Cincuenta sombras más oscuras (16 page)

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Authors: E. L. James

Tags: #Erótico, #Romántico

BOOK: Cincuenta sombras más oscuras
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—Eres… preciosa —repite con tono enfático.

—Y tú eres a veces extraordinariamente dulce.

Y le beso con ternura.

Me levanta para hacer que salga de él, y yo me estremezco. Se inclina hacia delante y me besa con suavidad.

—No tienes ni idea de lo atractiva que eres, ¿verdad?

Me ruborizo. ¿Por qué sigue con eso?

—Todos esos chicos que van detrás de ti… ¿eso no te dice nada?

—¿Chicos? ¿Qué chicos?

—¿Quieres la lista? —dice con desagrado—. El fotógrafo está loco por ti; el tipo de la ferretería; el hermano mayor de tu compañera de piso. Tu jefe —añade con amargura.

—Oh, Christian, eso no es verdad.

—Créeme. Te desean. Quieren lo que es mío.

Me acerca de golpe y yo levanto los brazos, colocándolos sobre sus hombros con las manos en su cabello, y le miro con ironía.

—Mía —repite, con un destello de posesión en la mirada.

—Sí, tuya —le tranquilizo sonriendo.

Parece apaciguado, y yo me siento muy cómoda en su regazo, acostada en una cama a plena luz del día, un sábado por la tarde… ¿Quién lo hubiera dicho? Su exquisito cuerpo conserva las marcas de pintalabios. Veo que han quedado algunas manchas en la funda del edredón, y por un momento me pregunto qué hará la señora Jones con ellas.

—La línea sigue intacta —murmuro, y con el índice resigo osadamente la marca de su hombro. Él parpadea y de pronto se pone rígido—. Quiero explorar.

Me mira suspicaz.

—¿El apartamento?

—No. Estaba pensando en el mapa del tesoro que he dibujado en tu cuerpo.

Mis dedos arden por tocarle.

Arquea las cejas, intrigado, y la incertidumbre le hace pestañear. Yo froto mi nariz contra la suya.

—¿Y qué supondría eso exactamente, señorita Steele?

Retiro la mano de su hombro y deslizo los dedos por su cara.

—Solo quiero tocarte por todas las partes que pueda.

Christian atrapa mi dedo con los dientes y me muerde suavemente.

—Ay —protesto, y él sonríe y de su garganta brota un gemido sordo.

—De acuerdo —dice y me suelta el dedo, pero su voz revela aprensión—. Espera.

Se incorpora un poco debajo de mí, vuelve a levantarme, se quita el preservativo y lo tira al suelo, junto a la cama.

—Odio estos chismes. Estoy pensando en llamar a la doctora Greene para que te ponga una inyección.

—¿Tú crees que la mejor ginecóloga de Seattle va a venir corriendo?

—Puedo ser muy persuasivo —murmura, mientras me recoge un mechón detrás de la oreja—. Franco te ha cortado muy bien el pelo. Me encanta este escalado.

¿Qué?

—Deja de cambiar de tema.

Me coloca otra vez a horcajadas sobre él. Me apoyo en sus piernas flexionadas, con los pies a ambos lados de sus caderas. Él se recuesta sobre los brazos.

—Toca lo que quieras —dice muy serio.

Parece nervioso, pero intenta disimularlo.

Sin dejar de mirarle a los ojos, me inclino y paso el dedo por debajo de la marca de pintalabios, sobre sus esculturales abdominales. Se estremece y paro.

—No es necesario —susurro.

—No, está bien. Es que tengo que… adaptarme. Hace mucho tiempo que no me acaricia nadie —murmura.

—¿La señora Robinson? —digo sin pensar, y curiosamente consigo hacerlo en un tono libre de amargura o rencor.

Él asiente; es evidente que se siente incómodo.

—No quiero hablar de ella. Nos amargaría el día.

—Yo no tengo ningún problema.

—Sí lo tienes, Ana. Te sulfuras cada vez que la menciono. Mi pasado es mi pasado. Y eso es así. No puedo cambiarlo. Tengo suerte de que tú no tengas pasado, porque si no fuera así me volvería loco.

Yo frunzo el ceño, pero no quiero discutir.

—¿Te volverías loco? ¿Más que ahora? —digo sonriendo, confiando en aliviar la tensión.

Tuerce la boca.

—Loco por ti.

La felicidad inunda mi corazón.

—¿Debo telefonear al doctor Flynn?

—No creo que haga falta —dice secamente.

Se mueve otra vez y baja las piernas. Yo vuelvo a posar los dedos en su vientre y dejo que deambulen sobre su piel. De nuevo se estremece.

—Me gusta tocarte.

Mis dedos bajan hasta su ombligo y al vello que nace ahí. Él separa los labios y su respiración se altera, sus ojos se oscurecen y noto debajo de mí cómo crece su erección. Por Dios… Segundo asalto.

—¿Otra vez? —musito.

Sonríe.

—Oh, sí, señorita Steele, otra vez.

* * *

Qué forma tan deliciosa de pasar una tarde de sábado. Estoy bajo la ducha, lavándome distraídamente, con cuidado de no mojarme el pelo recogido y pensando en las dos últimas horas. Parece que Christian y la vainilla se llevan bien.

Hoy ha revelado mucho de sí mismo. Tengo que hacer un gran esfuerzo para intentar asimilar toda la información y reflexionar sobre lo que he aprendido: la cantidad de dinero que gana —vaya, es obscenamente rico, algo sencillamente extraordinario en alguien tan joven— y los dossieres que tiene sobre mí y todas sus morenas sumisas. Me pregunto si estarán todos en ese archivador.

Mi subconsciente me mira con gesto torvo y menea la cabeza: Ni se te ocurra. Frunzo el ceño. ¿Solo un pequeño vistazo?

Y luego está Leila: posiblemente armada por ahí, en alguna parte… amén de su lamentable gusto musical, todavía presente en el iPod de Christian. Y algo aún peor: la pedófila señora Robinson: es algo que no me cabe en la cabeza, y tampoco quiero. No quiero que ella sea un fantasma de resplandeciente cabellera dentro de nuestra relación. Él tiene razón y me subo por las paredes cuando pienso en ella, así que quizá lo mejor sea no hacerlo.

Salgo de la ducha y me seco, y de pronto me invade una angustia inesperada.

Pero ¿quién no se subiría por las paredes? ¿Qué persona normal, cuerda, le haría eso a un chico de quince años? ¿Cuánto ha contribuido ella a su devastación? No puedo entender a esa mujer. Y lo que es peor: según él, ella le ha ayudado. ¿Cómo?

Pienso en sus cicatrices, esa desgarradora manifestación física de una infancia terrorífica y un recordatorio espantoso de las cicatrices mentales que debe de tener. Mi dulce y triste Cincuenta Sombras. Ha dicho cosas tan cariñosas hoy… Está loco por mí.

Me miro al espejo. Sonrío al recordar sus palabras, mi corazón rebosa de nuevo, y mi cara se transforma con una sonrisa bobalicona. Quizá conseguiremos que esto funcione. Pero ¿cuánto más estará dispuesto a hacerlo sin querer golpearme porque he rebasado alguna línea arbitraria?

Mi sonrisa se desvanece. Esto es lo que no sé. Esta es la sombra que pende sobre nosotros. Sexo pervertido sí, eso puedo hacerlo, pero ¿qué más?

Mi subconsciente me mira de forma inexpresiva, y por una vez no me ofrece consejos sabios y sardónicos. Vuelvo a mi habitación para vestirme.

Christian está en el piso de abajo arreglándose, haciendo no sé bien qué, así que dispongo del dormitorio para mí sola. Aparte de todos los vestidos del armario, los cajones están llenos de ropa interior nueva. Escojo un bustier negro todavía con la etiqueta del precio: quinientos cuarenta dólares. Está ribeteado con una filigrana de plata y lleva unas braguitas minúsculas a juego. También unas medias con ligueros de color carne, muy finas, de seda pura. Vaya, son… ajustadas y bastante… picantes…

Estoy sacando el vestido del armario cuando Christian entra sin llamar. ¡Vaya, está impresionante! Se queda inmóvil, mirándome, sus ojos grises resplandecientes, hambrientos. Noto que todo mi cuerpo se ruboriza. Lleva una camisa blanca con el cuello abierto y pantalones sastre, negros. Veo que la línea del pintalabios sigue en su sitio, y él no deja de mirarme.

—¿Puedo ayudarle, señor Grey? Deduzco que su visita tiene otro objetivo, aparte de mirarme embobado…

—Estoy disfrutando bastante de la fascinante visión, señorita Steele, gracias —comenta turbadoramente, y da un paso más, arrobado—. Recuérdame que le mande una nota personal de agradecimiento a Caroline Acton.

Tuerzo el gesto. ¿Quién demonios es esa?

—La asesora personal de compras de Neiman —contesta como si me leyera el pensamiento.

—Ah.

—Estoy realmente anonadado.

—Ya lo veo. ¿Qué quieres, Christian? —pregunto, dedicándole mi mirada displicente.

Él contraataca con su media sonrisa y saca las bolas de plata del bolsillo, y me quedo petrificada. ¡Santo Dios! ¿Quiere azotarme? ¿Ahora? ¿Por qué?

—No es lo que piensas —dice enseguida.

—Acláramelo —musito.

—Pensé que podrías ponerte esto esta noche.

Y todas las implicaciones de la frase permanecen suspendidas entre nosotros mientras voy asimilando la idea.

—¿A la gala benéfica?

Estoy atónita.

Él asiente despacio y sus ojos se ensombrecen.

Oh, Dios.

—¿Me pegarás después?

—No.

Por un momento siento una leve punzada de decepción.

Él se ríe.

—¿Es eso lo que quieres?

Trago saliva. No lo sé.

—Bueno, tranquila que no voy a tocarte de ese modo, aunque me supliques.

Oh. Esto es nuevo.

—¿Quieres jugar a este juego? —continúa, con las bolas en la mano—. Siempre puedes quitártelas si no aguantas más.

Le fulmino con la mirada. Está tan increíblemente seductor: un tanto descuidado, el pelo revuelto, esos ojos oscuros que dejan traslucir pensamientos eróticos, esa boca maravillosamente esculpida, y esa sonrisa tan sexy y divertida en los labios.

—De acuerdo —acepto en voz baja.

¡Dios, sí! La diosa que llevo dentro ha recuperado la voz y grita por las esquinas.

—Buena chica. —Christian sonríe—. Ven aquí y te las colocaré, cuando te hayas puesto los zapatos.

¿Los zapatos? Me giro para mirar los zapatos de ante gris perla de tacón alto, que combinan con el vestido que he elegido.

¡Síguele la corriente!

Extiende la mano para ayudarme a mantener el equilibrio mientras me pongo los zapatos Christian Louboutin, un robo de tres mil doscientos noventa y cinco dólares. Ahora debo de ser unos diez centímetros más alta que él.

Me lleva junto a la cama pero no se sienta, sino que se dirige hacia la única silla de la habitación. La coge y la coloca delante de mí.

—Cuando yo haga una señal, te agachas y te apoyas en la silla. ¿Entendido? —dice con voz grave.

—Sí.

—Bien. Ahora abre la boca —ordena, sin levantar la voz.

Hago lo que me dice, pensando que va a meterme las bolas en la boca otra vez para lubricarlas. Pero no, desliza su dedo índice entre mis labios.

Oh…

—Chupa —dice.

Me inclino hacia delante, le sujeto la mano y obedezco. Puedo ser muy obediente cuando quiero.

Sabe a jabón… mmm. Chupo con fuerza, y me reconforta ver que abre los ojos de par en par, separa los labios y aspira. Creo que ya no necesitaré ningún tipo de lubricante. Se mete las bolas en la boca mientras le rodeo el dedo con la lengua y le practico una felación. Cuando intenta retirarlo, le clavo los dientes.

Sonríe y mueve la cabeza con gesto reprobatorio, de manera que le suelto. Hace un gesto con la cabeza, y me inclino y me agarro a ambos lados de la silla. Aparta mis bragas a un lado y me mete un dedo muy lentamente, haciéndolo girar despacio, de manera que lo siento en todo mi cuerpo. No puedo evitar que se me escape un gemido.

Retira el dedo un momento y, con mucha suavidad, inserta las bolas una a una y empuja para meterlas hasta el fondo. En cuanto están en su sitio, vuelve a colocarme y ajustarme las bragas y me besa el trasero. Desliza las manos por mis piernas, del tobillo a la cadera, y besa con ternura la parte superior de ambos muslos, a la altura de las ligas.

—Tienes unas bonitas piernas, señorita Steele —susurra.

Se yergue y, sujetándome las caderas, tira hacia él para que note su erección.

—Puede que cuando volvamos a casa te posea así, Anastasia. Ya puedes incorporarte.

Siento el peso de las bolas empujando y tirando dentro de mí, y me siento terriblemente excitada, mareada. Christian se inclina detrás de mí y me besa en el hombro.

—Compré esto para que los llevaras en la gala del sábado pasado. —Me rodea con su brazo y extiende la mano. En la palma hay una cajita roja con la palabra «Cartier» impresa en la tapa—. Pero me dejaste, así que nunca tuve ocasión de dártelo.

¡Oh!

—Esta es mi segunda oportunidad —musita nervioso, con la voz preñada de una emoción desconocida.

Cojo la caja y la abro, vacilante. Dentro resplandece un par de largos pendientes. Cada uno tiene cuatro diamantes, uno en la base, luego un fino hilo, y después tres diamantes perfectamente espaciados. Son preciosos, simples y clásicos. Los que yo misma habría escogido si alguna vez tuviera la oportunidad de comprar en Cartier.

—Son maravillosos —musito, y los adoro porque son los pendientes que nos dan una segunda oportunidad—. Gracias.

El cuerpo de Christian, pegado al mío, se destensa, se relaja, y vuelve a besarme en el hombro.

—¿Te pondrás el vestido de satén plateado? —pregunta.

—Sí. ¿Te parece bien?

—Claro. Te dejo para que te arregles.

Y se encamina hacia la puerta sin mirar atrás.

* * *

He entrado en un universo alternativo. La joven que me devuelve la mirada desde el espejo parece digna de la alfombra roja. Su vestido de satén plateado, sin tirantes y largo hasta los pies, es sencillamente espectacular. Puede que yo misma escriba a Caroline Acton. Es entallado y realza las escasas curvas que tengo.

Mi pelo, suelto en delicadas ondas alrededor de la cara, cae por encima de mis hombros hasta los senos. Me lo recojo por detrás de la oreja para enseñar los pendientes de nuestra segunda oportunidad. Me he maquillado lo mínimo: lápiz de ojos, rímel, un toque de colorete y pintalabios rosa pálido.

La verdad es que no necesito el colorete. El constante movimiento de las bolas de plata me provoca un leve rubor. Sí, son la garantía de que esta noche tendré color en las mejillas. Meneo la cabeza pensando en las audaces ocurrencias eróticas de Christian, me inclino para recoger el chal de satén y el bolso de mano plateado, y voy a buscar a mi Cincuenta Sombras.

Está en el pasillo, hablando con Taylor y otros tres hombres, de espaldas a mí. Las expresiones de sorpresa y admiración de estos alertan a Christian de mi presencia. Se da la vuelta mientras yo me quedo ahí plantada, esperando incómoda.

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