Cuando se acercó lo suficiente para asomarse a su interior, Jimmy pudo ver una laguna de siniestras aguas verdes, espesas, por lo menos medio kilómetro abajo. Eso la ponía justamente a nivel del mar, y se preguntó si no estarían conectados.
Serpeando en el interior de la hoya había una rampa en espiral incrustada casi en la escarpada pared, de modo que el efecto era el del estriado de un inmenso cañón de escopeta. Parecía haber un notable número de vueltas, y sólo cuando Jimmy siguió su trazado durante varias revoluciones, confundiéndose más y mas en el proceso, comprendió que no había una rampa sino tres, totalmente independientes una de otra y con una separación de 120 grados entre ellas. En cualquier lugar que no fuera Rama, todo el concepto habría sido un impresionante
tour de force
arquitectónico.
Las tres rampas se internaban en la laguna y desaparecían debajo de su opaca superficie. Próximo a la línea del agua, Jimmy pudo ver un grupo de negros túneles, o cuevas. Tenían una apariencia bastante sospechosa, y se preguntó si estarían habitadas. Tal vez los ramanes fueran anfibios.
Cuando el cangrejo se aproximó al borde de la hoya, Jimmy supuso que iba a descender por una de las rampas, para llevar tal vez los restos de la
Libélula
a algún ente capaz de determinar su valor. En cambio, la criatura caminó en línea recta hasta la orilla, extendió casi la mitad del cuerpo sobre el espacio abierto sin señal alguna de vacilación —aunque un error de unos pocos centímetros habría resultado desastroso— e imprimió a su cuerpo una brusca sacudida. Los fragmentos de la
Libélula
cayeron aleteando a las profundidades.
Al verlos desaparecer, los ojos de Jimmy se llenaron de lágrimas. Diez puntos, pensó amargamente, para la inteligencia de este robot o animal.
Habiendo eliminado la basura, el cangrejo dio media vuelta y empezó a caminar hacia Jimmy, inmóvil a apenas diez metros de distancia. ¿Me dará el mismo tratamiento? —se preguntó. Confiaba en que la cámara no estuviera muy insegura en sus manos mientras enfocaba para Control al monstruo que se aproximaba rápidamente.
—¿Qué aconsejan? —murmuró angustiado, aunque sin mucha esperanza de obtener una respuesta útil. Significaba un pobre consuelo comprender que estaba haciendo historia, y su mente recorría todos los patrones aprobados para un encuentro semejante. Hasta ese momento todos habían sido puramente teóricos. El iba a ser el primer hombre que los probara en la práctica.
—No corra hasta que esté seguro de que es hostil —le respondieron desde Control.
¿Correr hacia dónde?, se preguntó Jimmy. Pensaba que podía dejar atrás a la «cosa» en una carrera de cien metros, pero tenía la desagradable seguridad de que a la larga, le vencería.
Lentamente, Jimmy extendió sus manos abiertas. Los hombres habían estado discutiendo durante doscientos años respecto a este ademán. ¿Lo interpretarían todos los seres, de cualquier lugar del universo, como «¿Ve? No tengo armas» Pero a nadie se le había ocurrido nada mejor.
El cangrejo no tuvo ninguna reacción y tampoco disminuyó la velocidad de su marcha. Ignoró a Jimmy por completo, pasó delante de él y se dirigió hacia el sur. Sintiéndose muy tonto, el representante del Homo sapiens observó a su Primer Contacto mientras se alejaba a través de la planicie de Rama, por completo indiferente a su presencia.
Rara vez se había sentido tan humillado en su vida. Luego su sentido del humor acudió en su ayuda. Al fin de cuentas, no era tan importante haber sido ignorado por un cubo de basura con seis patas. Habría sido mucho peor ser recibido por él como un hermano por mucho tiempo perdido.
Volvió a caminar hasta la orilla de Copérnico, y se puso a mirar sus aguas opacas. Por primera vez reparó en las vagas formas, algunas de ellas bien grandes, que se movían con lentitud de un lado al otro debajo de la superficie. Pronto una de ellas se dirigió hacia la rampa en espiral más próxima, y algo parecido a un tanque de múltiples patas inició el largo ascenso. Al paso que iba, coligió Jimmy, tardaría casi una hora en llegar al borde; si se trataba de una amenaza, se movía muy despacio.
Luego notó el fluctuar de un movimiento mucho más rápido, cerca de esas aberturas como bocas de cueva al lado de la línea del agua. Algo corría con rapidez a lo largo de la rampa, pero no podía percibirlo con claridad, o discernir ninguna forma definida. Era como si estuviese mirando un remolino móvil de polvo del tamaño aproximado de un hombre.
Parpadeó y sacudió la cabeza, manteniendo los ojos cerrados durante varios segundos. Cuando volvió a abrirlos, la aparición ya no estaba.
Tal vez el golpe le había afectado más de lo que supuso; ésta era la primera vez en su vida que sufría de alucinaciones visuales. No lo mencionaría a Control.
Tampoco se molestaría en explorar esas rampas, como pensó hacerlo. Sería, obviamente, una pérdida inútil de energías.
El fantasma giratorio que simplemente había imaginado divisar en el fondo de la hoya nada tenía que ver con su decisión. Nada en absoluto, porque, desde luego, Jimmy no creía en los fantasmas.
L
os esfuerzos de Jimmy le habían producido sed, y se sintió agudamente consciente del hecho de que en ese mundo no había agua que un hombre pudiese beber. Con el contenido de su botella probablemente sobreviviría una semana, pero, ¿con qué objeto? Los mejores cerebros de la Tierra estarían pronto concentrados en su problema, y sin duda el comandante Norton se vería bombardeado con sugerencias. Pero él no imaginaba modo alguno en que pudiera descender medio kilómetro por la cara de esa escarpa. Aun cuando contara con una soga suficientemente larga, no había lugar al cual sujetarla.
De cualquier manera era tonto, y de poco hombre, entregarse sin lucha. Cualquier ayuda tendría que venir del mar, y mientras marchaba hacia él seguiría con su trabajo como si nada hubiese sucedido. Ninguna otra persona tendría jamás oportunidad de observar y fotografíar las variadas regiones a través de las cuales debía pasar, y eso le aseguraría una inmortalidad póstuma. Aunque hubiera preferido muchos otros honores, eso era mejor que nada.
Se encontraba sólo a tres kilómetros del mar que la pobre
Libélula
habría podido cruzar, pero parecía poco probable que lo alcanzara en una línea recta; parte del terreno frente a él se convertiría quizá en un obstáculo demasiado grande. No era, empero, un problema, porque había otras rutas que podía seguir. Las veía todas en el gigantesco mapa curvado que se extendía hacia arriba y a ambos lados de él.
Tenía tiempo de sobra; comenzaría con el paisaje más interesante, aun cuando lo sacara de la ruta directa. Más o menos a un kilómetro de distancia, a la derecha, había un cuadrado de terreno que brillaba como si fuese cristal tallado o una gigantesca exhibición de joyas. Fue probablemente este pensamiento lo que hizo que Jimmy apretara el paso. Hasta de un hombre condenado se podía, razonablemente, esperar que demostrara algún interés en unos cuantos miles de metros cuadrados de gemas.
No se sintió particularmente decepcionado cuando las supuestas joyas resultaron ser cristales de cuarzo, millones de ellos, engastados en un lecho de arena. El adyacente cuadrado del tablero de ajedrez era más interesante. Estaba cubierto de columnas huecas de metal, colocadas muy cerca una de otra y de alturas que iban desde un metro a cinco. El lugar era completamente intransitable; sólo un tanque habría podido pasar a través de ese bosque de tubos.
Jimmy caminó entre los cristales y las columnas hasta que llegó al primer cruce de caminos. El cuadrado de la derecha era una enorme alfombra o tapiz, hecho de alambre entretejido; trató de soltar uno de los alambres, pero no pudo romperlo. A la izquierda había un mosaico de baldosas hexagonales, tan bien colocadas que no se notaba ninguna unión entre ellas. Habría parecido una superficie formada de una sola pieza si las baldosas no hubiera tenido todos los colores del arco iris. Jimmy pasó varios minutos tratando de encontrar dos baldosas adyacentes del mismo color, para ver si así podía distinguir sus límites pero no descubrió un solo ejemplo de tal coincidencia
Mientras hacía con la cámara una toma panorámica del cruce de caminos y los cuadrados, se quejó plañideramente a Control.
—¿Qué creen ustedes que es esto? Me siento como atrapado en un gigantesco rompecabezas. ¿O acaso esto es la
Galería de Arte de Roma
?
—Estamos tan perplejos como usted, Jimmy —fue la respuesta—. Pero hasta ahora no hemos visto señales que los ramanes tuvieran inclinaciones artísticas. Esperemos hasta tener algunos otros ejemplos antes de llegar a una conclusión.
Los dos ejemplos que encontró en el siguiente cruce de caminos no le ayudaron mucho. Uno era un cuadrado totalmente liso, de un gris neutro y uniforme, duro pero resbaladizo al tacto. El otro era una esponja suave, perforada por billones de agujeros diminutos. Lo tocó con la punta del pie, y toda la superficie onduló debajo de él produciéndole náuseas como arenas movedizas apenas estabilizadas.
En el siguiente cruce de caminos descubrió algo sorprendentemente parecido a un campo arado, con la diferencia de que los surcos eran de un metro de profundidad, y el material del cual estaban hechos tenía textura de una lima o escofina. Pero Jimmy prestó escasa atención a esta rareza, porque el cuadrado contiguo era el más desconcertante de cuantos había visto, porque había algo que podía comprender. Y era más que poco inquietante.
Todo el cuadrado estaba rodeado de una cerca, tan convencional que no la hubiera mirado dos veces si la hubiese visto en la Tierra. Había postes, aparentemente de metal, a cinco metros de distancia uno de otro, con seis hilos de alambre tendidos bien tensos entre ellos.
Detrás de esa cerca había otra idéntica, y detrás una tercera. Era otro ejemplo de la redundancia de Rama; lo que quedara encerrado en los límites de ese vallado, no tendría la mínima posibilidad de escapar. No había entrada, ninguna verja que pudiera abrirse para dar paso a la bestia o bestias que presumiblemente se guardaban allí. En cambio había un solo agujero, como una pequeña versión de Copérnico, en el centro del cuadrado. Aún en circunstancias distintas, Jimmy quizá no hubiera vacilado; pero ahora no tenía nada que perder. Escaló con rapidez las tres cercas, se aproximó al agujero y miró adentro.
A diferencia de Copérnico, este pozo tenía sólo cincuenta metros de profundidad. Había tres salidas de túneles en el fondo; cada una parecía bastante grande para acomodar a un elefante, y eso era todo.
Después de estudiarlo un buen rato, Jimmy decidió que lo único que daría sentido a toda esa disposición sería que el piso del pozo fuera un ascensor. Pero qué levantaba nunca lo sabría; sólo podía presumir que era algo muy grande y posiblemente muy peligroso.
Durante las próximas horas caminó más de diez kilómetros a lo largo de la orilla del mar, y los cuadrados del tablero de ajedrez comenzaron a confundirse en su memoria. Había visto algunos por completo encerrados en estructuras de malla de alambre como si fuesen gigantescas pajareras. Otros parecían charcos de líquido congelado que mantenían la forma de remolinos; sin embargo, cuando probó su consistencia con mucha precaución descubrió que eran sólidos. Y había uno tan negro que casi no pudo verlo; sólo el sentido del tacto le reveló que allí había algo.
Ahora, empero, notaba una sutil modulación en algo que sí podía entender. Situados uno tras otro hacia el sur había una serie de (ninguna otra palabra serviría para el caso) campos. Podía haber estado pasando frente a un establecimiento agrícola experimental de su planeta. Cada cuadrado era una extensión regular de tierra cuidadosamente nivelada, la primera vista hasta entonces en el paisaje metálico de Rama.
Esos campos verdes estaban vírgenes, sin vida, a la espera de siembras que nunca fueron hechas. Jimmy se preguntó cuál sería el propósito de esas tierras de labranza, ya que parecía increíble que seres tan adelantados como los ramanes se dedicaran a ninguna forma de agricultura; aun en la Tierra, en la actualidad, cultivar la tierra no era más que un hobby popular, y una fuente proveedora de exóticos y costosos productos alimenticios. Pero habría podido jurar que ésos eran potenciales campos de siembra, inmaculadamente preparados. Nunca había visto tierra tan limpia; cada cuadrado aparecía cubierto de una gran lámina de plástico transparente, flexible y fuerte. Trató de cortar una parte para obtener una muestra, pero su cuchillo apenas raspó la superficie.
Más lejos había otros campos, y en muchos de ellos se advertían complicadas construcciones de varillas y alambres, presumiblemente destinadas a sostener plantas trepadoras. Esos campos parecían desiertos y desolados, como árboles sin hojas en pleno invierno. El invierno que conocieron debió ser realmente largo y terrible y esas pocas semanas de luz y calor podían significar sólo un breve intermedio antes de que nuevamente se asentara sobre Rama.
Jimmy nunca supo qué le hizo detenerse y mirar con más atención al laberinto de metal en dirección sur. En forma inconsciente, su mente debió estar estudiando todos los detalles a su alrededor y notó, en ese fantásticamente extraño paisaje, algo más anormal aún.
Más o menos a un cuarto de kilómetro de distancia, en medio de un enrejado de alambres y varillas, brillaba una singular mancha de color. Era tan pequeña e insignificante que quedaba casi en los límites de la visibilidad; en la Tierra, nadie la habría mirado dos veces. Sin embargo, indudablemente, una de las razones por las cuales reparó en ella ahora era porque le recordaba a la Tierra.
No informó de su hallazgo a Control hasta que estuvo seguro de que no se trataba de un error, de que su propia ansiedad no le provocaba alucinaciones. Sólo cuando, estuvo a unos pocos metros de distancia pudo tener la completa seguridad de que la vida, tal como él la conocía, se había introducido en el estéril y aséptico mundo de Rama. Allí, abierta en solitario esplendor al borde del hemisferio sur, había una flor.
Al acercarse, le resultó obvio a Jimmy que algo había pasado. El forro exterior, esa lámina de plástico transparente que probablemente protegía la capa de tierra de la contaminación propagada por indeseables formas de vida, mostraba un agujero. A través de esta rotura pasaba un tallo verde, más o menos del grueso del dedo meñique de un hombre, que se enroscaba subiendo por el enrejado. A un metro del suelo estallaba en una florescencia de hojas azuladas, más parecidas a plumas que al follaje de cualquier planta conocida por Jimmy. El tallo terminaba, a nivel de los ojos, en lo que creyó al principio era una sola flor. Ahora comprobaba, sin la menor sorpresa, que eran en realidad tres flores unidas muy juntas.