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Authors: Haruki Murakami
Tags: #Drama, Fantástico, Romántico
Hajime es un hombre moderadamente feliz, casado, padre de dos niñas y dueño de un club de jazz, cuando se reencuentra con Shimamoto, una vieja amiga de la infancia y la adolescencia de la que no había vuelto a tener noticias. Ambos, hijos únicos, habían compartido aficiones y secretos en la escuela primaria, y ahora, varios años después, se sienten atraídos sin remedio. Hajime, obesionado, parece dispuesto a dejarlo todo por ella… Con inquietante sutileza, Murakami nos cuenta una historia clásica de amores perdidos y recobrados, de la consumación de una promesa de plenitud, que destila la indefinible sensación de desajuste con el mundo que acucia al hombre contemporáneo.
Haruki Murakami
Al sur de la frontera, al oeste del sol
国境の南、太陽の西
ePUB v1.7
Mística03.07.12
Título original:
国境の南、太陽の西
(Kokkyô no minami, taiyô no nishi)
Haruki Murakami, 1992.
Traducción: Lourdes Porta Fuentes
Portada retocada/diseñada por: Mística
Editor original: Mística (v1.0 a v1.7)
Corrección de erratas: jugaor, Mística
ePub base v2.0
Título original:
国境の南、太陽の西
Traducción: Lourdes Porta Fuentes
Al sur de la frontera, al oeste del sol
Nací el 4 de enero de 1951. Es decir: la primera semana del primer mes del primer año de la segunda mitad del siglo XX. Algo, si se quiere, digno de ser conmemorado. Ésta fue la razón por la que decidieron llamarme Hajime («Principio»). Pero, aparte de eso, nada de memorable hubo en mi nacimiento. Mi padre trabajaba en una importante compañía de valores, mi madre era un ama de casa corriente. Durante la guerra, a mi padre lo reclutaron en una leva de estudiantes y lo enviaron a Singapur, donde, tras la rendición, permaneció un tiempo internado en un campo de prisioneros. La casa de mi madre fue bombardeada por los B-29 y ardió hasta los cimientos el último año de la guerra. Ambos pertenecen a una generación marcada por aquella larga contienda.
Sin embargo, en la época en que yo nací, apenas quedaban ya huellas de la guerra. En los alrededores de casa no había ruinas calcinadas, tampoco se veía rastro de las fuerzas de ocupación. Vivíamos en un barrio pequeño y apacible, en una casa que la empresa de mi padre nos había cedido. Era una casa construida antes de la guerra, un poco vieja, tal vez, pero amplia. En el jardín crecían grandes pinos, incluso había un pequeño estanque y una linterna votiva de piedra.
Nuestro barrio era el prototipo perfecto de zona residencial de clase media de las afueras de una gran ciudad. Los compañeros de clase con los que trabé amistad vivían todos en casas relativamente bonitas y pulcras. Dejando de lado las diferencias de tamaño, todas tenían recibidor y jardín, y en el jardín crecían árboles. La mayoría de los padres de mis amigos trabajaba en alguna empresa o ejercía profesiones técnicas. Eran contados los hogares donde la madre trabajara. En casi todas las casas había un perro o un gato. Y en cuanto a personas que vivieran en apartamentos o pisos, yo, en aquella época, no conocía a ninguna. Más adelante me mudaría a un barrio cercano, pero que tenía unas características similares. Así que, hasta que ingresé en la universidad y me fui a Tokio, estuve convencido de que las personas corrientes se anudaban, todas, la corbata; trabajaban, todas, en empresas; vivían, todas, en una casa con jardín; y tenían, todas, un perro o un gato. Respecto a otros tipos de vida, no lograba hacerme, en el mejor de los casos, una imagen real.
La mayoría de las familias tenía dos o tres niños. Ése era el promedio de hijos en el mundo donde crecí. Cuando evoco el rostro de los amigos que tuve en la infancia y la adolescencia, todos sin excepción, como timbrados por un mismo sello, formaban parte de familias de dos o tres hijos. Si no eran dos hermanos, eran tres; si no eran tres, eran dos. Se veían pocos hogares con seis o siete hijos, pero menos aún con uno solo.
Yo no tenía hermanos. Era hijo único. Y por eso sentí durante toda mi niñez algo parecido al complejo de inferioridad. Yo era un ser aparte en aquel mundo, carecía de algo que los demás poseían de la forma más natural.
Durante toda mi infancia odié la expresión «hijo único». Cada vez que la oía, era consciente de que me faltaba algo. Estas palabras parecían un dedo acusador que me apuntaba, señalándome: «Tú eres un ser imperfecto».
Que los hijos únicos fueran niños consentidos por sus padres, enfermizos y egoístas era una convicción profundamente arraigada en el mundo en que crecí. Se consideraba un hecho indiscutible de la misma especie que el de que, cuando se sube a una montaña, baja la presión atmosférica, o que las vacas dan leche. Yo detestaba con toda mi alma que me preguntaran cuántos hermanos tenía. Porque, al oír que ninguno, los demás pensarían en un acto reflejo: «Hijo único. Seguro que es un niño consentido, enfermizo y egoísta». Esta reacción estereotipada de la gente me irritaba, y no poco, y también me hería. Pero lo que en realidad me irritó e hirió durante toda mi niñez fue que todas esas ideas fuesen absolutamente ciertas.
En mi escuela, los niños sin hermanos eran una excepción. A lo largo de los seis años de primaria, sólo conocí a otro. Sólo a uno. Por eso me acuerdo muy bien de él (de ella, porque era una niña). Nos hicimos buenos amigos y hablábamos de muchas cosas. Nos comprendíamos. Incluso llegué a sentir un tierno afecto por ella.
Se apellidaba Shimamoto. También era hija única. Y, al andar, arrastraba ligeramente la pierna izquierda, secuela de una parálisis infantil que había sufrido al nacer. Venía, además, de otra escuela (Shimamoto se incorporó a mi clase a finales del quinto curso de primaria). Por todo ello, puede afirmarse que acarreaba sobre sus espaldas una carga psicológica incomparablemente más pesada que la mía. Sin embargo, y quizá también por las mismas razones, era, en tanto que hija única, mucho más fuerte y consciente que yo. Jamás se quejaba. No sólo no manifestaba su disgusto con palabras, sino que tampoco lo dejaba traslucir en su expresión. Aunque algo le desagradara, sonreía siempre; cuanto más le desagradaba, más sonreía. Y la suya era una sonrisa maravillosa. A mí a veces me confortaba, a veces me alentaba. «¡Tranquilo!», parecía decirme, «¡Ánimo! ¡Resiste un poco más y todo pasará!» Tiempo después, cada vez que evocaba su rostro, veía aquella sonrisa.
Shimamoto sacaba muy buenas notas y, por lo general, era amable con todo el mundo. De ahí que toda la clase la respetara. En este sentido, y pese a ser hija única como yo, era muy distinta a mí. Claro que no podía asegurarse que sus compañeros de clase la quisieran sin reservas. No se metían con ella, tampoco le tomaban el pelo. Pero, aparte de mí, no tenía a nadie a quien pudiera llamar amigo.
Tal vez fuera demasiado serena y consciente para ellos. Es posible que algunos lo interpretaran como muestra de frialdad o de orgullo. Sin embargo, yo podía percibir algo cálido y vulnerable oculto tras esa fachada. Y ese algo, pese a ocultarse en su interior más recóndito, deseaba, igual que los niños pequeños cuando juegan al escondite, que alguien lo descubriera un día. Yo, a veces, vislumbraba de repente la sombra de ese algo en sus palabras, en su expresión.
Debido al trabajo de su padre, Shimamoto había cambiado muchas veces de escuela. No recuerdo con exactitud qué hacía el padre. Ella me lo explicó una vez con todo detalle, pero a mí, como a la mayoría de niños que había a mi alrededor, me interesaba muy poco la profesión de los padres de los demás. Creo que se trataba de un trabajo técnico, algo relacionado con la reconversión de empresas, una oficina de impuestos, tal vez, o un banco.
Vivía en una casa grande de estilo occidental, más amplia de lo que solían serlo las viviendas cedidas por las compañías, rodeada por un magnífico muro de piedra que me llegaba hasta la cintura. Sobre el muro crecía un seto de hoja perenne y, a través de los resquicios que se abrían a trechos, se vislumbraba un jardín cubierto de césped.
Shimamoto era de constitución grande, de facciones muy marcadas y casi tan alta como yo. Con el paso de los años se convertiría en una belleza espléndida, de esas que hacen volver la cabeza a su paso. Pero, en la época en que la conocí, sus cualidades innatas aún no habían conseguido armonizar unas con otras. Por aquellos años, algunas partes de su cuerpo aún mantenían cierto desequilibrio y eso hacía que a muchas personas no les pareciera muy atractiva. Supongo que se debía a que los rasgos ya adultos y los que aún conservaba de la niñez no se habían desarrollado de una manera sincrónica. Esta falta de armonía a veces incomodaba a los demás.
Como vivía cerca (su casa estaba literalmente a dos pasos de la mía), durante los primeros días de clase le asignaron un asiento a mi lado. Yo la informé sobre todos los pormenores de la vida escolar. Libros de texto, exámenes semanales, material que necesitaba en cada una de las clases, la página del libro por donde íbamos, los turnos de limpieza y comedor. Una regla básica de la escuela era que se encargara del alumno recién llegado el que viviese más cerca de su casa. Además, como ella cojeaba, el profesor me llamó aparte y me pidió que le dedicara durante un tiempo toda mi atención.
Al principio, como es habitual en dos niños de once o doce años de diferente sexo y que acaban de conocerse, nuestra relación fue poco fluida, incómoda. Pero en cuanto descubrimos que ambos éramos hijos únicos, nuestra conversación cobró de inmediato viveza e intimidad. Porque era la primera vez que tanto ella como yo conocíamos a otro hijo único. Así que empezamos a hablar con entusiasmo sobre lo que esa situación representaba. Teníamos mucho que decirnos al respecto. No sucedía todos los días, pero sí eran muchas las veces que volvíamos a casa andando. Y mientras recorríamos el trayecto de poco más de un kilómetro con lentitud (ella cojeaba y sólo podía andar despacio) hablábamos de todo. Así descubrimos que los dos teníamos muchas cosas en común. A ambos nos gustaba leer. Y escuchar música. A ambos nos encantaban los gatos. A ambos nos costaba expresar nuestros sentimientos. La lista de comidas que no nos gustaban era bastante larga. No nos importaba lo más mínimo estudiar las materias que nos interesaban, pero odiábamos a muerte las asignaturas que nos aburrían. Si alguna diferencia había entre nosotros era que Shimamoto se esforzaba mucho más que yo en protegerse a sí misma. Ella, aunque detestara una asignatura, la estudiaba con ahínco y sacaba notas bastante buenas; yo, no. Ella, aunque le dieran para comer algo que detestaba, se aguantaba y se lo comía todo; yo, no. En otras palabras, el muro de defensa que había levantado a su alrededor era mucho más alto y sólido que el mío. Pero el ser que se escondía detrás se me parecía de una manera asombrosa.
Enseguida me acostumbré a estar con ella a solas. Para mí era una experiencia nueva. A su lado no me sentía intranquilo, como me pasaba con las demás niñas. Me gustaba volver a casa con ella. Shimamoto cojeaba ligeramente de la pierna izquierda. A medio camino, a veces nos sentábamos en un banco del parque y descansábamos. Pero eso jamás me pareció una molestia. Al contrario, disfrutaba de aquel tiempo añadido.
Empezamos a pasar mucho tiempo juntos, aunque no recuerdo que nadie se riera de nosotros por ello. Entonces no caí en la cuenta, pero ahora incluso me extraña un poco. A esa edad, los niños suelen burlarse de las parejas de compañeros de diferente sexo que se llevan bien. Tal vez se debiera a la personalidad de Shimamoto. Había en ella algo que producía una ligera tensión en quienes se encontraban a su alrededor. La envolvía un aire que hacía pensar a los demás: «A esa niña no se le pueden decir estupideces». Incluso los profesores la trataban con miramiento. Tal vez se debiese a su cojera. En cualquier caso, todo el mundo parecía creer que no era propio burlarse de Shimamoto y a mí eso me favorecía.