Cincuenta sombras más oscuras (43 page)

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Authors: E. L. James

Tags: #Erótico, #Romántico

BOOK: Cincuenta sombras más oscuras
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Me mira intensamente.

—Anastasia Steele, eres la mujer más tozuda que conozco.

Cierra los ojos mientras niega con la cabeza, como si no diera crédito.

Oh, ha vuelto. Aliviada, lanzo un largo y profundo suspiro.

Él abre los ojos de nuevo, y su expresión es triste y desamparada… sincera.

—¿No pensabas dejarme? —pregunta.

—¡No!

Vuelve a cerrar los ojos y todo su cuerpo se relaja. Cuando los abre, veo su dolor y su angustia.

—Pensé… —Se calla—. Este soy yo, Ana. Todo lo que soy… y soy todo tuyo. ¿Qué tengo que hacer para que te des cuenta de eso? Para hacerte ver que quiero que seas mía de la forma que tenga que ser. Que te quiero.

—Yo también te quiero, Christian, y verte así es… —Me falta el aire y vuelven a brotar las lágrimas—. Pensé que te había destrozado.

—¿Destrozado? ¿A mí? Oh, no, Ana. Todo lo contrario. —Se acerca y me coge la mano—. Tú eres mi tabla de salvación —susurra, y me besa los nudillos antes de apoyar su palma contra la mía.

Con los ojos muy abiertos y llenos de miedo, tira suavemente de mi mano y la coloca sobre su pecho, cerca del corazón… en la zona prohibida. Se le acelera la respiración. Su corazón late desbocado, retumbando bajo mis dedos. No aparta los ojos de mí; su mandíbula está tensa, los dientes apretados.

Yo jadeo. ¡Oh, mi Cincuenta! Está permitiendo que le toque. Y es como si todo el aire de mis pulmones se hubiera volatilizado… desaparecido. Noto el zumbido de la sangre en mis oídos, y el ritmo de mis latidos aumenta para acompasarse al suyo.

Me suelta la mano, dejándola posada sobre su corazón. Flexiono ligeramente los dedos y siento la calidez de su piel bajo la liviana tela de la camisa. Está conteniendo la respiración. No puedo soportarlo. Y retiro la mano.

—No —dice inmediatamente, y vuelve a poner su mano sobre la mía, presionando con sus dedos los míos—. No.

Incitada por esas dos palabras, me deslizo por el suelo hasta que nuestras rodillas se tocan, y levanto la otra mano con cautela para que sepa exactamente qué me dispongo a hacer. Él abre más los ojos, pero no me detiene.

Empiezo a desabrocharle con delicadeza los botones de la camisa. Con una mano es difícil. Flexiono los dedos que están bajo los suyos y él me suelta, y me permite usar ambas manos para desabotonarle la prenda. No dejo de mirarle a los ojos mientras le abro la camisa, y su torso queda a la vista.

Él traga saliva, separa los labios y se le acelera la respiración, y noto que su pánico aumenta, pero no se aparta. ¿Sigue actuando como un sumiso? No tengo ni idea.

¿Debo hacer esto? No quiero hacerle daño, ni física ni mentalmente. Verle así, ofreciéndose por completo a mí, ha sido un toque de atención.

Alargo la mano y la dejo suspendida sobre su pecho, y le miro… pidiéndole permiso. Él inclina la cabeza a un lado muy sutilmente, armándose de valor ante mi inminente caricia. Emana tensión, pero esta vez no es ira… es miedo.

Vacilo. ¿De verdad puedo hacerle esto?

—Sí —musita… otra vez con esa singular capacidad de responder a mis preguntas no formuladas.

Extiendo los dedos sobre el vello de su torso y los hago descender con ternura sobre el esternón. Él cierra los ojos, y contrae el rostro como si sintiera un dolor insufrible. No puedo soportar verlo, de manera que aparto los dedos inmediatamente, pero él me sujeta la mano al instante y la vuelve a posar con firmeza sobre su torso desnudo. Cuando le toco con la palma de la mano, se le eriza el vello.

—No —dice, con la voz quebrada—. Lo necesito.

Aprieta los ojos con más fuerza. Esto debe de ser una tortura para él. Es un auténtico suplicio verle. Le acaricio con los dedos el pecho y el corazón, con mucho cuidado, maravillada con su tacto, aterrorizada de que esto sea ir demasiado lejos.

Abre sus ojos grises, que me fulminan, ardientes.

Dios santo. Es una mirada salvaje, abrasadora, intensísima, y respira entrecortadamente. Hace que me hierva la sangre y me estremezca.

No me ha detenido, de manera que vuelvo a pasarle los dedos sobre el pecho y sus labios se entreabren. Jadea, y no sé si es por miedo o por algo más.

Hace tanto tiempo que ansío besarle ahí, que me inclino sobre las rodillas y le sostengo la mirada durante un momento, dejando perfectamente claras mis intenciones. Luego me acerco y poso un tierno beso sobre su corazón, y siento la calidez y el dulce aroma de su piel en mis labios.

Su ahogado gemido me conmueve tanto que vuelvo a sentarme sobre los talones, temiendo lo que veré en su rostro. Él ha cerrado los ojos con firmeza, pero no se ha movido.

—Otra vez —susurra, y me inclino nuevamente sobre su torso, esta vez para besarle una de las cicatrices.

Jadea, y le beso otra, y otra. Gruñe con fuerza, y de pronto sus brazos me rodean y me agarra el pelo, y me levanta la cabeza con mucha brusquedad hasta que mis labios se unen a su boca insistente. Y nos besamos, y yo enredo los dedos en su cabello.

—Oh, Ana —suspira, y se inclina y me tumba en el suelo, y ahora estoy debajo de él.

Deslizo mis manos en torno a su hermoso rostro y, en ese momento, noto sus lágrimas.

Está llorando… no. ¡No!

—Christian, por favor, no llores. He sido sincera cuando te he dicho que nunca te dejaré. De verdad. Si te he dado una impresión equivocada, lo siento… por favor, por favor, perdóname. Te quiero. Siempre te querré.

Se cierne sobre mí y me mira con una expresión llena de dolor.

—¿De qué se trata?

Abre todavía más los ojos.

—¿Cuál es este secreto que te hace pensar que saldré corriendo para no volver? ¿Qué hace que estés tan convencido de que te dejaré? —suplico con voz trémula—. Dímelo, Christian, por favor…

Él se incorpora y se sienta, esta vez con las piernas cruzadas, y yo hago lo mismo con las mías extendidas. Me pregunto vagamente si no podríamos levantarnos del suelo, pero no quiero interrumpir el curso de sus pensamientos. Por fin va a confiar en mí.

Baja los ojos hacia mí y parece absolutamente desolado. Oh, Dios… esto es grave.

—Ana…

Hace una pausa, buscando las palabras con gesto de dolor… ¿Qué demonios pasa?

Inspira profundamente y traga saliva.

—Soy un sádico, Ana. Me gusta azotar a jovencitas menudas como tú, porque todas os parecéis a la puta adicta al crack… mi madre biológica. Estoy seguro de que puedes imaginar por qué.

Lo suelta de golpe, como si llevara días y días madurando esa declaración en la cabeza y estuviera desesperado por librarse de ella.

Mi mundo se detiene. Oh, no.

Esto no es lo que esperaba. Esto es malo. Realmente malo. Le miro, intentando entender las implicaciones de lo que acaba de decir. Esto explica por qué todas nos parecemos.

Lo primero que pienso es que Leila tenía razón: «El Amo es oscuro».

Recuerdo la primera conversación que tuve con él sobre sus tendencias, cuando estábamos en el cuarto rojo del dolor.

—Tú dijiste que no eras un sádico —musito, en un desesperado intento por comprenderle… por encontrar alguna excusa que le justifique.

—No, yo dije que era un Amo. Si te mentí fue por omisión. Lo siento.

Baja la vista por un instante a sus uñas perfectamente cuidadas.

Creo que está avergonzado. ¿Avergonzado por haberme mentido? ¿O por lo que es?

—Cuando me hiciste esa pregunta, yo tenía en mente que la relación entre ambos sería muy distinta —murmura.

Y su mirada deja claro que está aterrado.

Entonces caigo de golpe en la cuenta. Si es un sádico, necesita realmente todo eso de los azotes y los castigos. Por Dios, no. Me cojo la cabeza entre las manos.

—Así que es verdad —susurro, alzando la vista hacia él—. Yo no puedo darte lo que necesitas.

Eso es… eso significa que realmente somos incompatibles.

El mundo se abre bajo mis pies, todo se desmorona a mi alrededor mientras el pánico atenaza mi garganta. Se acabó. No podemos seguir con esto.

Él frunce el ceño.

—No, no, no, Ana. Sí que puedes. Tú me das lo que yo necesito. —Aprieta los puños—. Créeme, por favor —murmura, y sus palabras suenan como una plegaria apasionada.

—Ya no sé qué creer, Christian. Todo esto es demasiado complicado —murmuro, y siento escozor y dolor en la garganta, ahogada por las lágrimas que no derramo.

Cuando vuelve a mirarme, tiene los ojos muy abiertos y llenos de luz.

—Ana, créeme. Cuando te castigué y después me abandonaste, mi forma de ver el mundo cambió. Cuando dije que haría lo que fuera para no volver a sentirme así jamás, no hablaba en broma. —Me observa angustiado, suplicante—. Cuando dijiste que me amabas, fue como una revelación. Nadie me había dicho eso antes, y fue como si hubiera enterrado parte de mi pasado… o como si tú lo hubieras hecho por mí, no lo sé. Es algo que el doctor Flynn y yo seguimos analizando a fondo.

Oh. Una chispa de esperanza prende en mi corazón. Quizá lo nuestro pueda funcionar. Yo quiero que funcione. ¿Lo quiero de verdad?

—¿Qué intentas decirme? —musito.

—Lo que quiero decir es que ya no necesito nada de todo eso. Ahora no.

¿Qué?

—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Simplemente lo sé. La idea de hacerte daño… de cualquier manera… me resulta abominable.

—No lo entiendo. ¿Qué pasa con las reglas y los azotes y todo eso del sexo pervertido?

Se pasa la mano por el pelo y casi sonríe, pero al final suspira con pesar.

—Estoy hablando del rollo más duro, Anastasia. Deberías ver lo que soy capaz de hacer con una vara o un látigo.

Abro la boca, estupefacta.

—Prefiero no verlo.

—Lo sé. Si a ti te apeteciera hacer eso, entonces vale… pero tú no quieres, y lo entiendo. Yo no puedo practicar todo eso si tú no quieres. Ya te lo dije una vez, tú tienes todo el poder. Y ahora, desde que has vuelto, no siento esa compulsión en absoluto.

Le miro boquiabierta durante un momento, e intento digerir todo lo que ha dicho.

—Pero cuando nos conocimos sí querías eso, ¿verdad?

—Sí, sin duda.

—¿Cómo puede ser que la compulsión desaparezca así sin más, Christian? ¿Como si yo fuera una especie de panacea y tú ya estuvieras… no se me ocurre una palabra mejor… curado? No lo entiendo.

Él vuelve a suspirar.

—Yo no diría «curado»… ¿No me crees?

—Simplemente me parece… increíble. Que es distinto.

—Si no me hubieras dejado, probablemente no me sentiría así. Abandonarme fue lo mejor que has hecho nunca… por nosotros. Eso hizo que me diera cuenta de cuánto te quiero, solo a ti, y soy sincero cuando digo que quiero que seas mía de la forma en que pueda tenerte.

Le miro fijamente. ¿Puedo creerme lo que dice? La cabeza me duele solo de intentar aclararme las ideas, y en el fondo me siento muy… aturdida.

—Aún sigues aquí. Creía que a estas alturas ya habrías salido huyendo —susurra.

—¿Por qué? ¿Porque podía pensar que eres un psicópata que azotas y follas a mujeres que se parecen a tu madre? ¿Por qué habrías de tener esa impresión? —siseo, con agresividad.

Él palidece ante la dureza de mis palabras.

—Bueno, yo no lo habría dicho de ese modo, pero sí —dice, con los ojos muy abiertos y gesto dolido.

Al ver su expresión seria, me arrepiento de mi arrebato y frunzo el ceño sintiendo una punzada de culpa.

Oh, ¿qué voy a hacer? Le observo y parece arrepentido, sincero… parece mi Cincuenta.

Y, de pronto, recuerdo la fotografía que había en su dormitorio de infancia, y en ese momento comprendo por qué la mujer que aparecía en ella me resultaba tan familiar. Se parecía a él. Debía de ser su madre biológica.

Me viene a la mente su comentario desdeñoso: «Nadie importante…». Ella es la responsable de todo esto… y yo me parezco a ella… ¡Maldita sea!

Christian se me queda mirando con crudeza, y sé que está esperando mi próximo movimiento. Parece sincero. Ha dicho que me quiere, pero estoy francamente confusa.

Esto es muy difícil. Me ha tranquilizado sobre Leila, pero ahora estoy más convencida que nunca de que ella era capaz de proporcionarle aquello que le da placer. Y esa idea me resulta terriblemente desagradable y agotadora.

—Christian, estoy exhausta. ¿Podemos hablar de esto mañana? Quiero irme a la cama.

Él parpadea, sorprendido.

—¿No te marchas?

—¿Quieres que me marche?

—¡No! Creí que me dejarías en cuanto lo supieras.

Acuden a mi mente todas las veces que ha dicho que le dejaría en cuanto conociera su secreto más oscuro… y ahora ya lo sé. Maldita sea… El Amo es oscuro.

¿Debería marcharme? Ya le dejé una vez, y eso estuvo a punto de destrozarme… a mí, y también a él. Yo le amo. De eso no tengo duda, a pesar de lo que me ha revelado.

—No me dejes —susurra.

—¡Oh, por el amor de Dios, no! ¡No pienso hacerlo! —grito, y es catártico.

Ya está. Lo he dicho. No voy a dejarle.

—¿De verdad? —pregunta abriendo mucho los ojos.

—¿Qué puedo hacer para que entiendas que no voy a salir corriendo? ¿Qué puedo decir?

Me mira fijamente, expresando de nuevo todo su miedo y su angustia. Traga saliva.

—Puedes hacer una cosa.

—¿Qué?

—Cásate conmigo —susurra.

¿Qué? ¿Realmente acaba de…?

Mi mundo se detiene por segunda vez en menos de media hora.

Dios mío. Me quedo mirando estupefacta a ese hombre profundamente herido al que amo. No puedo creer lo que acaba de decir.

¿Matrimonio? ¿Me ha propuesto matrimonio? ¿Está de broma? No puedo evitarlo: una risita tonta, nerviosa, de incredulidad, brota desde lo más profundo de mi ser. Me muerdo el labio para evitar que se convierta en una estruendosa carcajada histérica, pero fracaso estrepitosamente. Me tumbo de espaldas en el suelo y me rindo a ese incontrolable ataque de risa, riéndome como si no me hubiera reído nunca, con unas carcajadas tremendas, curativas, catárticas.

Y durante un momento estoy completamente sola, observando desde lo alto esta situación absurda: una chica presa de un ataque de risa junto a un chico guapísimo con problemas emocionales. Y cuando mi risa me hace derramar lágrimas abrasadoras, me tapo los ojos con el brazo. No, no… esto es demasiado.

Cuando la histeria remite, Christian me aparta el brazo de la cara con delicadeza. Yo levanto la vista y le miro.

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