—Vaya, menudo espectáculo —dijo el Emperador mientras retrocedía—. Los hombres y yo seguimos nuestro camino, pues.
—¿Necesitan algo, majestad? —preguntó Jody.
—No, no, hemos tenido mucha suerte esta noche. Muchísima suerte.
—Bueno, pues tengan cuidado, entonces —dijo Jody mientras el Emperador doblaba la esquina y enfilaba la calle.
Es engañosamente amable para ser una agente del mal chupadora de sangre, pensó el Emperador.
Holgazán y Lazarus iban cuatro manzanas por delante de él y casi se habían perdido de vista. Se habían dado cuenta, los muy pillos. El Emperador estaba disgustado consigo mismo por haber dejado a William allí, a merced de los demonios. No había modo de saber qué eran capaces de hacer aquellos dos, pero sintió que un escalofrío de miedo le recorría la espalda y no tuvo valor para darse la vuelta. Tal vez no le hicieran daño al pobre William. A fin de cuentas, habían sido buenos chicos en vida. E incluso en su condición actual, Jody había mostrado cierta compasión al esperar tanto tiempo para convertir a Tommy. Aun así, él era responsable de una ciudad y no podía eludir esa carga.
Había un largo trecho hasta el Safeway de Marina, pero tenía que llegar antes de que salieran los del turno de noche. Por bribones que fueran, eran las únicas personas en su ciudad que tenían experiencia cazando vampiros.
—Muérdelo —dijo Tommy. Estaba de pie sobre el tío del gato enorme, que había vuelto a desmayarse debajo de la escultura.
Jody sacudió la cabeza y se estremeció.
—Está sucio. No me digas que no lo hueles. —Desde que se había convertido en vampiro, solo había sentido náuseas al intentar comer comida de verdad, pero en ese momento le estaban dando arcadas, a pesar del hambre que le corroía las entrañas.
—Espera, voy a limpiarlo un poco. —Tommy se sacó un pañuelo de papel del bolsillo de la chaqueta, lo lamió y limpió un trozo del cuello de William—. Ya está. Venga, vamos.
—Qué asco.
—Yo mordí al gato —dijo Tommy—. Tú misma has dicho que estabas muerta de hambre.
—Pero está pedo —dijo Jody. Daba pasitos sin moverse del sitio, como un gatito con ganas de hacer pis.
—Muérdelo.
—Deja de decir «muérdelo». Yo no pienso en ello de esa manera.
—¿Y cómo piensas en ello?
—No lo sé, la verdad. Es una cosa un poco animal.
—Ah, ya veo —dijo Tommy—. Muérdelo antes de que venga algún poli y se lo lleve, y pierdas tu oportunidad.
—Púaj —dijo Jody, arrodillándose junto a William. Chet el gato enorme la miró desde el regazo de William; luego bajó la cabeza y cerró los ojos. (La pérdida de sangre le había dulcificado el carácter.) Jody ladeó la cabeza de William y se echó hacia atrás, con la boca bien abierta, mientras se le alargaban los colmillos. Cerró los ojos y mordió.
—Has visto qué fácil ha sido —dijo Tommy.
Jody lo miró con enfado sin soltar a William. Resoplaba por la nariz mientras bebía. Pensó, debería haberle dado más fuerte cuando tuve la ocasión. Por fin, cuando creyó que había tomado suficiente para mantenerse con vida, pero no lo bastante como para hacer daño al tío del gato, se apartó, se sentó y miró a Tommy.
—Tienes un poco de... —Tommy señaló la comisura de su boca.
Ella se la limpió con la mano y se manchó un poco de carmín y de sangre. Miró el cuello de William. Era de un color gris sucio, con una mancha blanca bordeada de carmín. Los orificios de sus colmillos ya se habían cerrado, pero el carmín destacaba como una diana. Alargó el brazo y limpió el lápiz de labios con la palma de la mano; después se limpió la mano en el jersey del gato enorme. Chet ronroneó. William soltó un ronquido. Jody se levantó.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Tommy.
—¿Cómo crees tú que ha ido? Era necesario.
—Bueno, quiero decir que antes, cuando me mordías, era una cosa un poco sexual.
—Ah, ya —replicó Jody—. Así que planeé todo esto porque quería tirarme al tío del gato. —Se sentía un poco mareada por alguna razón.
—Perdona. Deberíamos sacarlo de la calle Market—dijo Tommy—, antes de que le roben o lo detenga la policía. Debe de quedarle algún dinero. Tanto alcohol lo habría matado.
—¿Y a ti qué coño te importa, escritorzuelo? Has afeitado a su gato y le has clavado los colmillos. ¿O fue una cosa sexual? —Se sentía decididamente mareada.
—Eso fue algo mutuo...
—Tonterías. Muérdelo. Ya verás lo sexual que es. Prueba el sabor casero de esa hemoglobina humana, Tommy. No seas miedica —dijo Jody. La verdad era que se estaba comportando como un gallina.
Tommy dio un paso atrás.
—Estás borracha.
—Y tú eres un miedica—repuso ella—. Miedica, miedica, miedica.
—Ayúdame. Cógelo de los pies. Hay un rincón apartado junto al edificio de la Reserva Federal, cruzando la calle. Allí podrá dormir la mona.
Jody se inclinó para coger a William por los pies, pero los pies parecieron moverse cuando echó mano de ellos y, al intentar agarrarlos otra vez, no atinó y cayó hacia delante, quedando a cuatro patas y con el culo en pompa.
—Vaya, eso ha estado muy bien —dijo Tommy—. ¿Qué te parece si tú coges a Chet y yo llevo al tío del gato?
—Lo que dú digas, miedica —contestó Jody. Tal vez estuviera un poco achispada. En los viejos tiempos (en los tiempos prevampíricos), procuraba no probar el alcohol porque se ponía odiosa cuando se emborrachaba. O eso le habían dicho sus ex novios.
Tommy recogió a Chet, el gato enorme, y el felino se retorció cuando se lo pasó a Jody.
—Cógelo.
—Tú no mandas aquí—dijo ella.
—Vale —dijo Tommy. Se metió a Chet bajo el brazo y, con un solo movimiento, levantó al tío del gato y se lo echó sobre el hombro con el otro brazo—. Ten cuidado al cruzar la calle —le gritó a Jody mientras cruzaba.
—¡Ja! —dijo ella—. Soy una depredadora con los sentidos muy afinados. Soy un superser. Soy...—En ese instante su frente rebotó contra una farola con un sonido metálico y seco, y, de pronto, se encontró tendida de espaldas, mirando las luces de las farolas, que se empeñaban en desenfocarse, las muy cabronas.
—Enseguida vuelvo a por ti —gritó Tommy.
Qué mono es, pensó Jody.
Clint era el único Animal que quedaba aún en el Safeway de Marina. Era alto y tenía una mata salvaje de pelo oscuro, unas gafas gruesas de montura de pasta pegadas con esparadrapo y una expresión en la cara de pánico profundo. Llevaba casi una semana intentando mante-ner la tienda en orden él solo, con la ayuda de un par de reponedores del turno de día y un portero de una empresa de trabajo temporal (hasta Gustavo, el portero mexicano con cinco hijos, se había largado con los Animales). Pero había llegado el camión con un pedido enorme y sabía que necesitaba profesionales. Marcó el número de Tommy por quinta vez esa noche. Eran las cuatro de la mañana, pero Tommy era su líder... y quizá el mejor jugador de bolos con pavo congelado que jamás había existido. Sabía lo que significaba ser un Animal; estaría despierto. Sonó el pitido del contestador. Clint dijo: —Tronco, se han ido todos. Necesito que me ayudes. Esta noche estoy solo, con Nuestro Señor y unos eventuales. —Clint había renacido recientemente, tras cinco años inmerso en una neblina inducida por los estupefacientes. Juraba que el Señor estaba eternamente en su turno de noche—. Los chicos se han largado a Las Vegas. Llámame. No, mejor tráete el cúter y vente a trabajar. Estoy hasta el cuello.
En otro tiempo habían sido nueve los Animales. Nueve hombres de menos de veinticinco años solos en un supermercado durante ocho horas diarias, sin nadie que los supervisara, excepto Tommy. El nombre se lo había puesto el encargado de día, que una mañana, al llegar, les había encontrado borrachos, colgados de las gigantescas letras del luminoso de la entrada y tirándose gominolas los unos a los otros. Tommy los había reclutado para luchar contra el viejo vampiro. Juntos habían encontrado a Elijah durmiendo dentro de una tumba, en su yate, y habían encontrado también su colección de arte. Tras venderla por diez centavos el dólar, cada uno de ellos se había embolsado cien mil pavos. Tommy se fue a casa con Jody. Clint se fue a casa a rezar por el alma del vampiro. Simon había muerto. Los demás Animales se habían ido a Las Vegas.
Clint colgó el teléfono y se dejó caer en la silla del encargado. Era demasiada responsabilidad. Aquel peso iba a sacarlo de quicio. Todavía oía ladridos de perro dentro de su cabeza.
—Puerta delantera —gritó el portero de noche eventual por encima de la media pared de la oficina.
Clint se levantó y vio al Emperador y a sus perros al otro lado de las puertas eléctricas. Cogió las llaves, desconectó la alarma y abrió la puerta. El boston terrier pasó disparado a su lado y se fue derecho al mueble de la carne.
—Majestad —dijo Clint—, está usted sin aliento.
El hombretón se tocaba el pecho mientras jadeaba.
—Reúne a las tropas, muchacho. C. Thomas Flood se ha convertido en un demonio chupasangre. Recoged vuestras armas. Debemos lanzarnos de nuevo al ataque.
—Solo estamos los novatos y yo —dijo Clint—. ¿Ha dicho que Tommy es un vampiro?
—En efecto. No hace ni dos horas que lo vi. Tan pálido como la muerte.
—Vaya, eso no está bien.
—Tu talento para constatar lo obvio es inaudito, muchacho.
—Pase. —Clint se apartó de la puerta—. Vamos a tener que rezar por él.
—Bueno, es un comienzo —dijo el Emperador.
—Tendré que llamar a Tommy y decirle que no se moleste en venir a trabajar —añadió Clint.
—Espléndido —contestó el Emperador sin asomo de sarcasmo—. Me parece que hemos alcanzado una fatalidad sin parangón.
—Tú siempre te has portado bien conmigo —dijo Jody.
—Bueno, lo intento —repuso Tommy.
Iba subiendo la estrecha escalera de su loft. Llevaba a Jody al hombro; la frente de ella rebotaba contra su cintu-rón cada vez que daba un paso. Parecía muy ligera. A Tommy todavía le asombraba su fuerza recién estrenada. La había llevado en brazos diez manzanas y ni siquiera lo notaba. Bueno, estaba un poco harto de escucharla, pero físicamente no estaba nada cansado.
—A veces puedo ser muy perra.
—Eso no es cierto —dijo Tommy. Sí que lo era.
—Sí que lo es, sí que lo es. Sí que lo soy. A veces soy una perra total.
Tommy se detuvo en lo alto de los escalones y hurgó en su bolsillo en busca de las llaves. —Bueno, puede que un poco, pero...
—Entonces, ¿soy una perra? ¿Estás diciendo que soy una perra?
—Dios mío, ¿es que nunca va a salir el sol? —Oye, que tienes suerte de tenerme, miedica. —Sí, tienes razón —dijo Tommy. —¿En serio?
Tommy la puso en pie y la agarró antes de que se cayera de espaldas y se diera contra la pared. Ella tenía una gran sonrisa bobalicona. En algún momento durante la noche le había chorreado sangre por la pechera de la blusa, y tenía también la boca manchada. Parecía que le habían dado un puñetazo. Tommy intentó quitarle la sangre con el pulgar. Hizo una mueca al notar el olor a alcohol de su aliento.
—Te quiero, Tommy. —Jody cayó en sus brazos.
—Lo mismo digo, Jody.
—Siento haberte dado capones. Todavía estoy aprendiendo a controlar mis poderes, ¿sabes?
—No pasa nada.
—Y haberte llamado «miedica».
—No tiene importancia.
Ella le lamió el cuello, le dio un mordisquito.
—Vamos a hacer el amor antes de que salga el sol.
Tommy contempló por encima de su hombro el destrozo que habían hecho en el loft la última vez y dijo algo que jamás creyó que oiría salir de su boca.
—Creo que ya hemos tenido bastante por esta noche. Quizá deberíamos acostarnos.
—Crees que estoy gorda, ¿verdad?
—No, estás perfecta.
—Es porque estoy gorda. —Lo apartó de un empujón y entró a trompicones en el dormitorio, se tropezó y cayó de bruces sobre los restos de su cama hecha trizas—. Y vieja —añadió, aunque Tommy solo entendió esto último gracias a su fino oído vampírico, porque Jody hablaba directamente contra el colchón—. Vieja y gorda —dijo ella.
—Con esos cambios de humor, vas a acabar teniendo tortícolis, pelirroja —dijo Tommy tranquilamente mientras se metía en la cama con la ropa puesta.
Luego se quedó allí tumbado, a su lado, pensando en todo lo que tenían que hacer, en cómo iban a encontrar una casa nueva y a mudarse sin salir durante el día y en cómo iban a sobrevivir y a esconderse. El Emperador lo sabía. Tommy notaba que lo sabía. Y por bien que le cayera el Emperador, eso no era buena señal. Y así, mientras cavilaba y oía a su novia gritarle, C. Thomas Flood se convirtió en el primer vampiro de la historia que rezó por que saliera el sol de una vez. Unos minutos después, sus plegarias fueron atendidas y los dos se quedaron dormidos.
Desde que se había convertido en vampira, Jody odiaba el modo en que su conciencia se encendía al anochecer como se encendían las farolas de la calle. No había un amodorramiento crepuscular entre el sueño y la vigilia, sino un «¡zas!, bienvenida a la noche, aquí tienes tu lista de cosas que hacer». Pero esa noche no fue así. Esa noche, Jody tuvo su crepúsculo, su modorra y una jaqueca por añadidura. Se incorporó en la cama tan bruscamente que casi dio una voltereta y luego, como su cabeza pareció quedarse atrás, volvió a tumbarse con tanta fuerza que la almohada reventó, lanzando una nevada de plumas por la habitación. Gimió y Tommy entró saltando en el dormitorio. —Hey—dijo.
—¡Ay! —replicó ella, agarrándose la frente con ambas manos como si quisiera impedir que se le escaparan los sesos.
—Eso es nuevo, ¿eh? ¿Resaca de vampiro? —Tommy apartó con un ademán algunas plumas que flotaban delante de él.
—Me siento como un fiambre recalentado —dijo Jody. —Genial. Apuesto a que ahora mismo echas de menos el café.
—Y las aspirinas. Me he alimentado de ti otras veces cuando habías bebido. ¿Por qué ahora me afecta?
—Me parece que el tío del gato tenía un poco más de alcohol en la sangre que yo. En todo caso, tengo una teoría al respecto. Podemos comprobarla más tarde, cuando te sientas mejor, pero ahora mismo tenemos mil cosas que hacer. Hay que ocuparse de la mudanza. Anoche me llamó Clint, el de la tienda. Quería que fuera a trabajar. Luego volvió a llamar acojonado para decirme que no fuera.
Tommy le puso el mensaje. Dos veces.
—Lo sabe —dijo Jody.