había conejos, alces y lobos, y plantaban coles, nabos y zanahorias. Iban vestidos con pieles de animales y eran autosuficientes. No obstante, lo más valioso aquí se consideraba los objetos de épocas anteriores. Peinaban incansablemente los territorios cercanos y lejanos. Los pueblos y ciudades pequeñas abandonadas a mediados del siglo pasado; los edificios vacíos, apestosos y llenos de malas hierbas despertaban en estos aborígenes un interés especial. Allí buscaban y encontraban zapatos carcomidos, trozos de espejo, teteras oxidadas, trozos de alambre. Todo esto tenía un valor incalculable para ellos, lo desmontaban por ladrillos, por piezas y lo utilizaban para sus casas.

El jefe de la tribu, como se supone que debe hacer un jefe, habitaba en un palacio. Para construir este palacio recogieron de otras aldeas cercanas unos cuantos troncos viejos, luego arrastraron otros troncos posiblemente desde una distancia muy larga. Los troncos eran muy distintos unos de otros, de color y de forma.

Saltando del todoterreno, Glybov miró a su alrededor y dijo:

—Viven pobremente. Hace un año volé a la región de Rostov y allí los aborígenes son más ricos. Aquéllos tienen yeguas, cerdos, cabañas con tejados metálicos… Pero éstos son absolutamente salvajes. No tardarán en extinguirse.

—No se extinguirán —dijo en voz baja Smirnov—. Hay instrucciones secretas del gobierno. No tocar a los aborígenes, cuidarlos, no entrar en contacto con ellos.

—Pues los contactaremos —dijo enérgicamente Musa tomando el fusil automático.

—No gesticuléis con las armas —aconsejó Gosha—. No lo entenderán.

Alrededor se oía el sonido del bosque, auténtico, frondoso, y al instante empezaron a caer sobre ellos todo tipo de hierbas voladoras, pero especialmente mosquitos. Aterrizaron en sus cabezas escarabajos voladores y abejas —por curiosear—, y a Savely casi le rozó la cara una araña que estaba tejiendo su tela gris brillante.

—¿A qué esperamos? —preguntó Glybov.

—A que nos inviten —contestó Gosha—. En cuanto lo hagan, nos acercaremos. Todos juntos. Tenemos que ser muchos, así es la costumbre. Además, les tengo miedo. Sin «dispararrápido» es mejor no acercarse a ellos.

—¿Sin qué? —preguntó Smirnov.

—Dispararrápido, así llaman al fusil automático. Uno de ellos me ofreció cincuenta gallinas por uno. Toda una fortuna.

—No hay que darles armas —dijo Musa moviendo enérgicamente la cabeza de lado a lado—. Ni siquiera cuchillos. Y tú vas y les traes cuchillos.

—No les traigo nada —corrigió tranquilamente Gosha—, yo sólo hago intercambio. Por el aguamiel. Su aguamiel es pura como una lágrima, mientras que tu vodka moscovita me da dolor de cabeza. Una advertencia: las conversaciones las llevo solamente yo. Si habla otro que no sea yo, el jefe se lo tomará como una ofensa. Saveliy, tú encárgate de los regalos.

—De acuerdo —aceptó Saveliy.

Estaba contento de haber ido con ellos. Gosha Degot había hecho especial hincapié en la candidatura de Saveliy. Iba todas las semanas a la aldea y sus habitantes se habían acostumbrado a él.

—Si la delegación se compone sólo de desconocidos, el jefe puede echarnos a todos a patadas —advirtió Gosha.

Nadie lo contradijo.

Aparte de eso, las nuevas tabletas realmente habían ayudado a Saveliy, y no sólo a él. Hacía ya una semana que entre los médicos y voluntarios reinaba una gran animación. Se empezaba a hablar del desenganche definitivo, de la detención del proceso de despersonalización. Saveliy estaba dispuesto a alegrarse junto con ellos, pero se lo impedían los dolores de cabeza y una profunda depresión.

En ese momento Musa abrió la puerta trasera del todoterreno y sacó a la soñolienta y raquítica Ilona.

Hacía dos días que Saveliy la había visto bajar del helicóptero, y no se sorprendió. No se acercó a ella para saludarla. No porque temiera las preguntas de su mujer. Aquí nadie se acercaba nunca a saludar cuando veía a sus conocidos de Moscú entre el grupo de recién llegados. Aquí todos borraban el resumen de su vida anterior, escardaban y arrancaban las malas hierbas de su memoria. Las relaciones anteriores, los contactos, las aventuras amorosas, todo eso se secaba, se marchitaba, todo se arrancaba de raíz. Y los novatos entendían esto desde el primer minuto. Hombres de negocios de la capital, altos funcionarios, estrellas del cine y del mundo del espectáculo, personas exitosas, la
crème de la crème
, todos se comportaban con tranquilidad, se miraban con horror y se instalaban sin altanería ni soberbia en sus casitas.

En cuanto a Ilona, la primera mañana se encontró con Saveliy en el comedor de la comuna y no lo reconoció. Lo miró sin interés y apartó la vista.

Ahora se encogió y preguntó con voz caprichosa:

—Moisés, ¿adónde me llevas?

—Al campo —contestó amablemente Musa—. Allí se está muy bien.

—Sí —convino Ilona desperezándose—. Muy bien. ¿Y qué vamos a hacer?

—Ya lo verás.

En ese momento salió del palacio un aborigen cojo con la fisonomía de un bandido de pelo castaño. Saveliy recordó que se llamaba Fediay. Al verlo, Ilona soltó un «gritito» y empezó a reírse en voz baja. Apartándose el pelo de la cara con un dedo negro y torcido, Fediay examinó a los delegados, escrutando a cada uno de la cabeza a los pies, inclinándose amigablemente ante Gosha y después, balanceándose un poco, ante Saveliy, quien al instante se llenó de orgullo. En la vida que llevaba antes en Moscú era el director de una revista muy conocida, pero nunca se había sentido tan imprescindible como ahora, cuando a él, un herbívoro en proceso de despersonalización, lo habían incluido como parte de la delegación para negociar con los aborígenes.

El viejo del pelo castaño dio media vuelta y se fue a su casa. Los delegados lo siguieron. Dentro olía a quemado y todo estaba en penumbra. En la chimenea ardían unos leños y el humo salía por un agujero abierto en el techo. A Saveliy empezaron a llorarle los ojos. El jefe, un anciano corpulento y encorvado, envuelto en una capa de piel, se sentó en su trono, que no era otra cosa que el asiento de un coche viejo con reposacabezas. El patriarca tenía unas cejas enormes. A su lado, recogiendo por debajo sus piernas flácidas y desnudas, llenas de nudos varicosos y venas de color violeta, estaba sentada una vieja menuda con cara de pocos amigos. Junto a la pared, en el suelo de tierra, se sentaban otros cuatro hombres; su séquito o guardias de seguridad: peludos, fibrosos, armados de puñales y con la mirada tétrica y concentrada de los futbolistas profesionales antes de sonar el silbato que da comienzo al partido.

—Ay, mamaíta —murmuró Ilona.

Con el rabillo del ojo Saveliy vio que tanto Musa como Glybov, que estaban a su lado, apenas podían contener la risa.

—¡Mi honorable Mitiay! —pronunció solemnemente Gosha.

El encorvado Mitiay asintió precavido sin mirar a los delegados.

Gosha dio dos pasos al frente y preguntó:

—¿Qué tal?

El jefe volvió a asentir con la cabeza y empezó a acariciarse la barba lentamente.

—Deseamos hablar —dijo Gosha.

El jefe empezó a resoplar. La vieja mantuvo una pausa y con una voz baja y chillona dijo:

—Puede.

—Tenemos un asunto que tratar —empezó Gosha—. Danos terreno, Mitiay. Muy necesario. Da bosque. Desde el barranco hasta el campo. Diez veces diez pasos, y así cinco veces. Era tuyo, será nuestro.

El patriarca arqueó las cejas, volvió a mirar a la vieja y sonrió. Los monstruos peludos que estaban sentados junto a la pared se rieron al mismo tiempo, dejando ver sus dientes marrones y picados.

Gosha esperó a que se acabara la diversión y continuó sin inmutarse:

—Damos ocho cuchillos. Cinco hachas. Y además una carabina berdan. Para ella te daremos cartuchos. Y cinco veces diez raciones grandes de mermelada. No das terreno, no damos nada. Nos iremos enfadados. Das terreno, seremos buenos.

El viejo Mitiay guardó silencio.

—También daremos chica. —Gosha apuntó a Ilona—. Vuestras mujeres no paren. La nuestra es blanca, sana.

La vieja refunfuñó. El jefe guardó silencio un buen rato, casi un minuto, y luego, con una voz seca y cascada dijo:

—Enseña berdan.

Gosha echó su mano hacia atrás y Saveliy puso sobre ella el fusil deportivo de bajo calibre. Gosha tiró del cierre con ostentación. Los cortesanos peludos suspiraron fascinados, uno de ellos incluso no pudo contenerse y chascó la lengua con entusiasmo. Por lo demás, el jefe no mostró ninguna reacción.

—Mira esto —continuó Gosha—. Éstos son cartuchos. Dos veces por diez. La mermelada en alforjas de corteza de abedul la tengo yo. ¿Quieres palpar mujer? Mujer no flaca, mansa. Lo mejor.

Saveliy pensó que el viejo probablemente preferiría no probar el rifle, sino a la chica, pero tenía miedo de la vieja. Ahora el canoso Mitiay guardaba completo silencio.

Se notaba que era un hombre con fuerza, física y espiritualmente. Saveliy supo en seguida que el viejo iba a rechazar los regalos. O inmediatamente, o después de meditarlo, pero de todos modos los iba a rechazar.

El jefe estaba triste. Tal vez presentía el final de su vida normal y la llegada de nuevos cambios. Los recién llegados son demasiado fuertes, tienen máquinas que vuelan por el aire y otras máquinas que disparan diez balas por segundo. Llegaron, tomaron parte de la tierra, construyeron casas resistentes y limpias donde brilla una luz intensa. Volverán otra vez, y volverán, cada vez se quedarán con más y más territorio. Esto se puede retrasar, pero no detener.

«Debe de tener unos cincuenta años, es más o menos de mi edad», pensó Saveliy. Naturalmente había escuchado de sus padres relatos de que en algún momento la tierra salvaje había sido distinta, tierra cultivada. En los pueblos y ciudades vivía gente, por los caminos corrían unas máquinas de hierro. Después, esta colorida y dura vida se extinguió por sí sola, la gente se fue. Y los que se quedaron no tardaron en convertirse en salvajes, de alguna manera tuvieron hijos y crearon una nueva civilización, en la que un pedazo de polietileno, un cuchillo o una gallina se consideraban los bienes más preciosos. El
homo sapiens
se adapta con rapidez y regresa al estado de troglodita instantánea y fácilmente.

La pausa se alargaba. Los troncos de abedul crepitaban en la chimenea. Uno de los guardaespaldas se rascaba sonoramente. La vieja miraba con odio a Ilona, que no paraba de bostezar. Glybov se pegó un manotazo en el cuello para matar un mosquito.

Finalmente, el jefe se aclaró la voz y clavó la mirada —unos ojos amarillentos, temibles— en Gosha Degot. Luego habló:

—Tú. Escucha bien.

Gosha enderezó los hombros. El viejo movió la mandíbula y dijo:

—Yo sé quién soy. Vivo en bosque, mastico bardana, como corteza de abedul. Soy sucio, salvaje, tengo piojos en pelos. Ayer era así, y mañana así será.

Gosha asintió con la cabeza.

—Pero yo —continuó con orgullo el viejo— tierra por mermelada no cambio. ¿Entiendes?

—Sí.

—Muy bien, ahora largarse de aquí.

—Es inútil —dijo Gosha.

Pero Fediay, el castaño, que vigilaba la entrada, ya había puesto en su hombro una enorme mano, dando a entender que la audiencia había terminado.

De camino al todoterreno los delegados intercambiaron miradas.

—No has tenido suerte —dijo Musa a Ilona.

Ésta se echó a reír.

—El abuelo no era difícil —musitó Gosha—, pero esa vieja tonta lo ha estropeado todo.

—Exacto —dijo Musa, rompiendo en risotadas.

—Vale. —Glybov escupió—. No hemos convencido al viejo, vayamos a ver al joven. ¿Dónde podemos encontrarlo?

—Silencio —ordenó Gosha con voz asustada—. No gritéis. Me vais a estropear toda la diplomacia. El joven está en el bosque. Para eso es joven, para andar corriendo por el bosque. Sólo que ahora la conversación tendrá un tono un poco distinto.

Se dirigieron hacia allá. A Ilona la llevaron aparte, en el maletero. Toda su vida, desde la infancia, se había alimentado solamente de pulpa de tallo, y ahora, privada de su alimento habitual, poco a poco se estaba volviendo loca. No entendía en absoluto para qué habían ido allí. Nadie sabía qué hacer con alguien como ella. Mientras la pulpa se consideraba inofensiva, el nanogobierno, de una manera atenta e inteligente, aceptaba la existencia de los herbívoros terminales. Pero cuando la odorífera ciudad de Moscú se convirtió en un manicomio, varios millones de seres abúlicos, hombres y mujeres totalmente alejados de la realidad, se quedaron colgados en el vacío. La pulpa concentrada dejó de estar a la venta; la cruda no era suficiente para abastecer a todos. Físicamente eran totalmente sanos, pero cientos de personas psicológicamente destrozadas se suicidaron, miles se volvieron locas, y cientos de miles se dieron a la bebida. Los más fuertes, los que por naturaleza tenían un sistema nervioso más resistente, intentaron volver a la vida normal. Pero no había dinero y nadie tenía intención de ayudarlos, darles de comer y buscarles una colocación. Musa contó cómo había conseguido que la junta de una cárcel de deportados soltara a Ilona después de muchas combinaciones de «amistades», y creía que con eso había hecho un bien.

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