Ciudad abismo (45 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Ciudad abismo
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Se volvió a Balcazar cuando el taxi encontró un amarradero.

—¿Señor? Casi hemos llegado.

—¿Qué? Oh… Maldito seas, Titus… ¡estaba durmiendo!

Sky se preguntó lo que habría sentido su padre por el viejo. Se preguntó si Titus habría considerado alguna vez la idea de asesinar al capitán.

Pensó que no le supondría ninguna dificultad insuperable.

19

—¿Tanner? Espabila. No quiero que te caigas desmayado.

Estábamos acercándonos a un edificio… por llamarlo de algún modo. Parecía más un árbol encantado cuyas ramas enormes y retorcidas lucieran ventanas al azar y plataformas de aterrizaje de teleféricos. Los cables de los vehículos llegaban hasta los intersticios de las ramas mayores, y Zebra nos guiaba sin miedo, como si hubiera realizado aquella aproximación miles de veces. Miré hacia bajo a través de vertiginosas capas de ramas, y las hogueras del Mantillo centelleaban a una distancia que mareaba.

El apartamento de Zebra en la Canopia estaba cerca del centro de la ciudad, en el borde del abismo, junto al limite interior de la cúpula que rodeaba el enorme agujero rezumante de la corteza de Yellowstone. Habíamos viajado un rato alrededor del abismo y, desde la plataforma de aterrizaje, podía ver la diminuta y enjoyada astilla del tallo que sobresalía un kilómetro en horizontal, muy por debajo de nosotros y alrededor de la gran curva del filo del abismo. Miré al interior del mismo, pero no pude ver ni rastro de los planeadores luminosos ni de ningún saltador de niebla que diera el gran paso.

—¿Vives aquí sola? —le pregunté mientras me conducía a sus habitaciones, intentando conseguir el tono correcto de curiosidad amable.

—Ahora sí. —La respuesta fue rápida, casi demasiado. Pero siguió hablando—. Solía compartirlo con mi hermana Mavra.

—¿Y Mavra se fue?

—A Mavra la asesinaron. —Dejó la frase colgada en el aire lo suficiente como para que surtiera efecto—. Se acercó demasiado a la gente equivocada.

—Lo siento —dije, mientras buscaba algo más que añadir—. ¿Esa gente eran cazadores, como Sybilline?

—No exactamente, no. Ella sentía curiosidad por algo que no le incumbía e hizo las preguntas equivocadas a la gente equivocada, pero no tenía nada que ver directamente con la cacería.

—Entonces, ¿con qué?

—¿Por qué tienes tanto interés?

—No soy lo que se dice un ángel, Zebra, pero no me gusta la idea de que alguien muera simplemente por ser curioso.

—Entonces deberías tener cuidado con lo que preguntas.

—¿Sobre qué, exactamente?

Ella suspiró, obviamente deseaba que nuestra conversación no hubiera tomado aquel rumbo.

—Existe una sustancia…

—¿Combustible de Sueños?

—Entonces, ¿ya te la has encontrado?

—He visto cómo la usaban, pero ahí acaban mis conocimientos. Sybilline la usó en mi presencia, pero no noté ningún cambio en su comportamiento ni antes ni después. ¿Qué es exactamente?

—Es complicado, Tanner. Mavra solo consiguió reunir algunas piezas de la historia antes de que la cogieran.

—Obviamente es algún tipo de droga.

—Es mucho más que una droga. Mira, ¿podemos hablar de otra cosa? No me ha resultado fácil asumir que ya no está conmigo y esto solo consigue abrir viejas heridas.

Asentí dispuesto a dejarlo estar por el momento.

—Estabais unidas, ¿no?

—Sí —dijo ella como si hubiera descubierto algún profundo secreto de su relación—. Y Mavra amaba este lugar. Decía que tenía la mejor vista de la ciudad, sin contar el tallo. Pero cuando estaba viva no podríamos habernos permitido comer en aquel lugar.

—No te ha ido demasiado mal. Si te gustan las alturas.

—¿A ti no, Tanner?

—Supongo que requiere tiempo adaptarse.

Su apartamento, cómodamente instalado en una de las ramas más grandes, era un complejo de habitaciones y pasillos retorcidos intestinalmente; más parecido a la madriguera de un animal que a una vivienda humana. Las habitaciones estaban en una de las ramas más estrechas, elevadas a dos kilómetros por encima del Mantillo, con los niveles inferiores de la Canopia colgados debajo, unidos a los nuestros mediante cables, ramas y troncos vacíos verticales.

Me llevó hasta lo que podría haber sido su sala de estar.

Era como entrar en un órgano interno de algún enorme modelo de anatomía humana. Las paredes, el suelo y el techo estaban unidos entre sí mediante superficies suavemente redondeadas. Las superficies del suelo se habían creado mediante cortes en el material del edificio, pero tuvieron que situarse a distintos niveles, conectados con rampas y escaleras. Las superficies de las paredes y del techo eran rígidas, pero de una incómoda naturaleza orgánica; venosas o decoradas con plaquetas irregulares. En una pared había algo que parecía una cara obra de escultura «in situ»: un relieve toscamente esculpido en el que se veía a tres personas que intentaban salir de la pared, arañándola para escapar de ella como nadadores que intentaran adelantar a una ola gigante.

La mayor parte del cuerpo quedaba escondida; solo se podía ver media cara o la punta de una extremidad, pero el efecto era bastante contundente.

—Tienes un gusto único para el arte, Zebra —comenté—. Creo que eso me provocaría pesadillas.

—No es arte, Tanner.

—¿Era gente de verdad?

—Todavía lo son, según ciertas definiciones. No están vivos, pero tampoco están del todo muertos. Son más parecidos a fósiles, pero con una estructura fósil tan complicada que casi se podrían representar las neuronas. No soy la única que los tiene y realmente nadie quiere quitarlos, por si alguien encuentra la forma de devolverlos a su estado natural. Así que vivimos con ellos. Antes nadie quería compartir una habitación así, pero ahora he oído que se está poniendo de moda tenerlos en el apartamento. Hasta hay un hombre en la Canopia que los fabrica de mentira, para los muy desesperados.

—Pero ¿estos son reales?

—Por favor, Tanner, no ofendas mi gusto. Ahora creo que necesitas sentarte un momento. No; quédate donde estás.

Chasqueó los dedos en dirección al sofá.

Los muebles de mayor tamaño de Zebra eran autónomos y respondían a nuestra presencia como mascotas nerviosas. El sofá se alejó de su sitio y bajó con cuidado hasta nosotros. Comparado con el Mantillo, donde no se podía encontrar nada más avanzado que la propulsión a vapor, estaba claro que en la Canopia todavía quedaban máquinas de una sofisticación razonable. Las habitaciones de Zebra estaban llenas de ellas; no solo los muebles, sino los criados, que iban desde zánganos del tamaño de ratones a unidades de gran tamaño que seguían carriles en el techo, pasando por voladores del tamaño de un puño. Solo había que hacer el gesto de coger algo para que el objeto corriera a acercarse a tu mano. Las máquinas debían ser rudimentarias comparadas con las de antes de la plaga, pero yo sentía que había entrado en una habitación con
poltergeist
.

—Eso es, siéntate —dijo Zebra mientras me ayudaba a sentarme en el sofá—. Y quédate quieto. Volveré en un momento.

—Créeme, no voy a salir corriendo.

Desapareció de la sala mientras yo perdía y recuperaba la consciencia de forma intermitente, a pesar de que intentaba no sucumbir tan fácilmente al sueño. No hubo sueños de Sky. Cuando Zebra regresó se había quitado el abrigo y llevaba dos vasos de algo caliente, de hierbas. Dejé que me corriera por la garganta y, aunque no se podía decir que me hiciera sentir mejor, era una mejora con respecto a los litros de agua de lluvia del Mantillo que ya había consumido.

Zebra no había regresado sola; detrás de ella se arrastraba un criado de los grandes, que se desplazaba por los raíles del techo. Era un cilindro blanco de múltiples extremidades y tenía una cara verde en la que brillaban unas lecturas médicas parpadeantes. La máquina descendió hasta que pudo acercar sus sensores a mi pierna, entre gorjeos y proyecciones de gráficas de estado con los que diagnosticaba la gravedad de la herida.

—¿Y bien? ¿Viviré o moriré?

—Tienes suerte —dijo Zebra—. La pistola que usó contra ti era un láser de baja potencia; un arma de duelo. No está diseñada para causar un daño real, a no ser que toque órganos vitales, y el haz está delicadamente colimado, de modo que los tejidos han sufrido un daño mínimo.

—Podrías haberme engañado.

—Bueno, nunca he dicho que no doliera como mil demonios. Pero vivirás, Tanner.

—A pesar de todo —dije con una mueca, mientras la máquina sondaba la herida de entrada con escasa delicadeza—. No creo que pueda andar con ella.

—No tendrás que hacerlo. Al menos, no hasta mañana. La máquina puede curarte mientras duermes.

—No estoy seguro de tener ganas de dormir.

—¿Por qué? ¿Tienes algún problema?

—Te sorprendería pero sí, lo cierto es que lo tengo. —Ella me miró sin comprender, así que decidí que no podía hacerme daño hablarle sobre el virus adoctrinador—. Lo podía haber limpiado en el Hospicio Idlewild, pero no quería esperar. Así que me he ganado un viaje gratis a la cabeza de Sky Haussmann cada vez que me duermo. —Le enseñé la costra de sangre en el centro de la palma de la mano.

—¿Un hombre herido llegado a nuestras calles para acabar con la injusticia?

—He venido para terminar algunos asuntos, eso es todo. Pero comprenderás que la idea de dormir no me llena de entusiasmo. La cabeza de Sky Haussmann no es un lugar muy agradable para pasar un largo período de tiempo.

—No sé mucho sobre él. Es historia antigua y, además, de otro planeta.

—A mí no me lo parece. Siento como si se me fuera metiendo dentro poco a poco, como una voz dentro de la cabeza que va subiendo de volumen. Conocí a un hombre que había tenido el virus antes que yo… de hecho, probablemente me lo contagiara. Estaba bastante ido. Tenía que rodearse de iconografía de Sky Haussmann para no temblar.

—Eso no tiene por qué pasar aquí —dijo Zebra—. El virus adoctrinador debe llevar funcionando varios años, ¿no?

—Depende de la cepa, pero los virus en sí son un viejo invento.

—Entonces puede que tengas suerte. Si el virus aparecía en las bases de datos médicas de Yellowstone antes de que llegara la plaga, el criado lo conocerá. Puede que hasta sea capaz de sintetizar una cura.

—Los Mendicantes pensaban que tardaría unos días en hacer efecto.

—Probablemente se pasaran de precavidos. Un día, quizá dos… debería bastar para expulsarlo. Si es que el robot lo conoce. —Zebra le dio unas palmaditas a la máquina blanca—. Pero hará lo que pueda. Y ahora, ¿considerarás la idea de dormir un poco?

Me dije a mí mismo que tenía que encontrar a Reivich. Aquello quería decir que no podía malgastar el tiempo del que disponía; ni una hora. Ya había perdido media noche desde que llegara a Ciudad Abismo. Pero me llevaría más de otro par de horas localizarlo, y lo sabía. Quizá días. Solo duraría tanto tiempo si permitía que mis recientes heridas se curaran. Hubiera sido una dulce ironía caer muerto de fatiga justo cuando estuviera a punto de matar a Reivich. Al menos para él. Yo no podría reírme.

—Me lo pensaré —contesté.

Lo raro fue que, después de todo lo que le había contado a Zebra, aquella vez no soñé nada sobre Sky Haussmann.

Soñé con Gitta.

Siempre había estado en mis pensamientos desde que me despertara en Idlewild. Solo pensar en su belleza (y en el hecho de que estuviese muerta) era como un latigazo mental; una puñalada de dolor que mis sentidos parecían no querer apagar. Podía oír su forma de hablar; olería como si estuviese a mi lado y me escuchara atentamente mientras le daba una de las lecciones en las que tanto había insistido Cahuella. Gitta no parecía haber abandonado mis pensamientos ni un minuto desde mi llegada a Yellowstone. Cuando veía la cara de otra mujer, la comparaba con Gitta… aunque a veces aquella comparación era casi inconsciente. Sabía con total certeza que estaba muerta y, aunque no podía absolverme por la responsabilidad de los hechos, era Reivich quien realmente la había matado.

Pero, a pesar de todo, no había pensado mucho en los acontecimientos que llevaron a su muerte y casi nada en su muerte en si.

En aquellos momentos, ambas cosas se abalanzaron sobre mí.

No lo soñé así, por supuesto. Los episodios de la vida de Sky Haussmann se habían proyectado en mi cabeza de forma bastante lineal (aunque algunos de ellos contradecían lo que pensaba saber sobre él), pero mis propios sueños estaban tan desorganizados y eran tan ilógicos como los de cualquiera. Así que, aunque soñé con el viaje por la Península y con la emboscada que había terminado con la muerte de Gitta, el sueño no tenía la misma claridad que los episodios de Haussmann. Pero después, cuando desperté, era como si el acto de haberlo soñado abriera un cúmulo de recuerdos cuya falta casi no había notado. Por la mañana, pude pensar con tranquilidad en todo lo sucedido.

Lo último que recordaba bien era que Cahuella y yo habíamos subido a bordo de la nave Ultra cuando el capitán Orcagna nos había advertido sobre el ataque que planeaba Reivich contra la Casa de los Reptiles. Reivich, según nos había contado el capitán, se dirigía hacia el sur a través de la jungla. Lo estaban siguiendo gracias a las emisiones del armamento pesado que su equipo transportaba.

Afortunadamente, Cahuella terminó sus negocios con los Ultras bastante rápido. Había corrido un riesgo significativo al visitar a la nave orbital ya en aquellos momentos, pero una semana después le hubiera resultado casi imposible. La recompensa por su cabeza aumentó tanto que algunas de las facciones observadoras neutrales habían declarado que interceptarían cualquier vehículo que transportara a Cahuella y que lo derribarían si el arresto no entraba dentro de las opciones. Si hubiera habido menos cosas en juego, los Ultras podrían haber pasado por alto aquella amenaza, pero en aquellos momentos su presencia era conocida oficialmente y estaban en medio de unas sensibles negociaciones comerciales con dichas facciones. Cahuella estaba realmente encerrado en la superficie… y, además, limitado a una parte de ella cada vez menor.

Pero Orcagna había permanecido fiel a su palabra. Seguía pasándonos información sobre la posición de Reivich mientras se movía hacia la Casa de los Reptiles, con la borrosa precisión que le había pedido Cahuella.

Nuestro plan era muy simple. Había muy pocas rutas a través de la jungla al norte de la Casa de los Reptiles, y Reivich ya se había metido por las rutas principales. En cierto punto de la ruta la senda había invadido el camino, y allí era donde pensábamos preparar nuestra emboscada.

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