Estaban acabando con las criaturas con una facilidad pasmosa: los movimientos letárgicos, las reacciones lentas y la debilidad comparativa de los cadáveres no era rival para la fuerza y la coordinación incluso del superviviente más cansado y en peor forma. En menos de cinco minutos, la zona de recepción estuvo limpia.
—Buen trabajo —alabó Croft, limpiándose las salpicaduras de fluidos. Respiraba con fuerza. Paul estaba complacido consigo mismo, sorprendido por la forma en que acababa de luchar—. Maldita sea —continuó—, no eran nada, ¿no os parece? Dios santo, habría destrozado a un millar de ellos...
—Sólo si esperan en fila y se presentan uno a uno —le recordó Bernard, limpiándose las manos en una cortina. El también se sentía más confiado después de haber luchado.
—No deis por hecho que éstos eran todos —intervino Cooper—. Es probable que haya más por el edificio. Sigamos adelante y no bajéis la guardia.
—¿Ahora hacia dónde? —preguntó Steve, limpiándose las manos en la parte trasera de los pantalones.
Cooper hizo un gesto hacia una placa de metal en la pared.
—Habitaciones del jurado —contestó. Su respuesta fue correspondida con miradas interrogativas—. Los jurados asisten a los juicios —explicó— y éstos tienen lugar en salas de vistas. Los prisioneros ocupan el banquillo en las salas...
—¿Y? —presionó Steve, que no era el más listo.
—Y los prisioneros deben ir de los vehículos penitenciarios a los banquillos, ¿o no? Atravesaremos el edificio para llegar a la parte trasera.
Después de abrirse paso a través de las espaciosas y desiertas salas destinadas a los jurados, de pasillos y escaleras de conexión, y de una sala de vistas enorme y grandiosa, los seis hombres pudieron recorrer en sentido inverso el camino que conducía hasta el banquillo y al final se encontraron en la entrada de las celdas en lo más profundo de las entrañas del complejo. Los otros cinco se quedaron quietos y contemplaron con ansiedad cómo Phil Croft extendía los brazos a través de las barras y forcejeaba para retirar un manojo de llaves del cinturón de un celador que llevaba mucho tiempo muerto y que estaba tendido en el suelo al otro lado de la reja, justo al alcance de la mano. Croft acercó a rastras el cuerpo del guardia y finalmente consiguió soltar las llaves. Se puso en pie y empezó a probarías para abrir la barrera metálica que les impedía seguir avanzando.
—Vamos —exclamó Paul ansioso. Oía movimientos en otras partes del edificio.
—Voy tan rápido como puedo —chilló Croft mientras probaba sistemáticamente todas las llaves.
Las manos le temblaban a causa de los nervios, pero con un
clic
muy esperado y un ruido sordo y pesado, la séptima llave abrió la puerta. Cooper pasó a su lado y avanzó con rapidez por un pasillo estrecho que conducía a una zona de oficinas con un mostrador de recepción a la altura del pecho justo enfrente. Allí, decidió, era donde probablemente registraban a los detenidos que entraban y salían de los juzgados. Pasillos secundarios salían a izquierda y derecha. A su derecha se encontraban las celdas, a su izquierda la salida. A través del grueso vidrio de la ventanilla de la puerta de salida pudo ver una zona amplia y abierta que le recordaba al hangar de transporte de la base subterránea de la que procedía. Debía de ser el muelle de carga.
—Por aquí —indicó.
De repente, un cuerpo solitario se arrastró a través de una puerta abierta y se precipitó sobre él. Con un movimiento rápido e instintivo, Cooper cerró el puño derecho y lanzó un potente golpe contra la detestable criatura, acertándole de lleno en la cara. Durante un momento, la cosa permaneció en pie y se tambaleó delante de él; sus rasgos putrefactos, ya magullados y destrozados, habían quedado prácticamente irreconocibles por la fuerza del puñetazo. A medida que una sangre negra y pegajosa empezaba a manar del agujero donde había estado la nariz, la criatura se desmadejó y cayó al suelo. Cooper se limpió la mano, que le escocía, y condujo a los hombres hacia la salida.
La puerta que conducía del pasillo al garaje y al muelle de carga estaba entornada y se mantenía abierta por el torso de otro cadáver que había caído y muerto unas semanas antes. Cooper pasó por encima del cuerpo y bajó corriendo un corto tramo de escalones de hormigón.
—Cierra la puerta —le gritó Jack a Bernard, que cerraba la marcha—. Evitemos que entre alguno de ellos.
Bernard obedeció, haciendo una mueca de disgusto mientras arrastraba el cuerpo que obstruía la puerta y después cerrándola de golpe. Jadeando con nerviosismo, se recostó en la puerta para recuperar el aliento. Pasaron bastantes segundos hasta que consiguió levantar la cabeza y echar un vistazo al muelle de carga. ¿Habían valido la pena los riesgos que habían corrido para llegar allí?
—¿Estás bien, Bernard? —preguntó Croft.
La pregunta del médico hizo que levantara la mirada. Asintió, se enderezó y avanzó unos pocos y cansados pasos hacia la zona principal del garaje. Había tenido la esperanza de verlo lleno de furgonetas penitenciarias y otros vehículos similares, pero quedó desilusionado. Que pudiera ver, había dos camiones blancos; uno lo suficientemente largo para tener varias puertas y una fila de pequeñas ventanas cuadradas a un lado, y el otro la mitad de largo que el primero, y una sola furgoneta de la policía. Steve Armitage ya estaba subiendo a la cabina del camión más largo, instalándose en el asiento y comprobando los controles.
—¿Lo puedes conducir? —preguntó Cooper.
Steve se lo quedó mirando y frunció el ceño.
—Si conseguimos arrancarlo, lo sabré conducir —contestó ofendido.
Bernard empezó a comprobar la situación del camión más pequeño, mientras que Croft concentró su atención en la furgoneta. Descubrió a su último conductor muerto al volante, derrumbado hacia delante con la cara congelada con una expresión grotesca de dolor insoportable. La barbilla del cadáver y la mayor parte del salpicadero de la furgoneta estaban cubiertos de gotas de sangre coagulada. El médico dio un paso atrás y se quedó mirando la penosa escena, intentando durante un momento imaginar el dolor y el terror que había debido de sufrir aquel desgraciado mientras se asfixiaba hasta morir. Mientras empezaba a tirar del cadáver, rígido y difícil de sacar, se vio sorprendido por los sonidos repentinos de los cadáveres que empezaban a golpear contra la parte exterior de las grandes puertas de metal del muelle de carga, porque las voces y la actividad de los supervivientes los habían alertado de su presencia. Por mucho que hubiera sufrido el cuerpo que estaba arrastrando, pensó, al menos el tormento del hombre ya había pasado. Para las criaturas desesperadas que se seguían moviendo (y también para él mismo y para los demás supervivientes) el miedo, la confusión y la desorientación parecía que seguirían de forma indefinida.
Cooper abandonó el muelle de carga y corrió de regreso a la recepción, que habían atravesado sólo unos minutos antes, buscando las llaves de los vehículos que habían encontrado. Atenazados entre los dedos de otro cuerpo cubierto de polvo y desmadejado en el suelo de una oficina pequeña, detrás del alto mostrador de recepción, encontró la llave de un delgado armario de metal colgado de la pared. Dentro del armario se encontraban las llaves de las puertas, de los cajones, de los escritorios y muchas otras de formas y tamaños muy diversos. Cogió todas las que parecían que podrían pertenecer a un coche, camión o furgoneta y corrió de regreso al muelle de carga.
Después de sacar a rastras el cuerpo de la furgoneta, Croft se concentró en intentar arrancar el motor. Afortunadamente había encontrado las llaves que necesitaba en la alfombrilla entre los pies del cadáver. Se sentó en el asiento del conductor y probó el arranque. Tras un mes de inactividad no tenía demasiadas esperanzas de que ninguno de los vehículos arrancase a la primera.
—Dios santo, ¿los puedes oír? —preguntó Paul ansioso.
Croft le echó una mirada y después miró a través del parabrisas hacia las puertas del muelle de carga. Intentó imaginar el tamaño de la multitud que golpeaba el otro lado de la pesada persiana metálica. Podía ver cómo ésta vibraba y se sacudía en su marco.
—Por supuesto que los puedo oír jodidamente bien —respondió, forzándose a concentrarse en arrancar de nuevo la furgoneta—. Lo que es peor, ellos nos pueden oír a nosotros.
Giró varias veces la llave en el contacto. El motor empezaba a girar, pero cada vez moría de forma lastimosa. Sus últimas palabras le seguían dando vueltas en la cabeza mientras lo intentaba una y otra vez con la llave. El ruido que iban a hacer para llevar esos vehículos de regreso a la universidad iba a ser ensordecedor. La realidad de la situación se estaba revelando con rapidez. Estaba claro que incluso sin motores, el ruido que ya habían hecho había sido suficiente para atraer a muchos cuerpos al otro lado de las puertas del muelle de carga, y él sabía que muchos otros les seguirían. Si tardaban demasiado, quedarían rodeados. Sus opciones parecían cada vez más reducidas: salir en la furgoneta y los camiones o no salir.
Bernard había tenido más éxito con el camión pequeño. Después de encontrar la llave en la colección que Cooper había sacado de la oficina, probó el motor un par de veces antes de que, al tercer intento, éste traqueteara y cobrara finalmente vida, llenando el muelle de carga con un ruido sordo
y
mecánico, y expulsando nubes de gases de un color negro sucio a ras del suelo. Nunca el olor a monóxido de carbono había sido tan bienvenido, pensó el profesor universitario mientras aceleraba el motor.
—No dejes que se muera, Bernard —le gritó Cooper—. Mantenlo en marcha.
Momentáneamente eufórico, Bernard se quedó mirando cómo la aguja del depósito empezaba a subir con lentitud por el dial y se detenía un poco antes de la marca de tres cuartos de depósito. Aceleró el motor una y otra vez para mantenerlo vivo. Incluso por encima de su rugido ronco podía oír cada vez más cuerpos golpeando las puertas desde el exterior.
—Bernard —chilló Steve—, ven aquí. Ponlo delante de mí y vamos a arrancar éste.
El camionero también había conseguido localizar las llaves del vehículo que había escogido. Contempló desde la cabina cómo Bernard conducía lentamente el camión pequeño hacia delante y después torcía frente a él. Steve bajó y corrió hacia una zona en la esquina más alejada a la derecha del muelle de carga, que parecía que se había usado como garaje improvisado o como taller. Consiguió localizar un juego de pesados cables de arranque y volvió corriendo hacia los camiones, abrió los capós y empezó a trabajar.
Paul dio un codazo suave a Croft, que seguía intentando sin éxito arrancar el motor de la furgoneta.
—Ponte a la cola —le sugirió—. Espera hasta que hayan conseguido poner en marcha el otro camión y después deja que hagan lo mismo con la furgoneta.
Croft asintió. Le hizo un gesto a Castle para que se pusiera a un lado y después soltó el freno de mano, permitiendo que la furgoneta se desplazase lentamente unos pocos metros hacia delante. Giró el volante y guió el vehículo lo más cerca que pudo de los camiones.
Diez minutos después los tres vehículos estaban en marcha. Los seis hombres se encontraban juntos en medio de un muelle de carga que se estaba llenando de humo, y con rapidez decidieron su estrategia de salida. Por mucho que en los últimos tiempos la universidad había parecido la más fría, incómoda e impersonal de las prisiones, en ese momento todos querían volver a ella con desesperación.
—¿Esperamos? —preguntó Bernard—. ¿Deberíamos apagar los motores y esperar a que desaparezcan algunos de los cuerpos?
—Ni hablar —respondió Croft con rapidez—. Tendríamos que salir ahora mismo. La cantidad de ruido que hemos hecho habrá atraído a centenares. Tardarán días en desaparecer.
—Tienes razón —asintió Cooper—. No vamos a ganar nada apagándolos.
—¿Podremos meter a todo el mundo? —se preguntó Jack, pensando en voz alta. Se quedó mirando los tres vehículos e intentó visualizar cómo iban a embutir en ellos a los supervivientes y sus pertenencias.
—Tendremos que hacerlo —replicó Croft, su voz rotunda y abrupta—. Yo no voy a volver aquí.
Los golpes y el repiqueteo al otro lado de la puerta del muelle de carga prosiguió incansable; el ruido era un lúgubre recordatorio de que antes de que pudieran pensar en salir de la ciudad, primero tenían que salir del edificio de los juzgados. Cooper atravesó el muelle de carga y estudió las puertas. Haciendo lo posible para no pensar en los golpes constantes y violentos que procedían del exterior, se agachó y examinó el mecanismo de cierre. Las puertas eran de acordeón, y en cuanto consiguieran abrirlas se deslizarían hacia la izquierda. Igualmente ansioso por salir y ponerse en marcha, y sintiéndose cada vez más inútil y prescindible porque no sabía conducir, Jack también empezó a estudiar los cierres.
—Dios sabe cómo vamos a conseguir que esto se abra —comentó—. Debían de ser portones eléctricos. Habrá que empujarlas con fuerza para conseguir que se muevan sin electricidad.
—Lo podemos hacer —contestó Cooper—. Abriremos los cierres y soltaremos cualquier freno que podamos ver, después las forzaremos.
—¿Forzarlas con qué?
—Con uno de los camiones si es necesario, ¿qué más tenemos?
Se tendió en el suelo y miró la parte inferior de la puerta. La luz se filtraba desde el exterior y quedaba intermitentemente bloqueada por los movimientos constantes de la masa de cuerpos que merodeaban al otro lado. Con la mano extendida, Cooper intentó palpar el mecanismo de la puerta y comprender cómo funcionaba. Podía tocar un riel hundido en el hormigón, y dedujo que tenía que haber algo similar en la parte superior. Se puso en pie y volvió su atención al cierre, que Croft seguía examinando con atención.
—¿Crees que lo podrás abrir? —preguntó.
—¡Si lo golpeo con fuerza suficiente puedo abrir cualquier cosa! —sonrió el médico.
Steve apareció a su lado con varias llaves inglesas, llaves de tubo y otras herramientas.
—Las he encontrado por allí —comentó, haciendo un gesto hacia la zona del muelle de carga donde había encontrado antes las pinzas de arranque.
Cooper cogió una de las llaves inglesas más pesadas y empezó a golpear el cierre. Croft dio un paso atrás. El ruido que estaba haciendo el soldado era ensordecedor, y las implicaciones resultaban obvias.
—Subid a los vehículos —gritó Jack a los demás. Como único no conductor, sentía el deber de trabajar en la apertura de las puertas—. Cuando lo consigamos habrá miles de estos bastardos que entrarán en tromba.