Mantenía los ojos fuertemente cerrados cuando al fin surgió a la superficie. Inhaló unas preciosas bocanadas de aire, se puso de espaldas, y miró a su alrededor.
La
Resolution
se acercaba a toda velocidad. En cuestión de segundos, unas manos ansiosas le habían apresado arrastrándolo a bordo.
—¿Ha tragado agua? —fue la primera pregunta ansiosa del comandante.
—No; creo que no.
—De todas maneras, enjuáguese la boca con esto. Muy bien. ¿Cómo se siente?
—No estoy muy seguro. Le responderé dentro de un minuto. ¡Oh... gracias, gracias a todos!
El minuto apenas había pasado cuando Jimmy supo con seguridad cómo se sentía.
—Voy a vomitar —confesó avergonzado.
Los integrantes de la partida de rescate le miraron incrédulos.
—¿Está mareado... con esta calma chicha... en este mar llano? —protestó la sargento Barnes, que parecía considerar los apuros de Jimmy como una crítica directa a su capacidad para gobernar la balsa.
—Yo no diría que es llano —observó el comandante, abarcando con un ademán amplio la franja de agua que circundaba el cielo—. Pero no se sienta avergonzado, muchacho. Puede haber tragado sin darse cuenta algunas gotas de esa porquería. Líbrese de ella lo más rápido que pueda.
Jimmy seguía luchando con su estómago muy poco heroicamente y sin éxito alguno, cuando se produjo un relampagueo en el cielo detrás de ellos. Todas las miradas se volvieron hacia el Polo Sur, y Jimmy olvidó al punto lo mal que se sentía. Las Astas habían reanudado su exhibición de fuegos artificiales.
Allí estaban las lenguas de fuego de un kilómetro, bailando desde la varilla central hacia sus compañeras más bajas.
Una vez más iniciaban su imponente rotación, como si bailarines invisibles ataran sus cintas alrededor de un poste electrizado. Pero ahora empezaban a acelerar, moviéndose con más y más rapidez, hasta que se confundieron en un fluctuante cono de luz.
Era el espectáculo más aterrador de cuantos presenciaran allí hasta entonces, y brotaba con él un estruendo distante que agregaba a la impresión de poderío abrumador. La exhibición se prolongó durante unos cinco minutos, luego cesó tan bruscamente como si alguien hubiese accionado la llave de un conmutador.
—Me gustaría saber qué deduce el Comité Rama de esto —murmuró Norton, sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Tiene alguien aquí alguna teoría?
No hubo tiempo de responder, porque en ese momento una voz excitada llamó desde Control.
—¡
Resolution
! ¿Están todos bien? ¿Han notado eso?
—¿Notar qué?
—Creemos que ha sido un terremoto. Ha debido ocurrir el instante mismo en que cesaron esos fuegos artificiales.
—¿Algún daño?
—No, parece que no. En realidad no ha sido violento, pero nos ha sacudido un poco.
—Nosotros no hemos sentido nada. Pero claro, no lo íbamos a sentir estando en el mar.
—Sí, por supuesto, qué tontería. De todas maneras, todo parece tranquilo ahora... hasta la próxima vez.
—Sí, hasta la próxima vez —repitió Norton.
El misterio de Rama se acrecentaba; cuanto más cosas descubrían acerca de ese mundo, tanto menos lo entendían.
Alguien lanzó un grito desde el timón.
—Jefe!... ¡Mire... allá arriba, en el cielo!
Norton levantó la vista y rápidamente recorrió el circuito del cielo. No vio nada hasta que su mirada había casi alcanzado el cenit y se encontró contemplando el otro lado del mundo.
—¡Dios mío! —murmuró con lentitud, mientras se daba cuenta de que la «próxima vez» ya la tenían casi encima.
Una ola gigantesca avanzaba hacia ellos por la eterna curva del Mar Cilíndrico.
A
ún en ese momento de shock, la primera preocupación de Norton fue por su nave.
—¡
Endeavour
! —llamó—. ¡Informe de la situación!
—Todo bien, jefe —fue la tranquilizadora respuesta de su segundo—. Sentimos un débil temblor, pero nada que pudiera causar daño a la nave. Ha habido un leve cambio de posición en Rama; me informan que es de aproximadamente punto dos grados. También creen que la velocidad de rotación se ha alterado un tanto. Tendremos los cálculos exactos en un par de minutos.
«De modo que ya ha empezado a suceder —pensó Norton—; y antes de lo que esperábamos; todavía estamos lejos del perihelio y el momento lógico para un cambio orbital.
Pero indudablemente estaba produciéndose alguna clase de ajuste y tal vez sobrevendrían más alteraciones.
Entretanto, los efectos de este primero eran demasiado obvios allá arriba, en la curvada sábana de agua que parecía estar cayendo perpetuamente del cielo. La ola gigantesca estaba a una distancia de diez kilómetros, y abarcaba todo el ancho del mar desde la costa norte a la sur. Cerca de la orilla formaba una espumosa pared blanca, pero en aguas profundas era una línea azul apenas visible que se movía mucho más rápido que las grandes olas a uno y otro flanco. El arrastre de la corriente ya la doblaba en un arco, con la porción central adelantándose más y más.
—Sargento —dijo Norton con tono urgente—, éste es su trabajo. ¿Qué podemos hacer?
La sargento Barnes había detenido la balsa por completo y se concentraba en el estudio de la situación. Su expresión, Norton lo comprobó aliviado, no mostraba indicios de alarma sino más bien cierta excitación, como la del atleta experimentado a punto de aceptar un desafío.
—Quisiera que tuviésemos algún sondador —dijo—. Si estamos en aguas profundas no hay de qué preocuparse.
—En ese caso estamos bien —repuso Norton—. Nos encontramos a cuatro kilómetros de la orilla.
—Espero que sea así, pero deseo estudiar la situación.
La sargento Barnes aplicó energía otra vez e hizo girar a la
Resolution
hasta que estuvo otra vez en movimiento, directamente hacia la ola que se aproximaba. Norton calculó que su porción central les alcanzaría en menos de cinco minutos, pero también pudo apreciar que no presentaba un peligro serio. Era sólo una onda de menos de un metro de altura corriendo desbocada, y que apenas llegaría a sacudir la embarcación. La verdadera amenaza eran las paredes de espuma que arrastraba tras de sí, a bastante distancia.
Súbitamente, en el centro mismo del mar, apareció una línea de olas más bajas. La ola grande obviamente había chocado contra una pared sumergida, de varios kilómetros de largo, no muy debajo de la superficie. Al mismo tiempo, las olas de los dos flancos se rompieron al encontrar aguas más profundas.
Placas antichoques, pensó Norton; igual que en los tanques de propulsión del
Endeavour
, sólo que de una escala mil veces mayor. Debía haber una compleja distribución de ellas alrededor del mar, para restar potencia a cualquier ola con la mayor rapidez posible. Lo único que nos importa ahora es: ¿estamos justo encima de una de ellas?
La sargento Barnes se adelantó a su pensamiento. Detuvo la
Resolution
y tiró el ancla. Chocó contra el fondo a sólo cinco metros.
—¡Ícenla! —ordenó a su tripulación—. ¡Tenemos que alejamos de aquí!
Norton estuvo de acuerdo. Pero, ¿en qué dirección? La sargento dirigía la embarcación a toda velocidad hacia la ola gigantesca, que ahora estaba sólo a cinco kilómetros. Por primera vez oyó el sonido de su proximidad: un estruendo distante e inconfundible, que jamás creyó oír en el interior de Rama. Luego su intensidad se alteró. La porción central volvía a derrumbarse, y otra vez se hinchaban los flancos.
Trató de calcular la distancia entre las placas de desviación sumergidas, presumiendo que estaban escalonadas a intervalos iguales. Si estaba en lo cierto, debían estar acercándose a otra; si lograban estacionar la balsa en las aguas profundas entre dos de ellas, no correrían peligro.
La sargento Barnes paró y volvió a arrojar el ancla. Descendió treinta metros sin tocar fondo.
—Estamos bien —dijo, con un suspiro de alivio—. Pero mantendré el motor en funcionamiento.
Ahora sólo quedaban las rezagadas paredes de espuma a lo largo de la costa. Allí, en el centro del mar, volvía a reinar la calma, excepto la insignificante onda azul que seguía avanzando hacia ellos. La sargento Barnes mantenía la
Resolution
en su curso hacia la turbulencia, lista para pasar a plena potencia en el momento justo.
Entonces, a sólo dos kilómetros delante de la
Resolution
, el mar comenzó a agitarse nuevamente. La superficie se arqueó lanzando espumarajos de furia, y ahora su estruendo parecía llenar los ámbitos del mundo. Sobre la ola de dieciséis kilómetros de alto del Mar Cilíndrico, se sobreponía una onda de menor tamaño semejante a una avalancha que desciende atronadora por la ladera de una montaña. Y esa onda era lo bastante grande para matarlos.
La sargento Barnes debió ver las expresiones de los rostros de su tripulación. Gritó, sobre el estruendo:
—¿De qué tienen miedo? ¡He remontado olas más grandes que ésta! —Eso no era verdad; y tampoco agregó que sus experiencias previas habían tenido lugar en un barco bien equipado, no en una balsa improvisada—. Pero si nos vemos obligados a saltar —añadió—, esperen hasta que yo les dé la orden. Revisen sus salvavidas.
«Es magnífica, como un guerrero vikingo que se dispone a entrar en batalla; obviamente disfruta cada minuto de la aventura —pensó el comandante—. Y es probable que tenga razón... a menos que hayamos calculado mal».
La ola continuaba subiendo, y se curvaba hacia arriba y los costados. El declive encima de sus cabezas probablemente exageraba su altura, pero lo cierto era que parecía enorme, una irresistible fuerza de la naturaleza que lo arrastraría todo a su paso.
Pero entonces, en cuestión de segundos, se derrumbó, como un rascacielos con los cimientos socavados. Pasó sobre la barrera sumergida, y otra vez estuvo en aguas profundas. Cuando les alcanzó, un minuto después, la
Resolution
apenas se zarandeó un par de veces antes de que la sargento Barnes cambiara el rumbo y la enfilara hacia el norte a toda velocidad.
—Gracias, Ruby; ha sido una espléndida maniobra. Pero, ¿estaremos en suelo firme antes de que se repita el fenómeno?
—Probablemente no; la ola volverá a formarse en unos veinte minutos. Pero ya habrá perdido casi toda su fuerza. Apenas la notaremos.
Ahora que la ola gigantesca había pasado, podían relajarse y disfrutar del viaje, aunque en realidad ninguno de ellos se sentiría tranquilo hasta haber regresado al punto de partida. El trastorno había causado remolinos en el agua, y había dejado además en el aire un olor ácido muy peculiar —... como de hormigas trituradas— como lo describió muy bien Jimmy. Aunque desagradable, el olor de marras no provocó los mareos y náuseas que podían suponerse. Era algo tan extraño que la fisiología humana no tenía reacción para ello.
Un minuto más tarde, el frente de la ola chocó contra la siguiente barrera sumergida y se alejaba trepando el cielo. Esta vez, visto desde atrás, el espectáculo carecía de interés y los viajeros se avergonzaron de haber sentido miedo. Empezaban a sentirse dueños del Mar Cilíndrico.
La impresión fue por lo tanto mayor cuando, a no más de cien metros de distancia, algo semejante a una rueda de lento girar comenzó a levantarse del agua.
Brillantes radios de rueda metálicos, de cinco metros de largo, emergieron chorreando agua, giraron un momento al vivo resplandor de Rama, y volvieron a hundirse. Era como si una estrella de mar gigante, con brazos tubulares hubiese quebrado la superficie.
A primera vista resultaba imposible determinar si se trataba de un animal o una maquinaria. Luego resurgió y permaneció casi a flor de agua, meciéndose con el suave balanceo de las olas.
Ahora que podían verlo comprobaron que había nueve brazos, al parecer unidos y que partían de un disco central. Dos de los brazos estaban rotos, separados de la juntura exterior. Los otros terminaban en una complicada colección de manipuladores que le trajeron a Jimmy fuertes reminiscencias del cangrejo que había encontrado en el hemisferio sur. Los dos seres provenían de la misma línea de evolución, o del mismo tablero de dibujo.
En el centro del disco se notaba una especie de torrecilla con tres grandes ojos. Dos estaban cerrados, uno abierto, y aun éste aparecía sin brillo, muerto. Nadie dudó de que estaban presenciando la agonía de algún extraño monstruo, arrojado a la superficie por el reciente alboroto submarino.
Luego comprobaron que no había venido solo. Nadando a su alrededor y tirando mordiscos a sus miembros que aún se movían débilmente, había dos pequeñas bestias semejantes a langostas muy desarrolladas. Con toda eficiencia cortaban al monstruo en pedacitos, y éste nada hacía para defenderse aunque sus propios tentáculos parecían muy capaces de lidiar con los atacantes.
Otra vez recordó Jimmy al cangrejo que había destrozado la
Libélula
. Observó con atención mientras el conflicto unilateral proseguía, y no tardó en ver confirmadas sus impresiones.
—Mire, jefe —murmuró—. ¿Está viendo?... ¡no se lo comen! Ni siquiera tienen boca. Simplemente lo están reduciendo a fragmentos. Eso es lo que ocurrió con la
Libélula
.
—Tiene razón, Jimmy. Lo están desguazando pieza por pieza, como a una máquina rota. —Norton arrugó la nariz—. Pero ninguna máquina rota ha olido nunca así.
Luego otro pensamiento lo asaltó.
—¡Dios mío!... ¡Puede que en cualquier momento empiecen con nosotros! Ruby, por favor, condúzcanos a la orilla lo más pronto que pueda.
La
Resolution
dio un empujón hacia adelante con un absoluto desprecio por la vida de sus células de energía. Detrás de ellos, los nueve tentáculos de la gigantesca estrella de mar —no se les ocurría un nombre más apropiado para el monstruo— eran cercenados cada vez más, hasta que finalmente todo el impresionante cuadro vivo se hundió en las profundidades del mar.
No hubo persecución, pero no volvieron a respirar tranquilos hasta que la
Resolution
hubo llegado a la orilla y agradecidos saltaron al suelo firme.
Al volver la mirada hacia la misteriosa y ahora siniestra franja de agua, Norton resolvió ceñudamente que nadie volvería a navegar por ella. Había demasiados elementos desconocidos, demasiados peligros al acecho.
También miró hacia las torres y murallas de Nueva York y la mancha oscura de la escarpa del continente, más allá. Estaban seguros ahora, a cubierto de la curiosidad del hombre. Jamás volvería a tentar a los dioses de Rama.