Ciudad abismo (8 page)

Read Ciudad abismo Online

Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Ciudad abismo
4.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Deberían estar agradecidos, ¿no?

—Quizá lo estarían… si no tuvieran que seguir pasando por operaciones. Y si pudieran nadar en otro sitio que no fuera este lugar tan horrible.

—Sí, pero cuando lleguemos a Final del Camino…

Constanza lo miró con ojos tristes.

—Será demasiado tarde, Sky. Al menos, para estos. Ya no estarán vivos. Incluso nosotros seremos mayores; nuestros padres serán viejos o estarán muertos.

El delfín volvió con otro, un compañero de tamaño ligeramente menor, y los dos comenzaron a dibujar algo en el agua. Parecían unos tiburones destrozando a un hombre, pero Sky se dio la vuelta antes de estar seguro.

Constanza siguió.

—Y, de todas formas, están demasiado idos, Sky.

Sky miró de nuevo el tanque.

—De todos modos, me gustan. Son bonitos. Hasta Sleek.

—Son malos, Sky. Psicóticos, esa es la palabra que usa mi padre —la pronunció con una indecisión poco convincente, como si estuviera un poquito avergonzada de su propia fluidez de vocabulario.

—No me importa. Volveré por aquí para verlos otra vez —le dio unos golpecitos al cristal y habló en voz más alta—. Volveré, Sleek. Me gustas.

Aunque Constanza era solo un poco más alta que él, le dio unas palmaditas maternales en el hombro.

—Con eso no conseguirás nada.

—Volveré de todos modos —dijo Sky.

Sky había sido sincero al hacerse esa promesa tanto a sí mismo como a Constanza. Quería comprender a los delfines, comunicarse con ellos y aliviar su miseria de alguna forma. Se imaginó los anchos y brillantes océanos de Final del Camino (Payaso, su amigo de la guardería, le había dicho que allí habría océanos) y se imaginó a los delfines súbitamente libres de aquel lugar oscuro y triste. Los podía ver nadando con la gente; creando alegres dibujos de sonido en el agua; los recuerdos del tiempo a bordo del
Santiago
se desvanecerían como un sueño claustrofóbico.

—Vamos —dijo Constanza—. Será mejor que nos vayamos ya, Sky.

—Me traerás otra vez, ¿verdad?

—Por supuesto, si es lo que quieres.

Dejaron el delfinario y comenzaron el intrincado viaje de regreso a casa, abriéndose paso a través de los oscuros intersticios del
Santiago
; como niños intentando encontrar el camino de vuelta a través de un bosque encantado. Se cruzaron con adultos un par de veces, pero Constanza se comportaba de una forma tan decidida que no les preguntaron nada… hasta que se encontraron dentro de la pequeña zona de la nave que Sky consideraba territorio familiar.

Allí fue donde los encontró su padre.

Titus Haussmann era considerado una figura severa aunque bondadosa dentro de los vivos del
Santiago
; un hombre que se había ganado su autoridad a través del respeto más que del miedo. Su silueta se erguía sobre los dos niños, pero Sky no sintió que de él emanara verdadero enfado; solo alivio.

—Tu madre estaba muerta de preocupación —le dijo Titus a Sky—. Constanza, estoy muy decepcionado contigo. Siempre pensé que eras la más sensata de los dos.

—Él sólo quería ver a los delfines.

—Ah, los delfines, ¿no? —Su padre parecía sorprendido, como si aquella no fuera la respuesta que esperaba—. Creía que eran los muertos los que te interesaban, Sky… nuestros queridos
momios
.

Cierto
, pensó Sky,
pero todo a su tiempo
.

—Y ahora lo sientes —siguió su padre—. Porque no eran lo que te esperabas, ¿verdad? Yo también lo siento. Sleek y los demás están enfermos de la cabeza. Lo mejor que podríamos hacer por ellos es sacrificarlos, pero seguimos dejando que cuiden de sus crías y cada generación es más…

—Psicótica —dijo Sky.

—… Sí. —Su padre lo miró de forma extraña—. Más psicótica que la anterior. Bueno, ahora que tu vocabulario experimenta un desarrollo tan tremendo, sería una pena frenarlo, ¿no crees? Sería una lástima negarte la posibilidad de aumentarlo, ¿no? —despeinó el pelo de Sky—. Me refiero a la guardería, jovencito. Hay un hechizo sobre ella que impide que te pase nada malo.

No era que odiara la guardería, ni que le disgustara especialmente. Pero cuando lo encerraban allí no podía evitar tomárselo como un castigo.

—Quiero ver a mi madre.

—Tu madre está fuera de la nave, Sky, así que no podrás ir corriendo a ella para pedirle una segunda opinión. Y ya sabes que si lo hicieras ella diría exactamente lo mismo que yo. Nos has desobedecido y necesitas aprender una lección —se dio la vuelta hacia Constanza, sacudiendo la cabeza—. En cuanto a ti, señorita, creo que lo mejor será que tú y Sky no juguéis juntos durante un tiempo, ¿no crees?

—No jugamos —dijo Constanza con el ceño fruncido—. Hablamos y exploramos.

—Sí —respondió Titus con un suspiro de resignación— y visitáis partes de la nave que os hemos prohibido expresamente visitar. Y me temo que no podemos dejar eso sin castigo. —Suavizó el tono de voz, como hacía siempre que se disponía a tratar algo realmente importante—. Esta nave es nuestro hogar, nuestro único hogar real, y tenemos que sentir que vivimos aquí. Eso quiere decir sentirnos seguros en los lugares correctos… y saber dónde no es seguro acercarse. No porque haya monstruos ni ninguna tontería por el estilo, sino porque hay peligros, peligros adultos. Maquinaria y sistemas de energía. Robots y contrapozos. Creedme, he visto lo que le pasa a la gente que entra en lugares donde no debería estar, y no suele ser muy agradable.

Sky no dudó ni un instante de las palabras de su padre. Como jefe de seguridad a bordo de una nave en la que solía disfrutarse de armonía política y social, las tareas de Titus Haussmann normalmente estaban relacionadas con accidentes y algún suicidio ocasional. Y aunque Titus siempre le ahorraba a Sky los detalles más concretos sobre cómo era posible morir en una nave como el
Santiago
, la imaginación de Sky había hecho el resto.

—Lo siento —dijo Constanza.

—Sí, estoy seguro de que lo sientes, pero eso no cambia el hecho de que te llevaste a mi hijo a territorio prohibido. Hablaré con tus padres, Constanza, y no creo que les guste. Ahora corre a casa y quizá en una semana o dos revisemos la situación. ¿De acuerdo?

Ella asintió, no dijo nada y se marchó por uno de los pasillos en curva que salían de la intersección en la que Titus los había arrinconado. No estaba muy lejos del domicilio de sus padres (ninguna parte de la sección habitada del
Santiago
lo estaba), pero los diseñadores de la nave habían conseguido con mucho ingenio que ninguna ruta fuera demasiado directa, salvo los pasadizos de emergencia y las líneas de tren que bajaban por el eje de la nave. Los serpenteantes pasillos de uso general hacían que la nave pareciera mucho más grande de lo que realmente era, de modo que dos familias podían vivir casi puerta con puerta y sentir que vivían en distritos completamente diferentes.

Titus escoltó a su hijo de vuelta a la vivienda. Sky lamentaba que su madre estuviera fuera porque, a pesar de lo que había dicho Titus, sus castigos solían ser una pizca más indulgentes que los de su padre. Se atrevió a esperar que ya hubiese vuelto a bordo de la nave, que hubiese regresado temprano de su turno, que hubieran acabado el trabajo en el casco antes de tiempo y que los estuviera esperando cuando llegaran a la guardería. Pero no había ni rastro de ella.

—Adentro —le dijo Titus—. Payaso cuidará de ti. Volveré para dejarte salir en dos horas, quizá tres.

—No quiero entrar.

—No; claro que, si quisieras, ya no sería tan buen castigo, ¿no?

Se abrió la puerta de la guardería. Titus empujó a su hijo al interior sin cruzar él mismo el umbral.

—Hola, Sky —saludó Payaso, que lo estaba esperando.

En la guardería había muchos juguetes y algunos de ellos eran capaces de mantener conversaciones limitadas e incluso, fugazmente, dar la impresión de tener verdadera inteligencia. Sky comprendía que aquellos juguetes estaban pensados para niños de su edad, diseñados para adaptarse a la típica visión del mundo de un niño de tres años. Sky había empezado a considerar simplistas y estúpidos casi todos ellos poco después de su segundo cumpleaños. Pero Payaso era diferente; en realidad no se trataba de ningún juguete, aunque tampoco era una persona del todo. Payaso había estado junto a Sky desde que tenía uso de memoria, confinado en la guardería, pero no siempre presente en ella. Payaso no podía tocar las cosas, ni permitirse dejar tocar por Sky y, cuando hablaba, su voz no venía del lugar donde estaba Payaso… o del lugar donde parecía estar.

Lo que no quería decir que Payaso fuera una quimera sin influencia. Payaso veía todo lo que pasaba en la guardería e informaba minuciosamente a los padres de Sky de cualquier cosa que hubiera hecho y que mereciera una reprimenda. Fue Payaso el que le contó a sus padres que había roto el caballito de balancín, que no había sido (como había intentado hacerles pensar) culpa de otro de los juguetes inteligentes. Había odiado a Payaso por aquella traición, pero no por mucho tiempo. Hasta Sky comprendía que Payaso era el único amigo real que tenía, aparte de Constanza, y que Payaso sabía algunas cosas que estaban más allá del alcance de Constanza.

—Hola —respondió Sky con tristeza.

—Ya veo que te han castigado por visitar a los delfines —Payaso estaba de pie y solo en la sencilla habitación blanca; los otros juguetes estaban bien escondidos—. Eso no estuvo bien, ¿verdad, Sky? Yo podría haberte enseñado delfines.

—No los mismos. No los de verdad. Y ya me los has enseñado antes.

—No como ahora, ¡mira!

Y, de repente, los dos estaban de pie en una barca, en el mar, bajo un cielo azul. A su alrededor, los delfines rompían las crestas de las olas, sus lomos eran como guijarros húmedos a la luz del sol. La ilusión de estar en el mar sólo se estropeaba por culpa de las estrechas ventanas negras que recorrían una de las paredes de la habitación.

Sky había encontrado una vez un dibujo de alguien como Payaso en un libro de cuentos, una figura vestida con ropa inflada y a rayas, con enormes botones blancos y una cara cómica y siempre sonriente enmarcada en una desordenada cabellera naranja bajo un sombrero suave, hundido y a rayas. Cuando tocaba el dibujo del libro, el payaso se movía y hacía los mismos trucos y cosas levemente divertidas que hacía su propio Payaso. Sky recordaba vagamente un tiempo en el que había reaccionado a los trucos de Payaso con risas y palmadas, como si no se le pudiera pedir al universo nada mejor que observar las travesuras de un payaso.

Pero, de un modo sutil, hasta Payaso había empezado ya a aburrirlo. Le seguía la corriente, pero su relación había sufrido un cambio profundo que nunca podría invertirse del todo. Para Sky, Payaso se había convertido en algo a comprender; algo a diseccionar, con parámetros por descubrir. Ahora reconocía que Payaso era algo parecido al dibujo de burbujas que el delfín había hecho en el agua: una proyección esculpida en luz, en vez de en sonido. En realidad tampoco estaban en una barca. Bajo los pies, el suelo de la habitación parecía tan duro y plano como cuando su padre lo había empujado dentro. Sky no comprendía del todo cómo se creaba la ilusión, pero era perfectamente realista; las paredes de la guardería no se veían por ningún sitio.

—Los delfines del tanque (Sleek y los otros) tenían máquinas dentro —dijo Sky. Bien podía aprender algo mientras estaba prisionero—. ¿Por qué?

—Para ayudarlos a enfocar su sónar.

—No. No quiero saber para qué eran las máquinas. Lo que quiero decir es ¿quién tuvo la idea de ponerlas ahí por primera vez?

—Ah. Esos fueron los Quiméricos.

—¿Quiénes eran? ¿Vinieron con nosotros?

—No, en respuesta a tu última pregunta; aunque tenían mucho interés en hacerlo. —La voz de Payaso era levemente aguda y temblorosa, casi femenina, pero siempre infinitamente paciente—. Recuerda, Sky, que cuando la Flotilla dejó el sistema de la Tierra (dejó la órbita de Mercurio y se introdujo en el espacio interestelar), la Flotilla dejaba un sistema que técnicamente seguía en guerra. Bueno, la mayor parte de las hostilidades habían cesado ya, pero los términos del alto el fuego todavía no se habían discutido a fondo y todos estaban casi en pie de guerra; listos para volver al combate en cualquier momento. Había muchas facciones que veían las últimas etapas de la guerra como su última oportunidad para establecer diferencias. En aquellos momentos, algunas de ellas eran poco más que organizaciones criminales. Los Quiméricos (o, para ser más exactos, la facción quimérica que creó a los delfines) eran una de ellas. Los Quiméricos en general habían llevado la ciborgización a nuevos extremos, mezclándose a sí mismos y a sus animales con las máquinas. Esta facción había ido todavía más allá, hasta el punto de que la corriente principal de los Quiméricos los había rechazado.

Sky escuchaba y seguía lo que Payaso le estaba contando. El criterio de Payaso sobre las habilidades cognitivas de Sky era lo bastante experto como para evitar una caída en lo incomprensible, forzando al mismo tiempo a Sky a concentrarse atentamente en cada palabra. Sky era consciente de que no todos los niños de tres años podrían comprender lo que Payaso contaba, pero aquello no le preocupaba en absoluto.

—¿Y los delfines? —le preguntó.

—Diseñados por ellos. Su propósito es difícil de adivinar. Quizá los querían para usarlos como infantería acuática en alguna invasión futura de los océanos de la Tierra. O quizá solo eran un experimento que no llegó a completarse, interrumpido por el declive de la guerra. Sea cual fuera el caso, agentes de la Confederación Sudamericana
[2]
capturaron una familia de delfines en poder de los Quiméricos.

Sky sabía que aquella era la organización que había encabezado la construcción de la Flotilla. La Confederación había permanecido cuidadosamente neutral la mayor parte de la guerra, concentrada en ambiciones que iban más allá de los estrechos confines del Sistema Solar. Tras reunir a un puñado de aliados, habían construido y lanzado el primer intento serio de la humanidad de cruzar el espacio interestelar.

—¿Nos llevamos a Sleek y a los otros con nosotros?

—Sí, pensábamos que nos resultarían útiles en Final del Camino. Pero extraer los implantes que habían añadido los Quiméricos fue mucho más difícil de lo que parecía. Al final era mejor dejarlos como estaban. Cuando nació la siguiente generación de delfines descubrimos que no podían comunicarse bien con los adultos si no tenían también los implantes. Así que los copiamos y se los pusimos a los jóvenes.

Other books

Eight Days a Week by Amber L Johnson
Saved by the Bride by Lowe, Fiona
Martha Peake by Patrick Mcgrath
Undecided by Julianna Keyes
Tart by Jody Gehrman
Voyage By Dhow by Norman Lewis
Burn by Monica Hesse
A Rose for the Crown by Anne Easter Smith
Hunks: Opposites Attract by Marie Rochelle