AL despertar tenía frío, pero era soportable. El fuego había quedado reducido a las brasas. Darla no estaba.
Vi los dos pares de esquís y los palos de Darla apilados cerca de la hoguera. No había ni rastro de mi palo ni del bastón. Me alegré al ver que al menos mis esquís no se habían perdido. Tal vez se habían trabado con una raíz, las botas se habían soltado de las sujeciones, y se habían quedado en la orilla cuando caí al agua. Sin embargo, me supo mal haber perdido el bastón bo de la señora Parker.
Me senté, me abotoné la camisa y los pantalones, y me subí la manta hasta taparme los hombros. La ventisca continuaba descargando su furia sobre el mundo de más allá de nuestro puente. Mientras observaba, Darla se materializó en medio de los copos blancos, con los brazos cargados de leña mojada.
La ayudé a alimentar el fuego. Comenzamos con ramitas finas, añadiéndolas poco a poco para que el hielo y la nieve que tenían pegados no apagaran las brasas.
—Me has salvado la vida —dije mientras avivábamos la hoguera—. Otra vez.
Se encogió de hombros.
—Gracias.
El fuego rugió en seguida y entré en calor. Me eché la manta sobre los hombros y salí a la ventisca. Cada pocos pasos, me giraba y echaba la vista hacia atrás. La imagen de debajo del puente fue haciéndose más y más débil a medida que me alejaba. Tras veinte pasos, lo único que podía distinguir era el neblinoso resplandor naranja de las llamas. Decidí no separarme más del lugar, sería muy fácil desorientarse en la tormenta de nieve y acabar perdido o de vuelta en el río.
Hice pis en un árbol. Se me estaba congelando. Me sentí mal por Darla, que al ser chica tenía que destaparse aún más para hacer lo mismo. Busqué por los alrededores y encontré dos ramas largas en forma de Y. De vuelta en el campamento, las usé junto con unas rocas y la cuerda que llevábamos para improvisar un tendedero. Tuve que cambiar varias veces de sitio la ropa mojada porque la que estaba más cerca del fuego soltaba la humedad y se secaba, pero todo lo que había en los extremos se congelaba y quedaba duro como una tabla.
Recogimos leña. Cerca del puente había muchos árboles y arbustos secos, así como madera arrastrada por la corriente. A la hora de comer habíamos reunido una enorme pila al lado del contrafuerte del puente, mucha más de la que necesitaríamos para alimentar el fuego durante otro día.
Esa tarde el viento cambió. Había estado soplando desde el noroeste, así que el puente nos había protegido bastante. Pero pasó a aullar directamente desde el norte, río abajo, atravesando nuestro pequeño campamento. Tuve que recoger corriendo la ropa tendida para que no se la llevara.
Darla echó más leña al fuego. Nos sentamos y nos acurrucamos, de espaldas al viento. Aun así, seguíamos helados. Me preocupaba que no sobreviviéramos a aquella noche, expuestos a semejante frío. Esperamos durante una hora con la esperanza de que el viento cambiara de nuevo. Por el contrario, fue empeorando.
Teníamos que hacer algo. Pensé en ello durante un rato, intentando saber el qué. Luego me levanté, me envolví con la manta y salí de debajo del puente, exponiéndome a las gélidas garras del viento.
Me incliné e hice una bola de nieve con las manos. Era demasiado fría y fina como para compactarse bien, pero con un poco de fuerza logré darle forma. Agrandé la bola haciéndola rodar de un lado a otro por el suelo, como si quisiera hacer un muñeco de nieve. Al principio costó un poco, pero al aumentar de tamaño la nieve fue adhiriéndose con mayor facilidad.
Cuando conseguí la dimensión que quería, unos sesenta centímetros de diámetro, más o menos, la llevé rodando hasta debajo del puente. La encajé en el rincón donde el contrafuerte se encontraba con el suelo, en el lado norte.
Tenía las manos heladas. Me acerqué al fuego para calentármelas. Darla me observaba perpleja, pero no dijo nada, así que no me molesté en darle explicaciones.
En cuanto recuperé la sensibilidad en las manos, volví a salir a la ventisca e hice otra gran bola de nieve. La encajé al lado de la primera. Darla pilló la idea en seguida y se puso a ayudarme. Con bolas de nieve construimos un muro que se extendía unos dos metros y medio hacia el exterior desde el estribo del puente, en dirección a la corriente. Nos dedicamos a ello toda la tarde, ya que cada dos por tres teníamos que parar para calentarnos, pero al final logramos entre el contrafuerte y nuestro muro un rincón protegido del viento.
Darla arrastró un par de ramas de nuestra hoguera para encender una nueva dentro del refugio. Para cenar masticamos tiras de carne de conejo ahumada.
Cuando me tumbé para dormir, el conejo de Darla se acurrucó en la parte superior de mi cabeza. Al parecer le gustaba ese sitio por algún motivo. Darla se arrimó a mi espalda y nos pegamos el uno al otro para darnos calor. Dormimos de cara al fuego.
Al día siguiente aún había ventisca. Seguramente era la peor tormenta de nieve que había visto. Me pregunté durante cuánto tiempo seguiría así. Las provisiones no nos durarían eternamente. En algún momento tendríamos que salir a buscar más. Si el viento aflojaba. Si la capa de nieve no era demasiado alta como para caminar a través de ella.
El refugio nuevo no estaba mal; nos había mantenido con vida durante la noche, aunque de vez en cuando entraban algunas ráfagas bajo el puente como remolinos y nos echaban nieve en el fuego y a la cara. Darla y yo dedicamos todo el día a mejorarlo. Levantamos otros dos muros de unos dos metros cada uno, de modo que acabamos con un iglú más o menos cuadrado. Dejé un agujero pequeño en lo alto de una de las paredes para permitir que saliera el humo, y usé el plástico de pintor para cubrir la entrada. Me preocupaba que el fuego pudiera fundir los muros, y un poco así ocurrió, pero la nieve fundida pronto formó una dura capa de hielo que no parecía que fuera a fundirse.
Dentro del iglú hacía calorcillo. Una temperatura para llevar manga corta. Un maravilloso y celestial calorcillo. Aquella noche dormí de fábula, aunque el refugio tenía una desventaja: Darla no necesitaba acurrucarse a mi lado. Extendió su manta al otro lado del fuego.
A la mañana siguiente, la ventisca no había aflojado lo más mínimo; ya era el tercer día. Por la mañana desayunamos y recogimos un poco más de leña, y luego no nos quedó nada más que hacer.
Nos sentamos dentro del iglú. Intenté sacar un tema de conversación, pero Darla se limitaba a mirar las paredes. Poco a poco, el silencio entre nosotros se hizo más incómodo. Llegado un momento, empecé a hablar sin más. Por lo general no soy un tipo hablador, pero la situación de ese día, allí encerrado sin nada que hacer, hizo que me lanzara.
Le hablé a Darla de mi irritante hermanita, Rebecca. Le expliqué que siempre corría gritando adonde estaba mi madre cada vez que hacía algo mínimamente cuestionable. Total, ¿qué tenía de malo que le metiera salsa de tabasco dentro de su tubo de pasta de dientes? Le daba más sabor, ¿no?
Le conté a Darla que había oído por casualidad a mi madre reñir a Rebecca por perder tantos lápices en el colegio. Más tarde, esa misma semana, vi a Johnny Edgars, uno de octavo curso, registrándole la mochila en el pasillo antes de clase, ella aún la tenía colgada a la espalda. Sacó un lápiz, lo rompió delante de su cara, y dejó caer al suelo los pedazos. Luego se puso a reír mientras ella recogía los trozos, llorando.
Estaban en el otro extremo del corredor. Para cuando llegué allí, Johnny ya se había ido. Después del recreo, cuando nos llamaron a clase me escondí y esperé a que salieran los de octavo. Cuando vi a Johnny, fui hasta él y le di una patada en la cara. Le dejé un ojo morado.
Me metí en un montón de problemas. Me expulsaron del colegio por un día. Incluso mi padre me echó un sermón… y eso era poco común. Mi madre llamó a la escuela de taekwondo para hablar con la señora Parker. Me degradó un cinturón y me expulsó de la
dojang
durante un mes.
Pero funcionó. Hasta donde yo sé, Johnny no volvió a molestar a mi hermana. Pasó a dedicar sus tiernas atenciones a atormentarme a mí. Ése fue el año del matón. Nunca antes le había hablado de eso a nadie. Creo que mi hermana lo sabía. Pero para mi madre, mi padre… y la señora Parker, aquella patada salvaje era sólo un acto aislado de violencia en una vida escolar por lo demás aburrida.
Le hablé a Darla durante todo el día. Le hablé de mi padre, del modo en que su cara adquiría una expresión ausente cada vez que intentaba hablar con él. Sí, asentía y hacía los ruidos adecuados, pero me daba cuenta de que se evadía.
Le hablé de mi madre. De cómo siempre me presionaba: «¿Por qué sólo has sacado un notable alto en Francés?», o «¿Por qué no te presentas voluntario para la obra teatral del colegio, Alex?».
Le conté lo mucho que los echaba de menos a todos.
Al cabo de un rato me di cuenta de que estaba siendo cruel. Sus padres habían muerto. Era hija única y huérfana. Si tenía algún pariente vivo, no me había hablado de ellos.
No dijo nada, hacía días que no decía nada. Acariciaba el conejo que tenía sobre el regazo, con la mirada perdida.
Rebusqué en la mochila y encontré un saquito de harina de maíz. Saqué un puñado y gateé rodeando el fuego hasta Darla. Le tendí la mano abierta al conejo. Me dio un mordisquito al comer, pero fue sólo un pellizco, así que se lo pasé.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—Roger
.
Me sobresalté tanto al oír su respuesta que casi se me cae la harina de maíz.
—¿Le has puesto
Roger
? ¿Como
Roger Rabbit
?
—Sí. Estúpido, ¿verdad?
—Y tenías un conejo que se llamara
Bugs Bunny
, ¿no? ¿Y algún pato llamado Lucas, o Donald?
Darla rió. Después de tantos días de silencio aquello fue como música.
—Sí, tuve uno que se llamaba
Bunny
. Y no tuve patos, pero
Donald
sería un buen nombre.
—Me alegro de volver a oír tu voz.
Se quedó callada durante tanto rato que tuve miedo de haber dicho algo malo, de haberla cagado de algún modo…
—Me he portado como una bruja, ¿verdad? —dijo al fin.
—No…
—Sé que no fue culpa tuya. Están ocurriendo cosas malas por todas partes. Mamá… Tuvimos mala suerte… Lo siento.
—No pasa nada.
—Podría haber sido peor si tú no hubieras estado allí. Quizá yo también estaría muerta. Mataste a ese tipo, Hurón. Los mataste a los dos. Igual estaría muerta, de no haber sido por ti.
Me encogí de hombros.
—Lo siento, es sólo… que echo muchísimo de menos a mi madre. —Desde el fondo de su garganta ascendió un gemido grave que se transformó en un sollozo—. La echo tantísimo de menos, Alex… —dijo entre lágrimas, mientras sus hombros se estremecían.
La rodeé con los brazos y la estreché mientras lloraba; puede que yo también llorara un poco. Su tristeza era muy profunda.
Esa noche trasladamos el fuego a un lado del iglú, para situarlo más cerca del muro que tenía el agujero para el humo. Nosotros nos tumbamos al otro lado. Dentro del refugio ya no hacía frío, pero aun así nos acurrucamos juntos para dormir.
CUANDO salimos del iglú por la mañana, hacía un frío glacial. Ya no nevaba, y soplaba muy poco viento. La luz matinal se reflejaba en la nieve, lo que convertía ese día en el más brillante que había visto desde la erupción.
Darla preparó el desayuno mientras yo exploraba los alrededores. La capa de nieve era gruesa; se me hundían las piernas hasta las ingles. El muro norte de nuestro refugio quedaba completamente oculto por un montón enorme de nieve, formando una pendiente suave desde el suelo hasta lo alto del puente.
Encontré dos ramas fuertes y las corté con el hacha de mano que le había quitado a Blanco. Una de ellas era del largo perfecto para un palo de esquí. La otra medía alrededor de un metro ochenta, así que pensaba usarla como bastón bo improvisado.
Desayunamos tortitas de maíz y rellenamos todas las botellas de agua. Al menos la nieve había solucionado nuestro problema del agua. Sólo teníamos que llenar la sartén de nieve, sostenerla sobre el fuego durante unos minutos, y verter el agua dulce en los recipientes. Lo guardamos todo, trabamos las botas en las fijaciones de los esquís, y nos pusimos en camino.
Subir andando de lado por el terraplén hasta llegar al puente fue difícil. Comenzamos por el del norte, pero los cúmulos de nieve eran demasiado altos. Incluso con los esquís puestos, nos hundíamos tanto que nos resultaba imposible levantar las piernas hasta la altura suficiente como para poder ascender. Nos rendimos y fuimos esquiando hacia el lado sur.
Subimos por el terraplén. Fui andando de lado hasta el centro de la carretera, coloqué los esquís apuntando al otro extremo del puente y empujé con los palos.
Lo que siguió fue un fracaso total a dos niveles: primero, mis improvisados palos de esquí sólo dejaban agujeros en la nieve. No llegaban a tocar nada sólido, así que no podía impulsarme; segundo, cuando intenté hacer avanzar los esquís sin impulso, se hundieron más de diez centímetros en la nieve por la parte de delante, se atascaron y me comí el suelo.
Saqué la cara de entre la nieve y miré hacia atrás. Darla sonreía, intentando reprimir la risa sin acabar de conseguirlo.
—Bueno. Prueba tú —refunfuñé.
Darla empujó con los palos y se deslizó con suavidad por la superficie. Me miró y se encogió de hombros.
Volví a intentarlo. Las puntas de mis esquís se metieron de nuevo bajo la nieve y por poco no me hacen caer otra vez.
Los miré enfadado. Fue entonces cuando reparé en que eran diferentes de los de Darla. En primer lugar, sus palos tenían como unas cestillas muy grandes de varios centímetros en el extremo inferior que impedían que se hundieran y le permitían impulsarse, incluso en la gruesa capa de nieve por la que intentábamos movernos. En segundo lugar, sus esquís eran mucho más anchos que los míos, y un poco más cortos. También tenían los cantos ligeramente cóncavos. Supuse que la bibliotecaria nos había vendido un par de esquís para nieve virgen muy buenos, mientras que el viejo equipo de mi padre era para nieve preparada. Compartí mi teoría con Darla.
—No sé nada de esquís, pero creo que tienes razón — dijo—. Se me ocurre una idea… Creo que puedo hacer cestillas para las puntas de tus palos, si consigo encontrar cordel en alguna parte. Pero no se me ocurre ninguna manera de apañarte los esquís.