Richard blandía un palo de billar como si fuera una espada de samurái; golpeó en el cuello a otro cadáver y lo derribó. Phil Croft se atrevió a avanzar un poco más, intentando abrir camino para el soldado con una horca de jardín; se estremeció de asco cuando le atravesó el pecho a una mujer muerta. Con la culata del fusil, Cooper golpeó la mandíbula de un cadáver, que se tambaleaba en su camino, antes de pasar junto al médico y desaparecer en el interior del edificio. Richard se encontraba justo detrás de él.
—Está dentro —gritó Donna, intentando arrastrar a Croft (que seguía intentando arrancar su horca del cadáver atravesado) hacia el interior—. ¡Cierra la maldita puerta!
Croft tiró la horca y corrió de regreso a la puerta. Dos muertos, que se habían colgado de él con sus manos putrefactas y engaritadas, trataron de retenerlo, y los arrastró al interior, penetrando por el estrecho pasillo gris antes de intentar librarse de su despiadada sujeción. Cuando Donna cerró la puerta con llave, Richard Stephens agarró al más cercano de los dos cadáveres y lo apartó.
—Mierda —maldijo mientras mantenía a la criatura fuertemente agarrada por las delgadas muñecas y se quedaba mirando el rostro pálido e inexpresivo. Su mirada vacía lo dejó helado hasta los huesos. La carne putrefacta de las muñecas tenía el tacto de la masilla húmeda bajo la fuerza de sus manos, que aumentó de forma instintiva y nerviosa.
—Líbrate de él —propuso Croft.
Antes de que nadie pudiera reaccionar, Cooper apartó el cuerpo de Richard y lo empujó contra la pared. Levantó el fusil y le metió una sola bala en la cabeza, justo entre los ojos. Mientras el cadáver se deslizaba por la pared (dejando tras de sí un rastro de sangre de color rojo muy oscuro y fragmentos de huesos astillados), el soldado se dio la vuelta e hizo lo mismo con el segundo cuerpo. Los restos de un vicario muerto cayeron a sus pies.
El sonido del último disparo despertó el eco a lo largo del pasillo y se perdió en la distancia, sólo para que lo sustituyera el ruido del golpeteo incesante, cuando la horda de cuerpos desesperados se empezó a precipitar contra el otro lado de la puerta, intentando alcanzar a los supervivientes que se encontraban dentro.
—Entonces, ¿de dónde demonios vienes tú? —exigió saber Nathan Holmes cuando el agotado soldado, Donna, Croft y los demás llegaron a la sala de reuniones.
—Una base a las afueras de la cuidad —respondió Cooper. Estaba de pie en medio de la gran sala, mientras la sangre y otros fluidos goteaban de su sucio uniforme—. Mirad, ¿hay alguna posibilidad de conseguir...?
—¿Fuiste tú el que disparaste ayer? —le interrumpió Nathan.
—Yo no, pero...
—Y el motor que oímos, ¿también fuiste tú?
Cooper asintió, exhausto. Comprendía por qué lo hacían, pero ese interrogatorio repentino era lo último que necesitaba.
—Fuimos nosotros.
—¿Nosotros?
—Eso es.
—Entonces, ¿dónde están los demás?
—Espero que de vuelta en la base.
—¿Y por qué estás aún aquí?
—Nos separamos.
—¿Cómo es que puedes respirar?
—¿Cómo es que puedes respirar tú? Supongo que sólo hemos tenido suerte.
—¿Los otros son inmunes?
Cooper negó con la cabeza.
—Lo dudo. No lo sé seguro. Yo lo descubrí por casualidad. Por favor, ¿alguien me pude explicar exactamente qué ha ocurrido? He estado fuera de circulación durante...
—¿No eres tú el que nos deberías explicar a nosotros lo que ha ocurrido? —replicó Donna. Atravesó la sala y se situó directamente entre Nathan y el soldado.
—No lo sé —contestó Cooper—. Ninguno de nosotros sabía nada. Oímos rumores, pero nada concreto.
—¿Qué rumores? —preguntó Jack Baxter, acercándose también.
—Como he dicho, nadie sabía demasiado. Oímos hablar de una enfermedad. Sabíamos que se había extendido y que probablemente había matado a miles, pero nada como lo que he visto ahí fuera.
—Entonces, ¿dónde estabas cuando ocurrió?
—¿Qué?
—Si no sabías que eras inmune hasta que llegaste aquí, ¿dónde has estado escondido las últimas semanas? ¿Cómo es que no se ha infectado el resto de vosotros?
—Estábamos en un búnker. Nos enviaron allí cuando empezó todo.
—Deberías dar gracias por no haberlo visto —intervino Bernard Heath en voz baja, y se sentó a poca distancia de los demás.
—¿Perdón?
—Decía que deberías estar agradecido de haber estado fuera de circulación cuando ocurrió —continuó Bernard—. Han muerto miles de personas, millones. Millones de personas cayeron muertas donde estaban. Dios santo, no tengo esperanzas de que ni siquiera mil personas sigan vivas.
—Entonces, ¿qué ocurre con los que están fuera? ¿Están...? —Cooper dejó que se perdieran sus palabras. No importaba lo que había visto en la calles, no se atrevía a plantear la pregunta que le había estado rondando por la cabeza desde que llegó a la ciudad.
—Están muertos —respondió Jack—, y si no lo hubiera visto con mis propios ojos no lo habría creído. Murieron la primera mañana. Un par de días después empezaron a moverse de nuevo.
—Pero eso es imposible.
—Ve a decírselo a ellos.
—No sabemos lo que lo ha provocado —intervino Phil Croft—. Para ser sincero, ni siquiera vale la pena pensar en ello. Ahora no le iba a servir de nada a nadie.
—¿Tú sabes lo que lo ha causado? —le preguntó Paulette a Cooper.
La mujer, habitualmente extrovertida, había estado pendiente de cada palabra de la difícil conversación, esperando respuestas. Su voz, normalmente alegre y enérgica, sonaba extrañamente baja y apagada. Cooper negó con la cabeza.
—No.
—Pero debes de tener alguna idea —protestó Bernard—. Debes saber por qué os enviaron al búnker. ¿No hicisteis preguntas?
—Órdenes son órdenes.
—Sí, pero ¿fuimos atacados? ¿O fue un accidente, o...?
—Realmente no lo sé —contestó Cooper—. Dudo que fuera un ataque directo, porque habríais visto u oído algo. Yo habría oído algo.
—¿Y qué pasa con la velocidad con la que se propagó? —preguntó Donna antes de que Cooper pudiera responder—. Yo estaba en la novena planta. Vi cómo atravesaba la ciudad matando a todo el mundo. ¿Cómo pudo ocurrir?
—Me estoy empezando a preguntar si no estaría ya aquí —intervino Croft—. No hay forma de que una enfermedad o un virus se puedan extender con tanta rapidez, ¿o no?
—Realmente no sé nada —suspiró Cooper—. Mirad, aquí estamos todos en el mismo barco. No tengo ninguna razón para ocultaros nada, y juro que si supiera algo, os lo diría.
Cansado, Cooper se derrumbó en una silla. Donna le entregó una botella de agua y empujó otra silla para sentarse frente a él. Su rostro mostraba una concentración intensa. Quería saber lo que había ocurrido tanto como los demás, pero tenía que plantearle otras preguntas. Su mente ya estaba trabajando de forma frenética, analizando lo que él había dicho y preguntándose si ese desconocido sería capaz de proporcionar cierta estabilidad y seguridad a su mundo, cada vez más peligroso. Parecía que había llegado a la ciudad desde un oasis protegido.
—¿Cuántos erais allí? —le preguntó.
Cooper dejó seca la botella de agua, se limpió la boca y se aclaró la garganta antes de responder.
—¿Dónde? ¿Cuántos estábamos ayer ahí fuera o...?
Ella negó con la cabeza.
—En esa base tuya. ¿Cuántos erais en la base?
—Unos dos centenares, creo. No estoy totalmente seguro. Como mucho trescientos.
—¿Y hay más? ¿Más bases?
El asintió.
—Se supone que sí, pero no sé si alguien consiguió llegar a ellas. Ni siquiera estoy seguro de dónde están. Se supone que hay una cerca de la capital.
—Debes de tener alguna idea.
—¿Por qué? Juro que no sabía dónde se encontraba nuestra base hasta que estuve en ella. Mira, se trata de ese tipo de sitios a los que no sabes que has llegado hasta que estás justo encima. He oído que algunos de estos búnkeres se encuentran en el centro de las ciudades, otros en lugares más lejanos. Dios santo, es posible que hayas vivido durante los últimos diez años al lado de uno y no sepas nada de él.
Phil Croft se sentó al lado de Donna.
—Entonces si pudiéramos llegar a tu base —empezó a preguntar, el tono de su voz era indeciso e inseguro—, ¿nos podrías facilitar el acceso?
—Estáis completamente locos si pensáis que me voy a enterrar bajo tierra con el ejército —estalló Nathan desde cierta distancia—. Completamente locos.
Croft lanzó una mirada rápida y decepcionada en su dirección, y después se volvió de cara al soldado.
—¿Nos dejarían entrar? —preguntó de nuevo.
Cooper no podía responder con seguridad.
—Podrían, pero también podrían no hacerlo. Dios santo, es posible que ni siquiera me dejen entrar a mí. Supongo que depende de si funciona el proceso de descontaminación. Yo salí de la base, pero no pude regresar, y éramos los primeros en salir a la superficie. Los demás que estaban conmigo es posible que no pudieran volver a entrar. Si no han podido eliminar todo rastro de contaminación, entonces los habrán dejado en la superficie. Por lo que sé, podrían haber dejado entrar lo que sea cuando salimos. Todo el maldito grupo podría estar muerto.
—¿Lo dices en serio? ¿Dejarían a alguien fuera de esa manera?
—Si estuviera contaminado.
—Para morir.
—Supongo. La vida de unos pocos frente a la vida de cientos. Resuelve la operación.
—¿Y sabías eso cuando te ordenaron que salieras?
—Nadie lo dijo claramente, pero no hace falta ser un genio para deducirlo, ¿no te parece?
—No me sorprende que no tengas prisa por volver.
—Forma parte del trabajo —replicó Cooper con tranquilidad—. Esos son los riesgos que corres. Es lo que aceptas cuando te alistas.
—¿Y sigues de servicio? —bromeó Croft.
El soldado negó con la cabeza.
—Lo he dejado —respondió inexpresivo—. Lo dejé en el momento que descubrí que podía seguir respirando. No hace falta pasar mucho tiempo aquí fuera para darte cuenta de que todo el planeta está jodido. Imagino que puedo aprovechar al máximo la poca libertad que me queda. En cualquier caso, lo más probable es que crean que estoy muerto.
Sin pensar en los peligros potenciales de encontrarse solo en el exterior, y con una sensación de engreída satisfacción que lo reconfortaba frente a la fría brisa de finales de otoño, Michael se agachó entre la hierba alta en la cima de una colina y contempló cómo otro camión lleno de soldados traqueteaba por el sendero cubierto de vegetación. Había vuelto a encontrar el camino a primera hora del día y lo había seguido a pie todo lo que se había atrevido antes de regresar a la seguridad relativa de la autocaravana. Emma y él habían conducido entonces hasta el punto en el que terminó su caminata. Michael tenía la sensación que estaban cerca de encontrar la base, y ver a las tropas en el transporte era una prueba de que se estaban acercando. Sintiéndose más optimista que en los últimos días, se dio la vuelta e hizo un gesto con los pulgares hacia arriba, como un saludo a lo que le parecía una victoria pequeña pero significativa. La luz de la tarde se estaba desvaneciendo y empezaba a llover con fuerza. Desde la calidez y la comodidad relativas de la auto-caravana, a poca distancia, Emma lo miraba y le devolvía el saludo, reconociendo su logro.
Antes de darse la vuelta y regresar al interior, Michael siguió mirando el camino durante un rato más. En ese momento un cuerpo andaba por allí, un cadáver solitario, patético, putrefacto y descompuesto que se arrastraba inútilmente detrás del transporte que hacía rato que había desaparecido. Michael contempló a la criatura solitaria con una mezcla de miedo, odio y lástima. Aunque habían permanecido lo más alejados posible de la devastación, entrar en contacto con los cadáveres era inevitable, ocurría todos los días. En los días inmediatamente posteriores a la muerte de millones de personas, habían analizado el cambio en el comportamiento de los muertos. Al principio, los espiaron desde la protección que les brindaba la granja, pero desde entonces habían visto cómo esos cambios seguían en aumento. Al principio, los muertos no eran más que cascarones vacíos, pero últimamente los cuerpos mostraban un mayor grado de emociones y control. Parecía como si sus cerebros hubieran quedado anestesiados por la enfermedad y el embotamiento se estuviera disipando poco a poco. Torpes, vacíos e insensibles al principio, en los últimos días daba la impresión de que los cuerpos habían desarrollado un propósito. La capacidad para interpretar y responder a estímulos básicos había sido lo primero, después algo parecido a las emociones básicas. ¿Les impulsaría la necesidad de protegerse? ¿Estaban buscando una forma de terminar con su dolor? Más recientemente, Michael había sentido una curiosidad malsana por los cuerpos, lo que con frecuencia se había manifestado en forma de ira y odio.
En el exterior hacía mucho frío y no estaba seguro. Corrió de regreso a la autocaravana.
—¿Y bien? —preguntó Emma después de dejarlo entrar, cerrar con llave y oscurecer la puerta a su espalda.
—Hay más —respondió sin aliento.
—Estamos cerca, ¿verdad?
Michael asintió y se sacudió el agua de la cara y el pelo.
—Debemos de estarlo.
Michael se quitó la chaqueta mojada y las botas embarradas. Una vez seguro en el interior, Emma se ocupó de lo que se había convertido en un ritual nocturno: cubrir cada una de las ventanas, respiraderos y puertas con tablas de madera y lonas negras. Sabían que el más leve resplandor de luz podía ser suficiente para atraer a los cuerpos. A Emma no le importaba la oscuridad. Le ayudaba a olvidar las condiciones en las que se veían obligados a vivir.
—Mañana por la mañana deberíamos intentar acercarnos aún más —propuso Michael en voz baja mientras se sentaba frente a ella en la pequeña mesa—. No importa lo que tardemos. Un paso cada vez...
—¿Y estás seguro de que esto es lo mejor?
—Por supuesto que sí, ¿por qué? —Michael estaba sorprendido por su comentario.
—No olvides que se trata del ejército —le explicó—. ¿Crees que nos van a recibir con los brazos abiertos? Es posible que aún no se hayan tropezado con ningún superviviente. Y míranos. Probablemente creerán que estamos muertos y que sólo...
—¿Realmente crees eso? —Suspiró, movió la cabeza y se quedó mirando a la mesa.