Me dio el billete.
—Espero llegar a la órbita a tiempo —dije.
—El último ascensor salió hace tan solo una hora. Si su amigo iba en ése… —hizo una pausa y supe que no había ningún «si»—. Hay muchas posibilidades de que siga en la terminal orbital cuando usted llegue.
—Esperemos que me esté agradecido, después de todo esto.
La mujer casi sonrió, pero después pareció rendirse en medio del proceso. Después de todo, era demasiado esfuerzo.
—Seguro que reventará de alegría.
Me metí el billete en el bolsillo, le di las gracias a la mujer (aunque era una desgraciada, no pude evitar sentir pena porque tuviera que trabajar allí) y después volví junto a Dieterling. Estaba apoyado en el muro bajo de cristal que rodeaba la lengua de conexión y observaba a los seguidores de Haussmann. Mostraba una expresión de calma imparcial y atenta. Recordé el día en el que me había salvado la vida en la jungla, durante el ataque de la cobra real. En aquel momento su expresión había sido la misma: la de un hombre enzarzado en una partida de ajedrez contra un oponente al que superaba totalmente.
—¿Y bien? —me preguntó cuando estuve al alcance del oído.
—Ya ha cogido un ascensor.
—¿Cuándo?
—Hará una hora. Acabo de comprar un billete para mí. Ve y cómprate otro para ti, pero no actúes como si viajáramos juntos.
—Quizá no debería ir contigo, hermano.
—Estarás a salvo —bajé el tono de voz—. No habrá ningún control de inmigración de aquí a la salida de la terminal orbital. Puedes subir y bajar sin arriesgarte a que te detengan.
—Para ti es fácil decirlo, Tanner.
—Sí, pero aun así te digo que estarás a salvo.
Dieterling sacudió la cabeza.
—Quizá sí, pero sigue sin tener mucho sentido que viajemos juntos; especialmente en el mismo ascensor. No hay forma de saber qué tipo de vigilancia ha preparado Reivich en este lugar.
Estuve a punto de protestar, pero parte de mí sabía que decía la verdad. Como le pasaba a Cahuella, Dieterling no podía dejar la superficie de Borde del Firmamento sin arriesgarse a que lo arrestaran por crímenes de guerra. Ambos estaban incluidos en bases de datos de todo el sistema y (dejando al margen el hecho de que Cahuella estuviera muerto) por ambos se ofrecían generosas recompensas.
—De acuerdo —dije—. Supongo que hay otra razón por la que deberías quedarte. Estaré fuera de la Casa de los Reptiles por algún tiempo, tres días como mínimo. Alguien competente debería ocuparse de todo en casa mientras tanto.
—¿Estás seguro de poder manejar a Reivich tú solo?
Me encogí de hombros.
—Solo hace falta un disparo, Miguel.
—Y tú eres el hombre adecuado para hacerlo —se le veía claramente aliviado—. De acuerdo; volveré a la Casa de los Reptiles esta noche. Y observaré con avidez las noticias.
—Intentaré no decepcionarte. Deséame suerte.
—Suerte. —Dieterling alargó el brazo para darme la mano—. Ten cuidado, Tanner. Que no haya ninguna recompensa por tu cabeza no quiere decir que puedas largarte sin tener que dar algunas explicaciones. Dejaré que tú decidas cómo deshacerte de la pistola.
Asentí con la cabeza.
—La echas tanto de menos que tendré que comprarte una para tu cumpleaños.
Me miró largo rato, como si estuviera a punto de decirme algo más; después asintió y le dio la espalda al cable. Lo observé marcharse de la cámara y salir por la penumbra en sombras del vestíbulo. Comenzó a ajustar la coloración del abrigo mientras andaba; su figura de anchas espaldas relucía al alejarse.
Me di la vuelta y me puse de cara al ascensor para esperar mi viaje. Y entonces metí la mano en el bolsillo para apoyarla en el frescor duro como el diamante de la pistola.
—¿Señor? Si desea unirse a los otros pasajeros, la cena se servirá en la cubierta inferior dentro de quince minutos.
Di un bote, ya que no había oído pasos en la escalera que llevaba hasta la cubierta de observación. Había asumido que estaba completamente solo. Los demás pasajeros se habían retirado inmediatamente a sus habitaciones tras embarcar (el viaje era justo lo bastante largo como para justificar deshacer las maletas), pero yo había subido a la cubierta de observación para disfrutar del despegue. Tenía una habitación, pero ninguna maleta que deshacer.
El ascenso había comenzado con una suavidad fantasmal. Primero parecía que no nos movíamos nada. No se oía ningún ruido ni había vibración alguna; solo un deslizamiento espeluznantemente suave, pero que iba ganando velocidad. Miré hacia abajo para intentar ver a los del culto, pero el ángulo de la vista hacía que resultara imposible ver más que a unos cuantos rezagados en vez de a la masa de personas que debía estar justo debajo de nosotros. Acabábamos de pasar por el iris del techo cuando la voz me asustó.
Me di la vuelta. Me había hablado un criado, no un hombre. Tenía brazos extensibles y una cabeza excesivamente estilizada pero, en vez de piernas o ruedas, el torso se afinaba hasta convertirse en una punta bajo la cintura de la máquina, como el tórax de una avispa. Se movía sobre un raíl unido al techo, al que el robot estaba acoplado a través de una percha curvada que le salía de la espalda.
—¿Señor? —comenzó de nuevo, esta vez en norte—. Si desea unirse…
—No; lo entendí perfectamente la primera vez. —Pensé en el riesgo que conllevaría mezclarse con aristócratas reales; después decidí que era probablemente menor que el de permanecer sospechosamente apartado. Al menos si me sentaba con ellos podría proporcionarles un personaje ficticio que pudiera resultar aceptable, en vez de permitir que dieran rienda suelta a su imaginación y se inventaran todos los detalles que quisieran imponerle a aquel desconocido tan poco comunicativo. Cambié a norte (necesitaba practicar) y dije:
—Me uniré a los demás en un cuarto de hora. Me gustaría disfrutar de la vista un poco.
—Muy bien, señor. Le prepararé un sitio en la mesa.
El robot rotó sobre sí mismo y se deslizó en silencio hasta salir de la cubierta de observación.
Volví a mirar el paisaje.
No estoy seguro de lo que esperaba en aquel momento, pero no podía ser nada parecido a lo que me encontré. Habíamos pasado a través del techo superior de la cámara de embarque, pero la terminal de anclaje era mucho más alta, así que seguíamos ascendiendo por los límites superiores del edificio. Y me di cuenta de que allí era donde los del culto habían alcanzado la más alta expresión de su obsesión por Sky Haussmann. Tras su crucifixión habían preservado el cuerpo, embalsamándolo y revistiéndolo con algo que mostraba el lustre gris verdoso de la muerte. Después, lo habían montado allí mismo sobre una enorme proa que se extendía hacia dentro desde un muro exterior hasta casi tocar el cable. Hacía que el cadáver de Haussmann pareciera el mascarón clavado bajo el bauprés de un gran barco de vela.
Lo habían desnudado hasta la cintura y le habían extendido los brazos para fijarlos a un palo de metal de aleación en forma de cruz. Le habían atado las piernas juntas, pero tenía un clavo atravesándole la muñeca de la mano derecha (no la palma; el virus inducidor de estigmas se había equivocado en aquel detalle) y le habían incrustado una pieza de metal mucho mayor en la parte superior de su brazo izquierdo amputado. Aquellos detalles, junto con la expresión de agonía muda de la cara de Haussmann, habían quedado afortunadamente ocultos gracias al proceso de revestimiento. Pero aunque realmente no era posible estudiar sus facciones, cada matiz de su dolor estaba escrito en el arco de su cuello; la forma en que apretaba las mandíbulas, como si estuvieran electrocutándolo. Pensé que deberían haberlo electrocutado. Hubiera sido una muerte más amable, al margen de los crímenes cometidos.
Pero aquello hubiera sido demasiado simple. No estaban solamente ejecutando a un hombre que había hecho cosas terribles, sino glorificando al hombre que también les había dado todo un mundo. Al crucificarlo, le demostraban su adoración tan fervientemente como su odio.
Había sido así desde entonces.
El ascensor siguió su trayectoria pasando junto a Sky, acercándose a unos metros de él, y sentí cómo me encogía; deseaba estar lejos de él lo más rápidamente posible. Era como si el vasto espacio fuera una cámara de eco que reverberara con un dolor interminable.
Me picaba la palma. La restregué contra la barandilla y cerré los ojos hasta que salimos de la terminal de anclaje; elevándonos hacia la noche.
—¿Más vino, señor Mirabel? —preguntó la atractiva esposa del aristócrata que tenía sentado enfrente.
—No —dije limpiándome los labios educadamente con la servilleta—. Si no les importa, me retiraré. Me gustaría observar la vista mientras ascendemos.
—Es una lástima —dijo la mujer haciendo un mohín de decepción con los labios.
—Sí —dijo su marido—. Echaremos de menos sus historias, Tanner.
Sonreí. Lo cierto es que no había hecho más que abrirme paso a muecas durante toda una hora de cháchara afectada mientras cenábamos. Había aliñado la conversación con alguna que otra anécdota, pero solo para llenar los silencios incómodos que caían sobre la mesa cuando alguno de los participantes incurría en lo que podía interpretarse, dentro del siempre cambiante telar de la etiqueta aristocrática, como un comentario poco delicado. Más de una vez había resuelto discusiones entre las facciones norte y sur y, al hacerlo, me había convertido en el orador por defecto del grupo. Mi disfraz no debía ser del todo convincente, porque hasta los norteños parecían darse cuenta de que no existía ninguna afiliación automática entre los sureños y yo.
Pero no importaba mucho. El disfraz había convencido a la mujer de la taquilla de que era un aristócrata y así me había revelado más de lo que hubiera hecho de otra manera. También me había permitido mezclarme con los aristócratas, pero tarde o temprano tendría que descartarlo. No era un hombre querido, después de todo… solo alguien con un pasado turbio y unas cuantas conexiones turbias. Tampoco suponía ningún problema hacerme llamar Tanner Mirabel; era mucho más seguro que intentar sacarme del sombrero un linaje aristócrata convincente. Afortunadamente se trataba de un nombre neutro sin connotaciones obvias, ni aristocráticas ni de ningún otro tipo. Al contrario que mis otros compañeros de mesa, no podía trazar mi linaje hasta la llegada de la Flotilla, y era más que probable que el apellido Mirabel llegara a Borde del Firmamento medio siglo después. En términos aristocráticos, me estaba haciendo pasar por un bruto advenedizo, pero nadie era lo bastante torpe como para mencionarlo. Todos eran longevos y sus linajes se remontaban no solo a la Flotilla, sino al manifiesto de los pasajeros, con solo un par de generaciones intermedias… así que era perfectamente natural que asumieran que yo poseía los mismos genes aumentados y acceso a las mismas tecnologías terapéuticas.
Pero, aunque los Mirabel probablemente llegaran a Borde del Firmamento algún tiempo después que la Flotilla, no habían traído ninguna cura de longevidad hereditaria con ellos. Quizá la primera generación viviera vidas humanas más largas de lo normal, pero aquella ventaja no se la habían transmitido a su descendencia.
Y yo tampoco tenía dinero para comprarla a medida. Cahuella me pagaba de forma adecuada, pero no tanto como para que pudiera permitirme semejante sablazo de los Ultras. Y casi no importaba. Solo una de cada veinte personas en el planeta tenía la dosis. El resto estábamos enfangados en una guerra, o intentábamos buscarnos la vida en los intersticios de la guerra. El principal problema era cómo sobrevivir al mes siguiente, no al siglo siguiente.
Lo que significaba que la conversación tomó un rumbo difícil en cuanto el tema de conversación cambió a las técnicas de longevidad. Hice todo cuanto pude para acomodarme en la silla y dejar que las palabras flotaran a mi alrededor, pero en cuanto había algún tipo de disputa me empujaban al papel de juez. «Tanner lo sabrá», decían, y se volvían hacia mí para que les ofreciera alguna opinión definitiva sobre lo que había provocado el empate.
—Es un tema complicado —dije más de una vez.
O:
—Bueno, obviamente hay asuntos más importantes en juego.
O:
—Me temo que sería poco ético por mi parte seguir hablando sobre esto… acuerdos de confidencialidad y demás. Me comprenden, ¿verdad?
Tras casi una hora de aquello, me sentía preparado para pasar un rato a solas.
Me levanté de la mesa, me excusé y salí de la habitación subiendo por la escalera de caracol que conducía a la cubierta de observación sobre los niveles de alojamiento y comedor. La perspectiva de poder desprenderme de la piel aristocrática me agradaba y, por primera vez en horas, sentí un diminuta chispa de satisfacción profesional. Todo estaba al alcance de la mano. Cuando llegué al área superior, hice que el criado del compartimento me preparara un guindado. Hasta la forma en que la bebida nublaba mi claridad mental de siempre resultaba placentera. Había tiempo de sobra para recuperar la sobriedad; no necesitaría mis habilidades de asesino hasta al menos siete horas después.
En aquellos momentos estábamos ascendiendo bastante rápido. El ascensor había acelerado hasta alcanzar una velocidad de subida de quinientos kilómetros por hora en cuanto abandonó la terminal, pero incluso a aquella velocidad nos hubiera llevado cuarenta horas llegar a la estación orbital, que se encontraba a muchos miles de kilómetros por encima de nuestras cabezas. Sin embargo, la velocidad del ascensor se había cuadruplicado al dejar de taladrar la atmósfera, lo que había ocurrido en algún momento de nuestro primer plato.
Tenía la cubierta de observación para mí solo.
Cuando los otros pasajeros terminaran de cenar, se dispersarían por los compartimentos situados encima de la zona del comedor. El ascensor podía transportar cómodamente a cincuenta personas sin parecer abarrotado, pero aquel día éramos solo siete, incluyéndome a mí mismo. El tiempo total de viaje era de diez horas. La revolución de la estación alrededor de Borde del Firmamento estaba sincronizada con la rotación diaria del planeta, así que siempre colgaba exactamente por encima de Nueva Valparaíso, justo sobre el ecuador. Sabía que tenían puentes estelares en la Tierra que llegaban a alcanzar los treinta y seis mil kilómetros de altura; pero como Borde del Firmamento rotaba un poco más rápido y tenía una fuerza gravitacional ligeramente menor, la órbita síncrona estaba dieciséis mil kilómetros por debajo. Sin embargo, el cable seguía teniendo una longitud de veinte mil kilómetros, y aquello significaba que el último kilómetro de cable se veía sometido a una presión impresionante por culpa del peso muerto de los diecinueve mil kilómetros que tenía por debajo. El cable estaba hueco, las paredes eran un enrejado de hiperdiamante reforzado piezoeléctricamente, pero había oído que pesaba casi veinte millones de toneladas. Cada vez que daba un paso para moverme por el compartimento, pensaba en la diminuta presión adicional que ejercía sobre el cable. Mientras sorbía mi guindado, me preguntaba cuánto se habrían acercado al alargamiento de rotura en el diseño de ingeniería; cuánta tolerancia habrían incorporado los ingenieros al sistema. Después, una parte más racional de mi mente me recordó que el cable transportaba tan solo una pequeña fracción del tráfico que podía soportar. Caminé con más seguridad alrededor del ventanal.