—Y un clip para papel. —No.
—Es una gran oferta —insistió Tommy—. ¡Son casi diez pavos por kilo! —No.
—Pues que te jodan —dijo Tommy—. No me dais pena ni tú ni tu gato enorme.
—El dólar no te lo devuelvo.
—¡Pues muy bien! —dijo Tommy.
—¡Pues muy bien! —contestó el tío del gato.
Tommy cogió a Jody del brazo y echó a andar.
—Qué pedazo de gato —dijo.
—¿Por qué querías comprarlo? Se supone que no podemos tener animales en el piso. —Ya —dijo Tommy—. Era para cenar. —Qué asco.
—Es un apaño —dijo Tommy—. ¿Sabes que los masai de Kenia se beben la sangre de su ganado sin daño aparente para la vaca?
—Pues si compramos una vaca sí que violamos el contrato de alquiler. —¡Eso es! —¿El qué? —Un alquiler.
Tommy la hizo dar media vuelta y la llevó otra vez donde el tío del gato.
—Quiero alquilarte el gato —dijo—. A ti te vendrá bien un descanso y yo quiero enseñárselo a una tía mía que es inválida y no puede bajar a la calle.
—No.
—Una sola noche. Ciento treinta y dos dólares con treinta y siete centavos.
El tío del gato levantó una ceja; la mugre de ese ojo se resquebrajó un poco.
—Ciento cincuenta.
—No tengo ciento cincuenta, ya lo sabes. —Entonces quiero verle las tetas a la pelirroja. Tommy miró a Jody, luego miró al tío del gato y finalmente volvió a mirar a Jody. —No —dijo ella con calma.
—No —dijo Tommy, indignado—. ¿Cómo te atreves a sugerir una cosa así? —Una teta —replicó el del gato.
Tommy miró a Jody. Ella lo miró con los ojos verdes bien abiertos y una expresión que habría descrito como: «Te voy a dar tal guantada que te voy a mandar a la semana que viene y hará falta un equipo de cirujanos para sacarte el miércoles del culo».
—Ni pensarlo —dijo Tommy—. Las tetas de la pelirroja no están en venta. —Sonrió, miró a Jody y luego apartó la mirada a toda prisa.
El tío del gato se encogió de hombros.
—Voy a necesitar algún tipo de fianza, tu carné de conducir, por ejemplo...
—Claro —dijo Tommy.
—Y una tarjeta de crédito.
—No —dijo Jody, y se cerró la chaqueta y se subió la cremallera hasta el cuello.
—Y nada de rollos raros —dijo el tío del gato—. Porque me enteraré.
—Voy a enseñárselo a mi tía y mañana a esta hora te lo traigo.
—Hecho —contestó el del gato—. Se llama Chet.
—Tú primero —dijo Tommy. Estaban de pie en el salón de su loft, uno a cada lado del futón, donde el enorme minino, cruce entre gato persa, mopa de polvo y búfalo acuático, estaba mudando de pelo activamente. Tommy había decidido tomarse con mucho aplomo lo de beber sangre, aunque estaba tan histérico que le daban ganas de subirse por las paredes. De hecho, no estaba seguro de que no pudiera subirse por las paredes; eso era, en parte, lo que le sacaba de quicio. Aun así, desde su llegada a San Francisco hacía un par de meses había perdido los nervios demasiadas veces, y no pensaba hacerlo en ese momento. No delante de su novia. Ni nunca, si podía evitarlo.
—Deberías empezar tú —dijo Jody—. Es la primera vez que te alimentas.
—Pero tú le diste al vampiro viejo un poco de tu sangre —dijo Tommy—. Lo necesitas. —Era cierto: Jody había dado su sangre al vampiro para ayudarlo a recuperarse de las heridas que le habían causado Tommy y sus amigos al volar su yate y tal. Pero, en realidad, Tommy confiaba en que ella volviera a decir que no.
—No, no y no, tú primero —dijo Jody con muy mal acento francés—. Insisto.
—Bueno, si insistes...
Tommy saltó al futón y se inclinó sobre el enorme gato. No estaba seguro de cómo tenía que proceder, pero veía la aureola roja de Chet, que indicaba su buena salud, y oía latir su corazoncito de felino. Oía un chasquido dentro de su cabeza, como si alguien estuviera explotando burbujitas de plástico de embalar en el canal de su oído; luego notó una presión en el paladar, una presión dolorosa, y más chasquidos. Sintió que algo cedía y que dos puntas afiladas se clavaban en su labio inferior. Se apartó del gato y sonrió a Jody, que soltó un grito y dio un brinco hacia atrás.
—Colmilloz —dijo.
—Sí, ya lo veo —dijo Jody.
—¿Y por qué haz dado un zalto? ¿Te parecen ridículoz?
—Me has asustado, eso es todo —contestó ella, apartando la mirada como si él fuera una soldadora de arco eléctrico o un eclipse total, y mirarlo de frente pudiera cegarla. Le hizo señas de que continuara—. Vamos, venga. Ten cuidado. No muy fuerte.
—Vale —dijo Tommy. Sonrió otra vez y ella se apartó.
Tommy se volvió, abrazó al gato, que parecía mucho menos asustado que los dos vampiros de la habitación, y mordió.
—¡Zup, zup, agg! —Tommy se levantó y empezó a frotarse la lengua para quitarse los pelos del gato—. ¡Qué asco!
—Estate quieto —dijo Jody. Se acerco a él y le quitó de la cara los pelos sueltos y mojados del gato. Se acercó a la enámera de la cocina y volvió con un vaso de agua y un trozo de papel de cocina que utilizó para limpiarle la lengua—. Usa el agua solo para enjuagarte. No te la tragues. No podrás retenerla.
—No puedo tragármela, tengo la boca llena de peloz de gato.
Una vez se hubo enjuagado, Jody le quitó los últimos pelos de la boca y, al hacerlo, se pinchó un dedo con el colmillo derecho de Tommy.
—¡Ay! —Apartó el dedo y se lo metió en la boca.
—Madre mía —dijo Tommy. Le sacó el dedo de la boca y lo metió en la suya. Volteó los ojos y gimió por la nariz.
—Ni lo sueñes —dijo Jody. Agarró la mano de Tommy y le mordió el antebrazo, pegándose a él como una remora a un tiburón.
Tommy gruñó, la hizo darse la vuelta y la arrojó de bruces sobre el futón, con el brazo todavía en la boca de ella. Jody se echó el pelo a un lado y él le hundió los dientes en el cuello. Ella chilló, pero su grito sonó sofocado y borboteó sobre el brazo ensangrentado de Tommy. Cher, el gato enorme, siseó, atravesó corriendo la habitación, cruzó la puerta del dormitorio y se metió debajo de la cama mientras el loft se llenaba con los gritos de los depredadores y el ruido del cuero que se tensaba y de los vaqueros al rasgarse.
Aquello parecía una inmensa pelea de gatos. Pero Chet no reparó en aquella ironía.
Relleno de miraguano y plumas de pollo yacían en grandes y algodonosos montones desperdigados por la habitación, junto con los jirones de su ropa, la colcha del futón, trozos de una alfombra peluda de piel de teleñeco y restos aplastados de un par de lámparas de papel baratas. Los cables pelados de encima de la barra del desayuno, donde antes colgaban las lámparas de péndulo, soltaban chispas. Parecía como si alguien hubiera lanzado una granada de mano en medio de una orgía de osos de peluche y a los únicos supervivientes la explosión les hubiera dejado sin pelo.
—Bueno, ha sido distinto —dijo Jody, todavía un poco jadeante. Estaba desnuda (salvo por una manga de la chaqueta de cuero rojo) y, tumbada boca arriba sobre la mesa de café, contemplaba del revés una farola a través de la ventana. Se había manchado de sangre de la cabeza a los pies y, mientras Tommy la miraba, iban curándose los arañazos y las marcas de colmillos de su piel.
—Si lo hubiera sabido —dijo él, jadeando—, me habría dejado crecer el prepucio hace mucho tiempo. —Yacía al otro lado de la habitación, donde ella lo había arrojado, despatarrado sobre el montón de libros y trozos de madera en que se había convertido su estantería; también él estaba manchado de sangre y cubierto de arañazos. Solamente llevaba puesto un calcetín.
Al sacarse del muslo una astilla del tamaño de un lápiz, pensó que tal vez se había precipitado al enfadarse con Jody por haberlo convertido en un vampiro. Aunque no recordaba gran cosa, estaba seguro de que acababa de tener la experiencia sexual más asombrosa de su vida. Por lo visto, lo que había leído acerca de que las relaciones sexuales de los vampiros consistían únicamente en beber sangre era otro mito, como lo de transformarse en murciélago o lo de su incapacidad para cruzar una corriente de agua.
—¿Tú sabías lo que iba a pasar? —preguntó.
—No tenía ni idea —contestó Jody, todavía sobre la mesa baja. A Tommy le parecía cada vez más la víctima de un asesinato, solo que hablaba y sonreía—. Quería que me invitaras a cenar y me llevaras al cine primero.
Tommy le tiró la astilla ensangrentada.
—No me refería a si sabías que íbamos a hacer el amor, me refería a si sabías que iba a ser así.
—¿Cómo iba a saberlo?
—Pensaba que a lo mejor la noche que pasaste con ese viejo vampiro... Jody se sentó.
—No me lo tiré, Tommy, solo pasé la noche con él intentando averiguar cómo era ser un vampiro. Y se llama Elijah. —Ah, así que ahora os tuteáis.
—Por el amor de Dios, Tommy, ¿quieres dejar de darle vueltas al asunto? Acabamos de tener una experiencia fantástica y tú le estás chupando toda la magia.
Tommy se removió sobre su montón de desechos y empezó a hacer un mohín, pero acabó haciendo una mueca cuando, al intentar sacar el labio inferior, se pinchó con los colmillos. Jody tenía razón. Siempre había sido así: siempre dándole vueltas a la cabeza, siempre analizándolo todo demasiado. —Perdona —dijo.
—Ahora tienes que formar parte del mundo, solo eso —dijo Jody suavemente—. No puedes ordenarlo todo en categorías, separarte de la experiencia poniéndole palabras. Como dice la canción, let it be.
1
—Perdona —repitió Tommy. Intentó quitarse aquellas ideas de la cabeza, cerró los ojos y escuchó el latido de su corazón, y el latido del corazón de Jody al otro lado de la habitación.
—No pasa nada —dijo ella—. Una experiencia así pedía a gritos una autopsia. Tommy sonrió con los ojos todavía cerrados. —Por así decirlo.
Jody se levantó y cruzó la habitación hasta donde él estaba sentado. Le ofreció la mano para ayudarlo a levantarse.
—Ten cuidado, tienes la parte de atrás de la cabeza incrustada en la pared.
Tommy volvió la cabeza y oyó resquebrajarse el yeso.
—Sigo teniendo hambre.
Ella lo levantó de un tirón.
—Yo también estoy un poco seca.
—Es culpa mía —dijo Tommy. Ahora se acordaba: la sangre de Jody entrando en él, al mismo tiempo que la de él entraba en ella. Se frotó el hombro, donde los orificios de los colmillos de Jody no se habían cerrado aún.
Ella besó el lugar que se estaba frotando.
—Te curarás enseguida cuando tomes sangre fresca. Tommy sintió un dolor, como un repentino calambre en el estómago. —Necesito comer, de verdad.
Jody lo llevó al dormitorio, donde Chet, el gato enorme, estaba acobardado en un rincón, intentando en vano esconderse tras el cesto de mimbre.
—Espera —dijo Jody. Volvió de puntillas al salón y regresó unos segundos después. Se había puesto lo que quedaba de su chaqueta de cuero rojo (que ahora parecía más bien un chaleco) y las bragas, que tenía que sujetarse del lado por el que estaban rotas—. Perdona —dijo—. No me gusta estar desnuda delante de extraños.
Tommy señaló con la cabeza.
—No es un extraño, Jody. Es la cena.
—Ajá —dijo ella, asintiendo y meneando la cabeza de un lado a otro al mismo tiempo, como una muñequita cubierta de sangre—. Ve tú, que eres el nuevo.
—¿Yo? ¿No conoces ningún truco para hipnotizarlo y que venga si lo llamas?
—No. Ve a cogerlo. Yo te espero.
Tommy la miró. Encima de la sangre que embadurnaba su piel pálida, había aquí y allá pegotes de relleno del fu ton; tenía, además, plumas de pollo blancas en el pelo, de uno de los cojines que habían reventado. Él tenía plumas y pelo de gato en el pecho y las piernas.
—Vamos a tener que afeitarlo primero, ¿sabes?
Jody asintió con la cabeza sin quitarle ojo al enorme gato.
—Y quizá darnos una ducha antes.
—Buena idea. —Tommy la rodeó con el brazo.
—Pero solo una ducha. ¡Nada de sexo!
—¿Por qué? Total, ya hemos perdido la fianza del alquiler.
—La mampara de la ducha es de cristal. —Está bien. Pero ¿puedo lavarte el...?
—No —dijo. Lo cogió de la mano y tiró de él hacia el cuarto de baño.
Al final resultó que la fuerza sobrehumana de un vampiro venía muy bien para afeitar a un gato de catorce kilos. Tras un par de intentos fallidos (durante los cuales persiguieron a Chet, el enorme gato cubierto de espuma de afeitar, por todo el loft), descubrieron el valor de la cinta aislante como utensilio cosmético. Debido a la cinta no pudieron afeitarle las patas. Cuando acabaron, Chet parecía un protohumano barrigón y de ojos saltones provisto de botas espaciales hechas de pelo y cinta aislante: un minino fruto del amor entre Golem y Doddy, el elfo doméstico.
2
—No estoy seguro de que hiciera falta afeitarlo del todo —dijo Tommy, sentado en la cama junto a Jody, mientras contemplaban a Chet, que estaba tumbado en el suelo, frente a ellos, atado y rasurado—. Da un poco de miedo.
—Da mucho miedo —dijo Jody—. Más vale que bebas. No se te están curando las heridas. —Todos sus arañazos, moratones y mordiscos de amor habían curado por completo y, quitando una pizca de espuma de afeitar que tenía aquí y allá en el pelo, estaba como nueva.
—¿Cómo? —preguntó Tommy—. ¿Cómo sé dónde morderlo?
—Prueba en el cuello —respondió Jody—. Pero antes de morder palpa con la lengua, a ver si encuentras una vena, y no muerdas muy fuerte. —Intentaba darle instrucciones con mucho aplomo, pero estaba tan perdida como él. Le estaba gustando enseñar a Tommy los rudimentos del vampirismo, lo mismo que le había gustado enseñarle a hacer cosas de persona adulta, como contratar la luz y el teléfono para el loft. Aquello hacía que se sintiera sofisticada y responsable, y tras una serie de novios para los que había sido poco más que un apaño y cuyos estilos de vida había imitado (desde anarquistas heavy metal a yuppies del distrito financiero), le gustaba ser la que llevaba la voz cantante, para variar. Aun así, en lo tocante a enseñarle a alimentarse de animales, no habría podido columpiarse más ni aunque de veras hubiera podido convertirse en un murciélago. La única vez que había pensado en beber sangre de un animal había sido cuando Tommy le llevó dos grandes tortugas vivas del barrio chino. Ni siquiera había tenido valor para intentar morder a aquellos reptiles acorazados. Tommy las había bautizado Scott y Zelda,
3
lo cual no había ayudado mucho. Ahora Zelda servía de ornamento de jardín en Pacific Heights y Scott estaba recubierto de bronce, junto al viejo vampiro, en el salón. Los moteros escultores del piso de abajo se habían encargado de «broncearlas», lo cual había dado a Tommy la idea de hacer lo mismo con Jody y el viejo vampiro.