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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Cita con Rama (31 page)

BOOK: Cita con Rama
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Todos los «biots» habían desaparecido, informó Rousseau. En el interior de Rama el único movimiento que se advertía era el de los seres humanos, reptando con penosa lentitud sobre la cara curvada de la cúpula norte.

Desde tiempo atrás Norton se había sobrepuesto al vértigo experimentado en aquel primer ascenso, pero ahora un nuevo temor empezaba a posesionarse de su mente. Eran perfectamente vulnerables allí, en el curso de esa interminable ascensión desde la planicie al cubo. ¿Y si Rama, cuando hubiera completado su cambio de posición, comenzaba a acelerar?

Presumiblemente su empuje sería a lo largo del eje. Si era en dirección norte, no habría problema; ellos se verían sostenidos con más firmeza contra el declive por el que ascendían. Pero si era en dirección sur podrían ser despedidos al espacio, para caer finalmente en la planicie, allá abajo.

Trató de tranquilizarse con el pensamiento de que cualquier posible aceleración sería muy débil. Los cálculos, del doctor Perera habían sido muy convincentes. Rama no podía acelerar a más de un quincuagésimo de gravedad, o el Mar Cilíndrico subiría hasta la escarpa austral e inundaría todo el continente. Pero Perera se encontraba en un confortable estudio allá en la Tierra, no con kilómetros de metal suspendido sobre su cabeza y al parecer al punto de venírsele encima. Y tal vez, ¿por qué no? Rama estaba sujeta a periódicas inundaciones.

Pero no, eso era ridículo. Era absurdo imaginar que todos esos trillones de toneladas pudieran empezar a moverse con la suficiente aceleración como para lanzarlo por el aire. De todas maneras, durante el resto del ascenso, Norton no se soltó del pasamanos, que al menos le daba una ilusión de seguridad.

Siglos después, la escalera llegó a su fin. Sólo quedaban unos cuantos centenares de metros de escala vertical, semihundida en la pared. No era necesario que escalaran esta sección por sus propios medios, ya que un solo hombre desde el cubo, tirando de un cable, podía fácilmente izar a otro gracias a la gravedad que iba disminuyendo rápidamente. Al pie de la escalera un hombre pesaba menos de cinco kilos; arriba, virtualmente nada.

De modo que Norton se relajó, cogiéndose de uno de los escalones de cuando en cuando para contrarrestar la débil fuerza Coriolis que trataba de arrancarlo de la escala. Casi olvidó el dolor de sus músculos agarrotados, mientras captaba su última visión de Rama.

Estaba ahora tan brillante como la Tierra en noche de luna llena. El panorama en general surgía bien claro, pero ya no podía distinguir los detalles menores. El Polo Sur aparecía parcialmente oscurecido por una niebla fosforescente; sólo el pico de Gran Cuerno sobresalía: apenas un punto negro, visto desde esa distancia.

El continente al otro lado del mar, tan cuidadosamente trazado pero aún desconocido, era el mismo azaroso zurcido de parches que siempre habían visto. Estaba muy escorzado y demasiado lleno de complejos detalles, para compensar un examen visual, y Norton apenas pudo escudriñarlo brevemente.

Paseó la mirada alrededor de la franja circular del mar, y notó, por primera vez, que las aguas aparecían revueltas a distancias regulares, como si las olas se rompieran contra arrecifes colocados a intervalos geométricamente precisos. Las maniobras de Rama iban teniendo algún efecto, aunque no muy pronunciado. Él estaba seguro de que la sargento Barnes se habría lanzado a navegar de muy buena gana en esas condiciones, si él hubiese pedido que cruzara el mar en su perdida
Resolution
.

Nueva York, Londres, París, Moscú, Roma... Se despidió de todas las ciudades del Hemisfério Norte, y confió en que los ramanes le perdonaran todo el daño causado. Tal vez ellos comprendieran que lo había hecho en provecho de la ciencia.

Después, por fin, se encontró en el cubo, y unas manos ansiosas le agarraron y le condujeron apresuradamente a través de los pasajes y aberturas. Le temblaban tan incontrolablemente las piernas y los brazos tras el prolongado esfuerzo que no habría podido valerse por sí mismo, y se alegró de que le manejaran como a un inválido semiparalizado.

El cielo de Rama fue contrayéndose sobre su cabeza mientras descendía al cráter central del cubo. Cuando la compuerta interior de la última cámara de descompresión se cerró, dejando atrás para siempre la visión de ese mundo, pensó: ¡Qué extraño que caiga la noche sobre Rama, ahora que está más cerca del Sol!

Impulso espacial

N
orton decidió que cien kilómetros brindaban un margen de seguridad adecuado. Rama era ahora un enorme rectángulo negro que eclipsaba al Sol. Él había aprovechado la oportunidad para llevar al
Endeavour
completamente a la sombra, de manera que pudiera liberar de su carga a los sistemas de enfriamiento y realizar algunas muy necesarias y retrasadas tareas de mantenimiento. El protector cono de sombra brindado por Rama podía desaparecer en cualquier momento, y él se proponía aprovecharlo cuanto pudiera.

Rama seguía girando lentamente. Había oscilado casi quince grados, y era imposible dejar de reconocer la inminencia de un gran cambio de órbita. En la sede de los Planetas Unidos, la excitación alcanzaba ya un grado de histeria, pero sólo un débil eco llegaba al
Endeavour
. Su tripulación estaba física y emocionalmente exhausta; con excepción de una guardia mínima, todos sus hombres durmieron doce horas seguidas después del despegue de la base del Polo Norte. Por prescripción médica, Norton utilizó un electrosedante. Aun así, soñó que estaba trepando por una interminable escalera.

Al segundo día de regreso a la nave, todo había vuelto casi a la normalidad, y la exploración de Rama parecía parte de otra vida.

Norton comenzó a ocuparse de su trabajo acumulado de escritorio, y a hacer proyectos para el futuro; pero se negó a los requerimientos de los periodistas que en alguna forma lograron introducirse en los circuitos de radio de Exploración del Espacio y hasta de la propia Vigilancia Espacial, y querían hacerle un reportaje. No hubo mensajes por parte de Mercurio, y la Asamblea General de los Planetas Unidos había levantado la sesión, aunque estaban dispuestos a reunirse nuevamente en cualquier momento.

Norton dormía tranquilo por primera vez, treinta horas después de abandonar Rama, cuando fue bruscamente devuelto a la conciencia de la realidad por una mano que le sacudía. Todavía adormilado, lanzó una maldición, abrió los párpados pesados de sueño para ver a Karl Mercer a su lado, y luego, como correspondía a un buen comandante, despertó instantáneamente y del todo.

—¿Ha dejado de girar?

—Sí. Se mantiene fijo como una roca.

—Vayamos al puente.

Toda la nave estaba despierta. Hasta los chimpancés se dieron cuenta de que pasaba algo raro y se agitaron nerviosos hasta que su cuidador, McAndrews, los calmó con rápidos signos de sus manos.

Al deslizarse Norton en su silla y sujetar la traba, se preguntó si no se trataría de otra falsa alarma.

Rama aparecía ahora escorzado en un cilindro corto y grueso, y el ardiente sol asomaba apenas por uno de sus lados. Norton condujo nuevamente al
Endeavour
con suavidad, a la sombra del eclipse artificial, y vio reaparecer el perlado esplendor de la corona a través de un fondo formado por las estrellas más brillantes. Una enorme prominencia, de medio millón de kilómetros de alto por lo menos, se había levantado tanto del Sol que sus ramas superiores se asemejaban a un árbol de fuego carmesí.

Ahora tenemos que esperar —se dijo Norton—. Lo importante es no cansarse, estar dispuesto a actuar en cualquier momento, y mantener todos los instrumentos alineados, no importa cuán larga resulte la espera.

Esto era realmente extraño. El campo estelar se desplazaba, casi como si él hubiese activado los Jets de propulsión. Pero no había tocado los controles para nada, y si hubiese habido algún movimiento lo habría percibido en seguida.

—¡Jefe! —exclamó Calvert ansiosamente desde su lugar—. ¡Estamos girando... ; mire las estrellas! ¡Pero los instrumentos no indican nada!

—¿Funcionan los giróscopos?

—En forma normal. Aparentemente no ocurre nada. ¡Pero estamos girando a varios grados por segundo!

—¡Eso es imposible!

—Claro que sí. Pero compruébelo usted mismo.

Cuando todo lo demás fallaba, el hombre debía confiar en el instrumento de sus ojos. Norton no pudo dudar ya de que el campo estelar estaba realmente rotando con lentitud. Allí pasaba Sirio, por el borde de la ventanilla. O bien el universo, en una inversión de la cosmología precopernicana, había decidido de pronto girar alrededor del
Endeavour
, o las estrellas seguían en sus lugares y la nave giraba.

La segunda explicación era la más lógica, y sin embargo, implicaba paradojas aparentemente insolubles. Si la nave giraba realmente a esa velocidad, él lo habría sentido literalmente en los fondillos de sus pantalones, para parodiar un viejo dicho. Y no podían haber fallado todos los giróscopos en forma simultánea e independiente.

Sólo quedaba una respuesta. Cada átomo del
Endeavour
debía estar dominado por alguna fuerza, y sólo un poderoso campo gravitatorio podía producir semejante efecto. Por lo menos, ningún otro campo conocido.

De pronto las estrellas se desvanecieron. El cegador disco del Sol emergía desde atrás de la mole de Rama, y su resplandor las borraba del cielo.

—¿Puede conseguir una lectura del radar, Joe? ¿Cuál es el efecto doppler?

Norton estaba preparado para oír que tampoco el radar revelaba nada anormal, pero no fue así.

Rama estaba en camino por fin, acelerando al modesto índice de 0.015 gravedades. El doctor Perera, pensó Norton, se sentiría complacido; él había pronosticado un máximo de 0.02. Y el
Endeavour
estaba en alguna forma apresado en su estela, a semejanza de un objeto flotante dando vueltas y más vueltas detrás de un barco a toda marcha.

Hora tras hora esa aceleración se mantuvo constante. Rama se alejaba del
Endeavour
a una velocidad creciente. Al aumentar la distancia entre ambos, el comportamiento anómalo de la nave cesó; las leyes normales de la inercia recobraron su vigencia. Apenas podían calcular las energías a cuyo poder estuvieron sometidos por un breve lapso, y Norton se felicitó de haber estacionado el
Endeavour
a una distancia prudencial antes de que Rama hubiera adquirido impulso.

En cuanto a la naturaleza de ese impulso, una cosa estaba clara, aunque todo lo demás constituyera un misterio. No había propulsores de gas, ni haces de iones o plasma que impulsaran a Rama hacia su nueva órbita. Nadie lo expresó mejor que el sargento profesor Myron, cuando exclamó, impresionado e incrédulo:

—¡Ahí va la Tercera Ley de Newton!

Fue de la Tercera Ley de Newton, sin embargo, de la que tuvo que depender el
Endeavour
al día siguiente, cuando utilizó sus últimas reservas de carburante para inclinar su propia órbita apartándola del Sol. El cambio era ligero, pero acrecentaría su distancia del perihelio en diez millones de kilómetros. Esa era la diferencia entre mantener el sistema de enfriamiento de la nave funcionando a un noventa y cinco por ciento de su capacidad, y arder en el infierno de los rayos solares.

Cuando ellos hubieron completado su propia maniobra, Rama estaba ya a doscientos mil kilómetros de distancia, y era difícil verlo operar contra el resplandor del Sol. Pero pudieron obtener con el radar ajustadas mediciones de su órbita. Y cuantos más datos obtenían, tanto más intrigados quedaban.

Revisaron las cifras una y otra vez, hasta que no hubo modo de eludir la increíble conclusión. Parecía como si todos los temores de los mercurianos, el heroísmo de Rodrigo, y la retórica de la Asamblea General, hubieran sido absolutamente vanas.

Qué ironía cósmica, pensó Norton mientras contemplaba las cifras finales, si después de un millón de años de una guía sin fallos, las computadoras de Rama hubieran cometido un sólo error insignificante, tal vez cambiando el signo de una ecuación de más a menos.

Todos habían estado convencidos de que Rama perdería velocidad, siendo en consecuencia capturado por la gravedad del Sol y convertido en un nuevo planeta del sistema solar. Pero Rama estaba haciendo exactamente lo contrario.

Su velocidad aumentaba, en lugar de disminuir, y en la peor dirección posible. Estaba cayendo cada vez más velozmente hacia el Sol.

Fénix

E
n tanto los detalles de su nueva órbita se definían más y más claramente, más costaba pensar de qué modo podría escapar Rama del desastre final. Sólo un puñado de cometas habían pasado alguna vez tan cerca del Sol; en su perihelio estaría a menos de medio millón de kilómetros sobre ese infierno de hidrógeno en fusión.

Ningún material sólido podría resistir la temperatura de semejante aproximación. La resistente aleación que formaba la corteza de Rama comenzaría a derretirse a una distancia diez veces mayor.

Para alivio de todos el
Endeavour
había pasado ya su propio perihelio, y estaba incrementando lentamente su distancia del Sol. Rama, con su órbita más cerrada y más rápida, estaba mucho más adelante, y parecía encontrarse ya bien adentro de las orlas más exteriores de la corona. La nave espacial tendría una grandiosa visión del último acto del drama.

Para entonces, a cinco millones de kilómetros del Sol y acelerando todavía, Rama empezó a desplegar su capullo. Hasta entonces había sido apenas visible a la máxima potencia de los telescopios del
Endeavour
como una diminuta barra brillante; de pronto empezó a centellear, como una estrella vista a través de nieblas en el horizonte. Casi parecía como si se estuviese desintegrando. Cuando advirtió que la imagen se quebraba, Norton experimentó una aguda sensación de congoja por la pérdida de tanta maravilla. Pero luego se dio cuenta de que Rama seguía allí, aunque rodeado de una bruma rielante.

Y de pronto desapareció. En su lugar quedaba un objeto brillante, parecido a una estrella sin disco visible, como si Rama se hubiese contraído convirtiéndose en una pelota diminuta.

Pasó algún tiempo antes de que calcularan qué había sucedido. Rama había desaparecido realmente. Ahora estaba rodeado de una perfecta esfera reflectora, de unos cien kilómetros de diámetro, y lo único que se veía era el reflejo del mismo Sol sobre la porción curvada más próxima a la nave. Detrás de esa burbuja protectora, Rama estaba presumiblemente a salvo del infierno solar.

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