—Vamos —le dijo—, ya casi has llegado.
En lo alto del vehículo, Cooper había sacado a dos niños y a otra mujer. Miró hacia abajo y contó otras siete personas, que seguían esperando. También vio un cadáver. Era Keith Peterson. Yacía bocabajo en el suelo, aplastado por los demás a causa del impacto súbito del accidente.
Jack subió al camión para ayudar a bajar a los niños. Mientras guiaba a más supervivientes hacia la furgoneta, Cooper le gritó más instrucciones.
—Ponte al volante.
—No puedo —contestó Jack desesperado—. No sé conducir.
—¿Te estás quedando conmigo?
—¿Crees realmente que iba a bromear en un momento así? —le chilló, pisando con fuerza los dedos de un cadáver que intentaba alcanzar a los supervivientes a los que estaba ayudando a entrar en la furgoneta.
—Entonces encuentra a alguien que sepa —ordenó Cooper—, y hazlo ya, nos tenemos que poner en movimiento.
—Yo lo haré. —La primera mujer que habían rescatado se presentó voluntaria; la voz le temblaba a causa de los nervios—. Me tendrás que decir adónde vamos, porque yo no puedo...
—¿Cómo te llamas?
—Jean —contestó—. No sé si puedo...
Jack no estaba interesado.
—Ponte delante y ya te diré cuando estemos listos para irnos —le ordenó, empujándola hacia delante—. Sigue las rodadas. Sabrás hacia dónde hay que ir.
Jean se encaramó al asiento del conductor, reculando cuando un cadáver golpeó contra la ventanilla con su puño putrefacto. Levantó la mirada y se quedó helada. Una multitud densamente apelotonada de caras grotescas y muy descompuestas la estaba mirando, con los ojos cargados de dolor y odio. Se miró los pies, buscando algún punto en el que fijar la vista excepto delante, y luchando por mantener el control y no dejarse llevar por el pánico. Las malditas cosas estaban golpeando los cristales a su alrededor, cubriendo los vidrios de manchas y marcas.
—El último —gritó Cooper desde lo alto del camión.
Segundos después apareció el último superviviente, medio bajando y medio cayendo hacia la furgoneta. Cooper iba justo detrás de él.
—Dile que tire hacia delante para que podamos cerrar las puertas —ordenó.
—Adelante, Jean —repitió Jack.
Obligándose a levantar de nuevo la mirada, Jean apretó con suavidad el acelerador y empezó a avanzar con lentitud, penetrando gradualmente en la multitud putrefacta. En cuanto se encontraron a suficiente distancia de los restos del camión, Cooper saltó y se metió en la furgoneta. Tiró de las puertas para cerrarlas a sus espaldas y se abrió camino hasta la parte delantera.
—¡Adelante! —le ordenó, señalando la dirección en la que quería que se moviera—. ¡Sólo sigue adelante!
De vuelta en el centro del campo, Michael estaba sentado nervioso detrás del volante de la autocaravana, intentando que las ruedas encontrasen agarre y pudieran avanzar.
—Esto no va bien —le comentó en voz baja a Emma, que se encontraba justo detrás de él—. Creo que deberíamos ir y...
Se calló cuando vio la furgoneta pasando por encima de la cresta e iniciando un descenso peligrosamente rápido y poco controlado hacia el campo, precipitándose a través de la masa de cuerpos harapientos. La furgoneta pasó a su lado, y Cooper, con la cara apretada contra la ventanilla, le hizo gestos a Michael para que lo siguiera. Steve Armitage aceleró detrás de la furgoneta; el único camión penitenciario que quedaba lanzó nubes de nocivos gases de escape hacia el aire matinal, que ya estaba polucionado por el hedor rancio de los muertos. Presa del pánico, Michael apretó de nuevo el acelerador y otra vez más, pero seguía sin tener tracción.
—Inténtalo con una marcha diferente —sugirió Donna, agarrándose a un clavo ardiendo.
Michael hizo lo que le había dicho, y la autocaravana se caló; se deslizó hacia delante y se detuvo con un cadáver bajo una de sus ruedas traseras. Michael arrancó de nuevo el motor y lo revolucionó aún más. A través de una combinación de una marcha más alta y el cuerpo bajo los neumáticos, finalmente la autocaravana empezó a avanzar.
Detrás de una altura pequeña y prácticamente invisible, oculta por completo a la vista desde casi todas las direcciones, había una rampa que bajaba hasta una enorme puerta gris, oscurecida por su posición en relación con el suelo. Los cuerpos se arremolinaban alrededor de los tres vehículos con una energía y malevolencia frenéticas, espoleados de nuevo por otro estallido repentino de ruido y actividad.
—¡Toca el claxon! —chilló Donna en cuanto vio la puerta—. Avísales de que estamos aquí.
—Eso es un jodido búnker —replicó Michael—. Difícilmente nos van a oír, ¿no te parece?
—¿Tienes alguna idea mejor?
Michael dejó caer el puño sobre el claxon. Steve Armitage hizo lo mismo, al igual que la mujer que conducía la furgoneta.
El aire se llenó con el ruido, y ese ruido siguió espoleando a la enorme multitud hasta hacerlos alcanzar una furia incontrolable. Michael detuvo la autocaravana a sólo unos metros de la entrada oculta.
—¿Y ahora qué? —preguntó—. Por el amor de Dios, ¿qué se supone que tenemos que hacer ahora?
Desde todas las direcciones, las criaturas horribles se abalanzaban sobre los tres vehículos, luchando entre ellas para acercarse, destrozándose las unas a las otras, presionando contra el metal y los vidrios, y golpeando con sus puños putrefactos una vez y otra y otra.
—Sigue con el ruido —le indicó Cooper a Jean—. Eso los distraerá.
El soldado pasó junto a Jack y el resto de supervivientes, apretados en la parte trasera de la furgoneta, abrió la puerta trasera y empezó a salir.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó Jack.
—Hacerles saber que estamos aquí —respondió—. No puedo creer que esos jodidos idiotas no nos hayan visto ya.
Tenía medio cuerpo fuera de la furgoneta cuando se detuvo, alejó a un cadáver de una patada y se volvió a meter dentro, cerrando la puerta a sus espaldas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jack, incapaz de ver nada a través de la masa de cadáveres en aumento que les rodeaba.
Sin previo aviso, finalmente las pesadas puertas de entrada al búnker se empezaron a abrir. Los dos lados de la barrera iniciaron su separación con una gran lentitud, y en cuanto apareció un hueco lo suficientemente grande salió una oleada de soldados cubiertos con trajes de protección, que ocultaban hasta el último centímetro de los cuerpos y las caras. Apuntaron sus armas hacia la multitud y empezaron a disparar, empujando hacia atrás a los cuerpos. El espacio que dejaba cada cadáver caído era ocupado inmediatamente por muchos más.
Sin esperar instrucciones, en cuanto hubo espacio suficiente, Michael aceleró entre la furgoneta y el camión, y penetró en la base. Era inmensa, una vasta caverna gris iluminada con luz artificial, tan brillante como el día en el exterior. Nunca había visto nada igual. El camión penitenciario siguió a la autocaravana, con la furgoneta justo detrás. Cooper miró desanimado a su alrededor cuando iniciaron el descenso; su agotamiento y alivio se vio rápidamente sustituido por una inquietud incómodamente familiar.
El sonido de los disparos siguió llenando el aire mientras los soldados con trajes de protección cerraban las puertas y expulsaban a los últimos cuerpos que se habían conseguido colar, utilizando una excavadora para recoger y tirar los restos hacia fuera antes de volver a sellar la entrada de la base.
Aún sentados en sus vehículos, Michael, Emma, Donna, Jack, Bernard y el resto de los supervivientes contemplaron incrédulos el hangar. Sólo Cooper bajó. Se colocó delante de la furgoneta y levantó las manos. Las incontables armas que, momentos antes, habían apuntado a los cuerpos en el exterior, se dirigían directamente contra él.
Uno de los soldados dio un paso al frente. Cooper bajó lentamente las manos y dio también un paso al frente para encontrarse con él.
—¡Señor! —dijo bruscamente, saludando y adoptando la posición de firmes. No podía ver quién había detrás de la máscara protectora del soldado.
—¿Cooper? —preguntó el oficial sin rostro. A pesar de que su voz quedaba amortiguada y distorsionada por el pesado aparato de respiración, su sorpresa era clara—. ¿Dónde demonios has estado, soldado? Creíamos que hacía tiempo que te habías ido. Bienvenido.
Bajaron las armas.
Bajo una escolta armada permanente, los supervivientes fueron introducidos en una habitación al lado de la cámara de descontaminación. Su alivio y euforia iniciales se desvanecieron con rapidez y fueron sustituidos por el nerviosismo y la incertidumbre. Estaban atrapados, pero seguros. Exhaustos y vacíos, se sentaron mirando al vacío. Unos pocos afortunados consiguieron dormir.
Emma estaba tendida en un duro banco de madera, con cabeza descansando en el regazo de Michael. Miró su cara cansada y se preguntó qué pasaría a continuación. ¿Alguien en esta base sería capaz de responder a las preguntas que ambos se habían planteado desde la primera mañana de esta pesadilla? ¿Alguien sería capaz de explicarles qué le había ocurrido a su mundo?
Mientras pasaban lentamente las horas, fueron dando cabezadas. Aunque seguían incómodos e inquietos en este entorno nuevo y extraño, por primera vez Emma fue capaz de moverse y hablar sin temor a ser perseguida y atacada por cuerpos feroces. No importaba lo bien entrenados que estuvieran, estos soldados, con sus armas y sus máscaras, no resultaban ni mucho menos una amenaza, en comparación con lo que quedaba de la población muerta en el exterior. Esas personas, o al menos eso esperaba, eran racionales y conservaban el control. Los millones de cuerpos en descomposición en la superficie, no.
Con el objetivo de ahorrar energía, se apagaron las luces principales de la habitación y en su lugar aparecieron unas luces de emergencia de un color amarillo apagado. Emma se hizo un ovillo con Michael y esperó en silencio a que llegase el día siguiente. Aunque no estaba completamente segura, creía que iba a ser viernes. Casi cuatro semanas desde que todo había empezado. Casi dos semanas desde que habían perdido la granja. Quizá el día siguiente sería el día en el que todo volvería a tener sentido.
En los brazos del hombre que lo significaba todo para ella, y rodeada por más supervivientes de los que creía que vería jamás, Emma se relajó, durmió y empezó a sentirse de nuevo humana.