Hunde la nariz en mi pelo. Adormecida, le echo los brazos al cuello y aspiro su aroma —oh, qué bien huele—, mientras él me lleva otra vez al dormitorio. Me tumba en la cama y me arropa.
—Duerme, nena —susurra, y me besa en la frente.
* * *
Me despierto sobresaltada de un sueño convulso y me quedo momentáneamente desorientada. Reacciono mirando con ansiedad a los pies de la cama, pero allí no hay nadie. Del salón llega el tenue sonido de una compleja melodía de piano.
¿Qué hora es? Miro el despertador: las dos de la madrugada. ¿Habrá dormido algo Christian? Apartando la bata que todavía llevo puesta y que se me enreda en las piernas, bajo de la cama.
Me quedo de pie en la penumbra del salón, escuchando. Christian está absorto en la música. Parece tranquilo y a salvo en su burbuja de luz. Y la pieza que interpreta es una melodía cadenciosa, con partes que me resultan familiares. Pero es muy compleja. Es un intérprete maravilloso. ¿Por qué siempre me sorprendo ante ello?
La escena en conjunto parece diferente de algún modo, y entonces me doy cuenta de que la tapa del piano está bajada y el entorno parece más diáfano. Él levanta la vista y nuestras miradas se encuentran. Sus ojos grises se iluminan bajo el difuso resplandor de la lámpara. Sigue tocando, sin la menor vacilación ni fallo, mientras yo me voy acercando. Me sigue con sus ojos, que se embeben de mí, arden y resplandecen. Cuando llego a su lado, deja de tocar.
—¿Por qué paras? Era precioso.
—¿Tienes idea de lo deseable que estás en este momento? —dice en voz baja.
Oh.
—Ven a la cama —susurro, y sus ojos refulgen cuando me tiende la mano.
La acepto, él tira repentinamente de mí y caigo en su regazo. Me rodea con sus brazos y me acaricia la nuca con la nariz, por detrás de la oreja, y un escalofrío me recorre la columna.
—¿Por qué nos peleamos? —murmura, y sus dientes me rozan el lóbulo.
Mi corazón late con fuerza y empieza a palpitar desbocado, y mi cuerpo se enardece.
—Porque nos estamos conociendo, y tú eres tozudo y cascarrabias y gruñón y difícil —murmuro sin aliento, y ladeo la cabeza para facilitarle el acceso a mi cuello.
Él baja la nariz por mi garganta, y noto que sonríe.
—Soy todas esas cosas, señorita Steele. Me asombra que me soporte. —Me mordisquea el lóbulo y yo gimo—. ¿Es siempre así? —suspira.
—No tengo ni idea.
—Yo tampoco.
Tira del cinturón de mi bata, la abre, y desliza una mano que me acaricia el cuerpo, los senos. Mis pezones se endurecen con sus tiernas caricias y se yerguen bajo el satén. Él sigue bajando hacia la cintura, hasta la cadera.
—Es muy agradable tocarte bajo esta tela, y se trasluce todo, incluso esto.
Tira suavemente de mi vello público y me provoca un gemido, mientras con la otra mano me agarra el pelo de la nuca. Me echa la cabeza hacia atrás y me besa con una lengua anhelante, despiadada, hambrienta. Yo respondo con un quejido y acaricio ese rostro tan querido. Con una mano tira hacia arriba de mi camisón, con delicadeza, despacio, seductor. Me acaricia el trasero desnudo y luego baja el pulgar hasta el interior del muslo.
De repente se levanta, sobresaltándome. Me coloca sobre el piano con los pies apoyados en las teclas, que emiten notas discordantes e inconexas, mientras sus manos suben por mis piernas y me separan las rodillas. Me sujeta las manos.
—Túmbate —ordena, sin soltarme las manos mientras yo me recuesto sobre el piano.
Noto en la espalda la tapa dura y rígida. Me libera las manos y me separa mucho las piernas. Mis pies bailan sobre las teclas, sobre las notas más graves y agudas.
Ay, Dios. Sé qué va a hacer, y la expectativa… Cuando me besa el interior de la rodilla gimo con fuerza. Luego me mordisquea mientras sube por la pierna hasta el muslo. Aparta la suave tela de satén del camisón, que se desliza hacia arriba sobre mi piel electrizada. Yo flexiono los pies y vuelven a sonar los acordes discordantes. Cierro los ojos y, cuando su mano alcanza el vértice de mis muslos, me rindo a él.
Me besa… ahí… Oh, Dios… ahora sopla ligeramente antes de trazar círculos con la lengua en mi clítoris. Empuja para separarme más las piernas, y yo me siento tan abierta… tan vulnerable. Me coloca bien, apoya las manos encima de mis rodillas, y su lengua sigue torturándome, sin cuartel, sin descanso… sin piedad. Yo alzo las caderas para unirme y acompasarme a su ritmo.
—Oh, Christian, por favor —gimo.
—Ah, no, nena, todavía no —dice con un deje burlón, pero noto que me acelero al ritmo de él, y entonces se detiene.
—No —gimoteo.
—Esta es mi venganza, Ana —gruñe suavemente—. Si discutes conmigo, encontraré el modo de desquitarme con tu cuerpo.
Dibuja un rastro de besos a través de mi vientre, sus manos recorren mis muslos hacia arriba, rozando, masajeando, seduciendo. Me rodea el ombligo con la lengua, mientras sus manos —y sus pulgares… oh, sus pulgares— llegan a la cúspide de mis muslos.
—¡Ah! —grito cuando uno de ellos penetra en mi interior.
El otro me acosa, despacio, de forma agónica, trazando círculos una y otra vez. Mi espalda se arquea y se separa de la tapa del piano, y me retuerzo bajo sus caricias. Es casi insoportable.
—¡Christian! —grito, y me sumerjo en una espiral descontrolada de deseo.
Él se apiada de mí y se para. Me levanta los pies del teclado, me empuja y me desliza sobre la tapa del piano. El satén resbala con suavidad, y él también se sube. Se arrodilla un momento para ponerse un condón. Se cierne sobre mí y yo jadeo, le miro con anhelo febril, y me doy cuenta de que está desnudo. ¿Cuándo se ha quitado la ropa?
Él baja la mirada hacia mí con ojos asombrados, maravillados de amor y pasión, y resulta embriagador.
—Te deseo tanto —dice y muy despacio, de forma exquisita, se hunde en mí.
Estoy tumbada sobre él, exhausta, siento las extremidades pesadas y lánguidas. Ambos estamos encima del piano. Oh, Dios. Es mucho más cómodo estar encima de Christian que sobre el piano. Con cuidado de no tocarle el torso, apoyo la mejilla en él y me quedo inmóvil. No protesta, y escucho su respiración, que se ralentiza como la mía. Me acaricia con ternura el pelo.
—¿Tomas té o café por las noches? —pregunto, medio dormida.
—Qué pregunta tan rara —dice también adormilado.
—Se me ocurrió llevarte un té al estudio, y entonces caí en la cuenta de que no sabía si te apetecería.
—Ah, ya. Por las noches agua o vino, Ana. Aunque a lo mejor debería probar el té.
Baja la mano cadenciosamente por mi espalda y me acaricia con ternura.
—La verdad es que sabemos muy poco uno del otro —murmuro.
—Lo sé —dice en tono afligido.
Me siento y le miro fijamente.
—¿Qué pasa? —pregunto.
Él mueve la cabeza, como si quisiera deshacerse de una idea desagradable. Levanta una mano y me acaricia la mejilla, con los ojos brillantes, muy serio.
—Te quiero, Ana Steele —dice.
* * *
A las seis en punto suena la alarma con la información del tráfico, y me despierta bruscamente de un perturbador sueño sobre rubias de intensa cabellera y mujeres de pelo oscuro. No entiendo de qué va todo esto, pero me olvido al momento porque Christian Grey me envuelve el cuerpo como la seda, con su mata de pelo rebelde sobre mi pecho, una mano sobre mis senos y una pierna echada por encima de mí, sujetándome. Él sigue durmiendo y yo tengo demasiado calor. Pero no hago caso de esa incómoda sensación, e intento pasarle los dedos por el pelo con suavidad. Se mueve, levanta sus brillantes ojos grises y sonríe adormilado. Oh, Dios… es adorable.
—Buenos días, preciosa —dice.
—Buenos días, precioso tú también.
Le devuelvo la sonrisa. Me besa, se desenreda para incorporarse, se apoya en un codo y me mira.
—¿Has dormido bien?
—Sí, a pesar de esa interrupción de anoche.
Su sonrisa se ensancha.
—Mmm. Tú puedes interrumpirme así siempre que quieras.
Vuelve a besarme.
—¿Y tú? ¿Has dormido bien?
—Contigo siempre duermo bien, Anastasia.
—¿Ya no tienes pesadillas?
—No.
Frunzo el ceño y me atrevo a preguntar:
—¿Sobre qué son tus pesadillas?
Él arquea una ceja y su sonrisa se desvanece. Maldita sea… mi estúpida curiosidad.
—Son imágenes de cuando era muy pequeño, según dice el doctor Flynn. Algunas muy claras, otras menos.
Se le quiebra la voz y aparece en su rostro una mirada distante y atormentada. Con aire ausente, resigue con el dedo el perfil de mi clavícula, tratando de desviar mi atención.
—¿Te despiertas llorando y gritando? —intento bromear, en vano.
Él me mira, perplejo.
—No, Anastasia. Nunca he llorado, que yo recuerde.
Frunce el ceño, como si se asomara al abismo de su memoria. Oh, no… probablemente sea un lugar demasiado siniestro para visitarlo en este momento.
—¿Tienes algún recuerdo feliz de tu infancia? —pregunto enseguida, básicamente para distraerle.
Se queda pensativo un momento, sin dejar de acariciarme la piel con el pulgar.
—Recuerdo a la puta adicta al crack preparando algo en el horno. Recuerdo el olor. Creo que era un pastel de cumpleaños. Para mí. Y luego recuerdo la llegada de Mia, cuando ya estaba con mis padres. A mi madre le preocupaba mi reacción, pero yo adoré a aquel bebé desde el primer momento. La primera palabra que dije fue «Mia». Recuerdo mi primera clase de piano. La señorita Kathie, la profesora, era extraordinaria. Y también criaba caballos.
Sonríe con nostalgia.
—Dijiste que tu madre te salvó la vida. ¿Cómo?
Su expresión soñadora desaparece, y me mira como si yo fuera incapaz de sumar dos más dos.
—Me adoptó —dice sin más—. La primera vez que la vi creí que era un ángel. Iba vestida de blanco, y fue tan dulce y tranquilizadora mientras me examinaba… Nunca lo olvidaré. Si ella me hubiera rechazado, o si Carrick me hubiera rechazado… —Se encoge de hombros y echa un vistazo al despertador a su espalda—. Todo esto es un poco demasiado profundo para esta hora de la mañana —musita.
—Me he prometido a mí misma que te conocería mejor.
—¿Ah, sí, señorita Steele? Yo creía que solo quería saber si prefería café o té. —Sonríe—. De todas formas, se me ocurre una forma mejor de que me conozcas —dice, empujando las caderas hacia mí sugerentemente.
—Creo que en ese sentido ya te conozco bastante —replico con altivez, haciéndole sonreír aún más.
—Pues yo creo que nunca te conoceré bastante en ese sentido —murmura—. Está claro que despertarse contigo tiene ventajas —dice en un tono seductor que me derrite por dentro.
—¿Tienes que levantarte ya? —pregunto con voz baja y ronca.
Oh… lo que provoca en mí…
—Esta mañana no. Ahora mismo solo deseo estar en un sitio, señorita Steele —dice con un brillo lascivo en los ojos.
—¡Christian! —jadeo sobresaltada cuando, de pronto, le tengo encima, sujetándome contra la cama.
Me coge las manos, me las coloca sobre la cabeza y empieza a besarme el cuello.
—Oh, señorita Steele. —Sonríe con su boca contra mi piel, y su mano recorre mi cuerpo y empieza a levantar despacio el camisón de satén, provocándome unos calambres deliciosos—. Ah, lo que me gustaría hacerte —murmura.
Y el interrogatorio se acaba, y yo estoy perdida.
La señora Jones me sirve tortitas y beicon para desayunar, y una tortilla y beicon para Christian. Estamos sentados de lado frente a la barra, cómodos y en silencio.
—¿Cuándo conoceré a Claude, tu entrenador, para ponerle a prueba? —pregunto.
Christian me mira y sonríe.
—Depende de si quieres ir a Nueva York este fin de semana o no; a menos que quieras verle entre semana, a primera hora de la mañana. Le pediré a Andrea que consulte su horario y te lo diga.
—¿Andrea?
—Mi asistente personal.
Ah, sí.
—Una de tus muchas rubias —bromeo.
—No es mía. Trabaja para mí. Tú eres mía.
—Yo trabajo para ti —murmuro en tono mordaz.
Él sonríe, como si lo hubiera olvidado.
—Eso también —replica, y su sonrisa se ensancha de forma contagiosa.
—Quizá Claude pueda enseñarme kickboxing —le advierto.
—¿Ah, sí? ¿Para enfrentarte a mí con más garantías? —Christian levanta una ceja, divertido—. Pues adelante, señorita Steele.
Ahora se le ve tan condenadamente feliz, comparado con el mal humor de anoche cuando se fue Elena, que me desarma totalmente. A lo mejor es por todo el sexo… a lo mejor es eso lo que le pone tan contento.
Echo un vistazo al piano a nuestra espalda, y me deleito en el recuerdo de anoche.
—Has vuelto a levantar la tapa del piano.
—La bajé anoche para no molestarte. Por lo visto no funcionó, pero me alegro.
Christian esboza una sonrisa lasciva mientras se lleva un trozo de tortilla a los labios. Yo me pongo de todos los colores y le devuelvo la sonrisa.
Oh sí… esos gloriosos momentos sobre el piano.
La señora Jones se inclina sobre la barra y me coloca delante una bolsa de papel con mi almuerzo, y yo me sonrojo, avergonzada.
—Para después, Ana. De atún, ¿vale?
—Sí, sí. Gracias, señora Jones.
Le sonrió con timidez.
Ella me devuelve una sonrisa afectuosa y abandona la estancia. Para proporcionarnos un poco de intimidad, supongo.
Me vuelvo hacia Christian.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
Su expresión divertida se esfuma.
—Claro.
—¿Y no te enfadarás?
—¿Es sobre Elena?
—No.
—Entonces no me enfadaré.
—Pero ahora tengo una pregunta adicional.
—¿Ah?
—Que sí es sobre ella.
Él pone los ojos en blanco.
—¿Qué? —dice, ahora ya exasperado.
—¿Por qué te enfadas tanto cuando te pregunto por ella?
—¿Sinceramente?
—Creía que siempre eras sincero conmigo —replico.
—Procuro serlo.
Le miro con los ojos entornados.
—Eso suena a evasiva.
—Yo siempre soy sincero contigo, Ana. No me interesan los jueguecitos. Bueno, no ese tipo de jueguecitos —matiza, y su mirada se enardece.
—¿Qué tipo de jueguecitos te interesan?
Inclina la cabeza hacia un lado y me sonríe con complicidad.