Decidió sacar algún tema de conversación para evitar las preguntas indiscretas de su amiga.
—¿Sabes? Hoy por la tarde una niña de nueve o diez años se ha dedicado a mirarme durante media hora por lo menos. No entiendo lo que pasa. Las leyes contra la pornografía infantil son cada vez más estrictas, pero no hay vigilantes que prohíban la entrada de un niño en una galería para adultos.
—Estamos considerados patrimonio artístico, Marcus, ya lo sabes. Los niños pueden ver el
David
de Miguel Ángel de igual forma que pueden ver
¿Quieres jugar conmigo?
de Kate Niemeyer. Lo contrario sería agravio comparativo.
—Sigo pensando que con los niños se debería hacer algo —insistió Marcus—. No me gustan como espectadores, pero menos aún como cuadros. No debería permitirse ningún cuadro menor de trece años.
—¿A qué edad empezaste tú?
—Bueno, pongamos menor de doce.
Sieglinde se echó a reír. Después dijo:
—La verdad es que el tema de las obras menores de edad es difícil. Si las prohíbes, tendrías que prohibir también la aparición de niños en películas y obras de teatro, por ejemplo. Y piensa en los anuncios. A mí me parece mucho más indecente usar el cuerpo de un niño para vender toallitas higiénicas que pintarlo y colocarlo inmóvil como obra de arte. Creo que... ¡Eh! ¿Me estás escuchando?
Marcus no respondió.
Brenda estaba allí, de pie entre dos columnas.
Saludó a Marcus con un gesto de la cabeza y él respondió con una sonrisa. Su corazón latía con fuerza, como si en lugar de bajar la escalera se hubiera dedicado a subirla de tres en tres peldaños.
—Hola —dijo Marcus acercándose.
La chica volvió a mover la cabeza. No miraba a Marcus sino a su acompañante. Weiss se vio obligado a iniciar las presentaciones.
—Ésta es Brenda. Brenda, te presento a Sieglinde Albrecht. Sieglinde puede darte un par de lecciones sobre cómo ser un exterior estacional y que te compren.
—¿Eres cuadro también? —preguntó Sieglinde con una sonrisa franca, enarcando unas cejas de las que carecía por completo y mirando a Brenda de arriba abajo.
—No —dijo Brenda.
—Pues deberías serlo. Te comprarían rápidamente, fuera cual fuera el pintor.
A Marcus le deleitó percibir en el tono de su amiga un leve acorde de celos.
—Brenda, por favor, disculpa la mente perversa de Sieglinde —bromeó.
—¡Eh, que ha sido un piropo, idiota! —lo golpeó Sieglinde con la palma de la mano.
Brenda parecía una muñeca que hubiera recibido la escueta instrucción de asentir con la cabeza y sonreír a todo lo que se decía. Weiss pensaba que no necesitaba hablar: el discurso de su rostro era prodigioso.
—Brenda no es un cuadro —explicó—, aunque lo parezca... Es algo así como... una marchante.
—Oh, asunto de negocios, pues. —Jovialmente, Sieglinde estampó un beso en los labios de Weiss. Después guiñó a Brenda uno de sus ojos sin pestañas—. Entonces creo que os voy a dejar solos para que negociéis tranquilamente. Nos vemos pasado mañana, señor Weiss.
—Qué remedio, señorita Albrecht.
Aunque la galería abría al día siguiente y Sieglinde debía ir a trabajar, Marcus se tomaba los martes libres. Sieglinde ignoraba la razón de tan excepcional medida en un cuadro que aún no había sido vendido, pero sus aviesas preguntas al respecto habían chocado contra un muro de lacónicas respuestas y no se había atrevido a indagar más. Estaba segura, sin embargo, de que Marcus realizaba otro trabajo en un lugar mucho menos público (y más escandaloso) que Max Ernst.
El pelo de Sieglinde se convertía en un punto dorado al alejarse por Maximilianstrasse. Marcus apoyó suavemente una mano en la espalda de Brenda y la invitó a acompañarlo en la dirección opuesta. Era el último lunes de junio y la gente abarrotaba la calle.
—Pensé que no ibas a venir.
—¿Por qué? —preguntó Brenda.
Él se encogió de hombros.
—No sé. Supongo que ayer todo sucedió muy rápido. Oye, no te habrá molestado que le dijera a Sieglinde que eras marchante, ¿verdad? Algo había que decirle. Además, Sieglinde no es curiosa.
—Está bien. ¿Adónde vamos?
Marcus se detuvo y miró el reloj. Adoptó un tono de vaga improvisación, aunque en realidad lo había planeado todo la noche previa.
—¿Qué te parece si tomamos algo antes de cenar?
El sitio al que la condujo se llamaba La Minucia. Se encontraba en una bocacalle cercana a la galería, pero los cuadros y bocetos no lo frecuentaban tanto como los que flanqueaban la avenida, de modo que, con suerte, disfrutarían de un poco de intimidad. La Minucia lo vendía todo en pequeño: los licores venían en botellitas, como en las habitaciones de los hoteles, y los cubos de hielo tenían el tamaño de dados de póquer. Era autoservicio, y más allá de la barra (que llegaba a la cintura de una persona adulta) se distinguían una máquina de café expreso como una caja plateada de zapatos con tres palancas, anaqueles estrechos como zócalos, pizarritas que aconsejaban los platos del día en una caligrafía no apta para miopes y diminutas bombillas colgando del techo que, al llegar la noche, otorgaban aires de teatro de títeres a todo el lugar. La música de fondo era un solo de violín, afilado y trémulo. A partir de ahí, Gulliver pasaba al país de los gigantes y todo crecía inesperadamente: los camareros situados tras la barra eran de estatura más que normal y los precios de la carta superaban la talla media. Marcus sabía que La Minucia quedaba muy por encima de su presupuesto, pero no deseaba escatimar gastos con Brenda: deseaba impresionarla para que la chica supiera que él estaba acostumbrado a lo mejor.
Encontraron una esquina apartada con una mesa y un par de taburetes. Aunque su intención era comenzar con una cerveza, Marcus se decantó por imitar a Brenda cuando ella pidió whisky. Consiguió dos preciosas monerías de Glenfiddich y dos vasos de un hielo tan puro y reducido que parecía luz. Mientras se acercaba a la mesa con las bebidas dispuso de tiempo para valorar a la chica. Su opinión no varió mucho de la que había emitido la víspera. Ella era bastante delgada pero innegablemente atractiva y llevaba el pelo frondoso y rubio estrangulado en una cola que descendía por su espalda en forma de abultado pincel. Como vestuario, una chaquetilla y una minifalda azul oscuro (el día anterior habían sido blusa y pantalones cortos vaqueros). La ropa estaba arrugada y un poco descolorida, pero, por eso mismo, a Marcus le atraía más. Los tacones de los zapatos eran de aguja, una moda que a él nunca le parecía anticuada. Se dio cuenta de que no llevaba bolso. Tampoco medias. Quiso pensar que no llevaba nada más que lo que mostraba.
Cuando se sentó, descubrió que ella lo miraba sin sonreír.
Sus ojos azules sin destellos le recordaban algo que en aquel momento no podía precisar: eran puntos fijos, penetrantes. Puntos como estanques en miniatura de aguas negras.
—Y ahora —le dijo mientras le servía el Glenfiddich, sin apartar la vista de aquellos puntos—, vas a decirme la verdad.
—Siempre te digo la verdad —replicó ella.
Fue la primera vez que él supo con certeza que mentía.
Comenzaron las preguntas. La clientela que abarrotaba La Minucia se renovaba continuamente sin que él se percatara: estaba concentrado en el interrogatorio. Marcus era un cuadro viejo y nadie iba a engañarlo fácilmente, y menos con una muñeca como aquélla. Cuando se dio cuenta, el hielo liliputiense había licuado el sabor de su whisky. Ella tampoco había bebido mucho que digamos: se llevaba el vaso a los labios entre respuesta y respuesta, pero no parecía tragar. En realidad, no parecía hacer nada. Permanecía sentada cruzando sus bonitas piernas desnudas y mirando a Marcus mientras contestaba.
—¿Por qué han pensado en mí tus amigos para este trabajo?
—Ya te respondí a eso.
—Quiero oírlo otra vez.
—Están buscando figuras. Me han enviado a Munich para verte, ya te lo he dicho.
Hablaba perfectamente el alemán, pero Marcus no lograba identificar su acento.
—Eso no responde a mi pregunta.
—Supongo que les has gustado como cuadro, no lo sé. Tendrías que preguntarles a ellos. Yo estoy aquí, tan sólo, para intentar captarte.
Desde luego, la chica trataba de ser honesta. Marcus bebió otro sorbo de Glenfiddich. El violín de La Minucia inició un vals de cajita musical.
—Háblame otra vez de la obra.
—Tardará un mes en ser creada, no puedo decirte dónde. Después la venderán automáticamente. De hecho, se trata de un encargo. Tampoco podrás saber quién es el comprador, pero iréis al sur. Probablemente a Italia. Es una
acción
no interactiva de exterior. Dura cinco horas diarias y se prolongará hasta otoño.
—¿Cuántas figuras participan?
—No lo sé, es una pintura mural. Sé que hay figuras adultas y adolescentes. El tema es mitológico, creo.
—¿Habrá manchas o estará limpia?
—Estará limpia. Todos son modelos voluntarios.
—¿Niños?
—Sólo adolescentes.
—¿Edades?
—Mayores de quince.
—Bueno. —Marcus sonrió, inclinándose hacia ella. La cafetería se llenaba por momentos y le impedía hablar en voz baja desde cierta distancia—. Me has contado la excusa. Ahora quiero saber la verdad.
—¿A qué te refieres?
—Adolescentes y adultos juntos en una
acción
mural que ya está vendida
antes
de haber sido pintada... Y, como avanzadilla, una chica enviada para «captarme». —Intentó sonreír con aires de lienzo astuto—. Escucha, llevo muchos años en el oficio. Me han pintado Buncher, Ferrucioli, Brentano y Warren. Tengo cierta experiencia, ¿sabes?
No abandonó la visión de aquellos ojos ni siquiera cuando levantó el vaso en vertical para beber hasta la última gota. Un alud de hielo sepultó su nariz. ¿Estaba un poco mareado? No lo creía.
—Te contaré algo. El verano pasado trabajé en un art-shock clandestino en Chiemsee. Nos pintaron en un taller de Berlín y nos compraron para exhibirnos tres días a la semana durante el verano en una finca privada a orillas del lago. Había cuatro figuras adolescentes y tres adultos, incluyéndome. —Marcus observaba la etiqueta colgada de su muñeca—. Fue una experiencia... ¿Cómo definirla? Creo que la palabra es «aterradora». Quiero decir, desde el punto de vista en que son aterradores los art-shocks. Pero existía cierto riesgo, claro. Una de las figuras no tenía más de trece años...
—Quieres más dinero —lo interrumpió Brenda.
—Quiero más dinero y más información. Déjate de rollos mitológicos. Desde tiempo inmemorial, las excusas más utilizadas por el arte han sido la mitología y la religión. El art-shock que hice en Chiemsee era supuestamente religioso, ¿te imaginas? —Tuvo un repentino acceso de risa, pero cuando vio que la muchacha no lo imitaba prefirió contenerse—. En el fondo, todo ha consistido siempre en mostrar desnudos y violencia, da igual que sean Miguel Ángel y la capilla Sixtina o Taylor Warren y su cueva de Liverpool. Ése ha sido siempre el arte mejor y más caro de todos. —Alzó el dedo índice para subrayar sus frases—. Diles a tus «amigos» que quiero información exacta sobre lo que tendré que hacer. Y también quiero firmar un contrato de límites prefijados y otro de exención de responsabilidades; no sirven de mucho cuando te acusan de haber hecho cosas con menores de edad, pero los artistas se llevan la peor parte si hay denuncias. Y quiero pruebas de que el cuadro será limpio y de que no habrá niños, ni voluntarios ni involuntarios. Y quiero el doble de lo que dijiste ayer: veinticuatro mil euros. Todo esto para empezar. ¿Me he explicado con claridad?
—Sí.
Después hubo un silencio. Marcus pensaba de repente, con amargura, que había hecho mal contándole lo del art-shock de Chiemsee. Ella iba a creer que sólo lo llamaban para hacer arte marginal, lo cual era cierto en parte. En sus buenos tiempos, Weiss había sido vendido en varios grandes originales hiper-dramáticos. Pero ahora casi todo su sueldo provenía de
encuentros
interactivos de tipo art-shock. Obras como el cuadro de Niemeyer (o el de Gigli, que prefería no mencionar) constituían mediocres excepciones.
—¿Nos vamos? —propuso.
Cuando salieron del café, casi todas las tiendas estaban encendidas. En los escaparates de las galerías que poblaban Maximilianstrasse lienzos tardíos seguían exhibiéndose en cuadros de dos o tres figuras. Las siluetas, el vestuario (o su ausencia) y el color se disputaban la atención de un público numeroso y heterogéneo. Cuadros para casi todos los bolsillos, desde los pobres diablos que hacían de bocetos de autores desconocidos a tres o cuatro mil euros cada uno, hasta las obras de los grandes maestros cuyo precio siempre se discutía durante una cena y cuyos lienzos dejaban de exhibirse pronto (nunca en escaparates) y eran conducidos hacia sus hoteles o casas alquiladas por personal de custodia. Muchachas con patines repartían catálogos de galerías aún más marginales y de retratistas expertos en cerublastina. Marcus coleccionaba toda la propaganda. Al llegar a la esquina del Nationaltheater, iluminado para una noche de estreno, se volvió hacia la chica y dijo:
—¿Y bien?
—Transmitiré tus peticiones a mis amigos y te responderé pronto.
Marcus se inclinó hacia su oído para hacerse escuchar por encima del tráfico. Entonces comprobó que Brenda no olía a nada. Es decir, olía a algo que era como un punto: líneas de olor que se entrecruzan (es imposible no oler a nada: siempre hay algo, una minucia, una mácula de aroma). Celebró aquella nueva característica. No soportaba la orfebrería nasal a que lo sometían algunas mujeres.
—No te pregunto sobre el trabajo sino sobre esta noche —matizó con sonrisa de seductor—. ¿Adónde te gustaría ir?
—¿Y a ti?
Conocía varios lugares que podrían haberle divertido. Algunos, como el
encuentro
interactivo de Haidhausen donde el visitante, fuera modelo o no, se transformaba en cuadro, resultaban atractivos. Sin embargo, la mano que apoyaba en la chaqueta de la muchacha pareció tomar una decisión por su cuenta.
—Estoy hospedado en un motel de Schwabing. No es un gran sitio, pero abajo hay un magnífico restaurante vegetariano.
—De acuerdo —dijo Brenda.
Tomaron un taxi, pese a que Marcus siempre cogía el metro en Odeonsplatz. El restaurante era pequeño y estaba lleno, pero Rudolf, el dueño y cocinero, sonrió al ver a Marcus y los instaló en una mesa apartada. Para el señor Weiss siempre había mesa y hasta una botella de vino, faltaría más, y a él le encantaba ser tan agasajado delante de Brenda. Pidió unos
strudels
de verdura y unos sabrosísimos espárragos de temporada. Durante la mayor parte de la comida habló de su afición al zen, la meditación y la comida vegetariana, y de cómo todo esto lo había ayudado a ser cuadro. Su budismo era
prêt
-
à
-
porter,
y él mismo lo reconocía, un mero artificio, una nadería con la que soportaba la vida, pero Marcus dudaba que hubiera alguien en el siglo XXI con creencias más profundas que las suyas. También contó varias anécdotas sobre pintores y modelos que hicieron que aquellos misteriosos y perfectos labios se distendieran aún más. Sin embargo, conforme fue pasando el tiempo, los temas de conversación se le agotaron. Era extraño en él, casi nunca le ocurría. Entre sus amigos tenía fama de hablador y poseía una excelente memoria para las anécdotas.
Ahora os contaré algo sobre una chica llamada Brenda a la que conocí en Munich.
«Si Sieglinde me viera...» Descubrió entonces que se sentía completamente loco de deseo por Brenda. Eso le irritaba, porque sabía que ella había sido enviada como «gancho», y él no sólo había mordido el anzuelo sino que se deleitaba paladeándolo. Pero había que reconocer que aquellos tipos, fueran quienes fuesen, habían acertado al elegirla: Brenda era la mujer más tentadora que había conocido en mucho tiempo. Su pasividad, su forma de mantener el misterio al tiempo que dejaba la puerta entreabierta, lo enardecían.
Amigos, os contaré qué clase de chica era.
Sin embargo, intentaba disimularlo. No quería que ella supiese que había conseguido demasiado pronto su propósito. Pero ¿acaso no lo sabía ya? Aquellos puntos en azul denso, ¿no lo miraban con cierto brillo burlón?