Vale. La idea no me gustaba ni un pelo. Ya era bastante bochornoso lo de exhibirme desnudo ante aquella chica cada vez que la veía, en especial cuando mis «atributos» le parecían muy normalitos y no le importaba decírmelo. Desde luego que no quería mear delante de ella. Pero ya se había ido. Oí ruido de cacharros metálicos en la habitación contigua. Si no había despertado a su madre, ese estruendo seguro que lo conseguía.
Volvió con un molde para pan.
—En serio —dije yo—, si me dices dónde está el lavabo…
—¿Pero puedes ponerte en pie?
Levanté la cabeza y los hombros del suelo, dispuesto a intentarlo.
—¡Déjalo! No quiero que te hagas saltar los puntos. Que no veas el trabajo que me dieron. —Me agarró el brazo izquierdo y tiró de mí para subirme al sofá.
Me tumbé, aliviado al apoyar la cabeza que me palpitaba de dolor.
—Gracias por coserme. Los puntos tienen buena pinta.
—¿Y por qué has estado toqueteándolos? Te puse una venda encima por algo, imbécil.
—Sólo quería verlos. —No me gustaba nada que me insultara pero le estaba agradecido de todas formas. Era probable que me hubiera salvado la vida con aquellos puntos.
—Hmmm. Bueno, han quedado bien. La verdad es que nunca lo había hecho pero había visto a los médicos coserme a mí dos veces. Ojalá tuviera agujas curvas como las que usaron conmigo, habría sido mucho más fácil.
—Deberías ser médico.
—Tal vez. No le digas a mi madre que hemos usado su segundo mejor molde, ¿vale? —Lo dejó sobre el sofá, junto a mí, y se quedó mirándome expectante—. ¿No te estabas meando?
—Sí. ¿Podrías… no sé, darte la vuelta o algo así?
Suspiró y puso los ojos en blanco.
—Como quieras, claro. —Se acercó a la chimenea y echó un tronco al fuego.
Me acerqué el molde a la entrepierna, apunté con mi soldadito y… nada. Es muy difícil hacer pis cuando hay una chica en la habitación… Aunque te dé la espalda. Y encima estaba preocupado por si podría mear dentro del molde sin salirme. Sabía que «pánico escénico» no era el término más correcto, pero me estaba pasando algo parecido. O no me estaba pasando, más bien.
Darla había acabado de alimentar el fuego.
—¿Vas a hacerlo alguna vez?
—Sí, lo necesito, pero no puedo. No contigo ahí de pie.
Soltó un enorme suspiro y echó a andar hacia la cocina.
—Grita cuando acabes.
Tardé un minuto, pero lo conseguí. Dulce alivio. Y tampoco salpiqué nada. Bueno, no lo bastante como para que alguien pudiera darse cuenta.
—¡Ya está! —llamé.
Darla volvió y recogió el molde. Me tapé con la manta. A pesar del fuego, tenía frío.
—¿Hay alguna posibilidad de que pueda beber un poco de agua?
—Sí. Lo siento, debería haber pensado en eso. Necesitas beber un montón. Perdiste mucha sangre, tenías la bota derecha llena de sangre cuando te la quité. Y perdiste más mientras te cosía. Vuelvo en seguida.
Al volver, llevaba dos vasos de plástico de un litro, como los que dan en los restaurantes de comida rápida. Me dio uno.
—Bébete éste. Dejaré el otro aquí al lado.
—Gracias —dije.
—No vuelvas a chillar a menos que sea por algo importante. Mamá necesita dormir —dijo Darla. Luego desapareció.
ME despertó un olor: algo delicioso que venía de la cocina. Cogí el vaso de agua del suelo y me lo bebí. Volví a tumbarme, pensando en llamar para pedir comida. Antes de llegar a hacer nada, me quedé dormido otra vez.
La siguiente vez que me desperté no fue por ningún sonido ni ningún olor. Fue por la inminente explosión de mi vejiga. También me dolía la espalda; era evidente que llevaba mucho tiempo en ese sofá.
Oí que alguien se movía por la cocina, así que llamé.
—¿Hola?
La señora Edmunds entró por la puerta.
—Madre mía, pensaba que ibas a dormir otro día con su noche. Tienes que estar hambriento.
—Sí. Pero, eh, ¿dónde está el lavabo? —Me senté, con la manta sujeta contra el pecho—. Creo que veo amarillo. — Debí de tambalearme un poco, porque vino a mí corriendo y me sujetó por el brazo izquierdo.
—¿Estás seguro de que puedes caminar? —Me miró la cara con atención.
Asentí con la cabeza.
—De acuerdo. Supongo que tienes que ir a descargar. — Me sujetó del brazo para que pudiera levantarme. Sentía como si la cabeza fuera a explotarme con la más ligera brisa, pero ni en broma quería volver a pasar por el humillante método del molde de pan. Le pasé el brazo izquierdo por encima del hombro, y sujeté la manta que me envolvía con la mano derecha. Fuimos renqueando hasta la cocina, y de allí hasta el lavabo.
No había taza de váter. Justo al otro lado de la puerta vi un lavamanos, y en la pared opuesta una bañera con ducha. Entre ellos, donde debería haber estado la taza del váter, alguien había puesto un tubo de plástico que ascendía desde el suelo. Un gran embudo rojo de los que suelen usarse para gasolina estaba sujeto al extremo de la tubería, más o menos a la altura de las rodillas.
—Lo ha montado Darla. Lo llama tubo de agacharse. Aunque supongo que tú no tendrás que agacharte.
—¿Desemboca fuera?
—Conecta con el sistema séptico, como pasaba antes con la taza del váter. Ahora sólo sirve para hacer aguas menores. Las aguas mayores las estamos enterrando donde estaba el jardín, al final del patio.
—Vale.
—Dejaré esta puerta entreabierta por si necesitas ayuda —dijo al marcharse.
Me acerqué a la pared y me apoyé con una mano mientras apuntaba con la otra, y meé dentro del embudo. Cuando acabé, abrí el grifo del lavamanos pero no salió agua. ¡Qué idiota!, pensé. Claro que el agua no funcionaba. Y por supuesto, el agua que tenían era demasiado preciosa como para emplearla en lavarse las manos.
Me equivocaba. La señora Edmonds había puesto una toalla y un cuenco de agua sobre la mesa de la cocina. Me lavé las manos lo mejor que pude, una a una, mientras usaba la otra para sujetarme la manta alrededor de la cintura.
La cocina estaba oscura. Se filtraba algo de luz por las ventanas, así que tenía que ser de día, pero era una luz débil y de un feo color gris amarillento. Incluso con aquella escasa iluminación vi que el agua del cuenco se oscurecía al lavarme.
La señora Edmunds entró en la cocina con un montón de ropa.
—Tu ropa necesita algunos remiendos. Puede que esto te vaya un poco grande, era de mi marido.
—Ah, ¿está…?
—Muerto.
—Lo siento…
Ella se encogió de hombros.
—Murió hace tres años y cinco meses. Estaba limpiando el paso canadiense.
No entendía qué relación podría tener eso con su muerte pero no me pareció cortés preguntarlo. Acepté la pila de ropa con una mano, me la apoyé contra el pecho y fui cojeando hasta el salón para vestirme.
Cuando regresé a la cocina, había un fuego encendido. La llama azul del quemador resultaba asombrosamente brillante en la penumbra. La señora Edmunds estaba echando cucharadas de una especie de masa amarilla y poco espesa en una sartén. Olía de maravilla.
—¿Aquí funciona el gas? —pregunté.
—Usamos propano —replicó la señora Edmunds—. Mientras el tanque tenga reservas, podremos usar la cocina. Luego supongo que tendremos que pasar a cocinar en la chimenea.
—¿Dónde está Darla?
—Fuera, trabajando. Desenterrando maíz, cuidando de los conejos, a lo mejor cortando leña… No lo sé. Estaría ayudándola, pero pensó que una de nosotras debía quedarse contigo.
—Ah. Creía que no me quería aquí.
—Dijo que si te despertabas y no había nadie en casa, te cargarías el duro trabajo que había hecho al coserte.
—Ya sé que es un rollo tenerme aquí. De verdad que agradezco…
—No le hagas caso a Darla. Ya sé que tiene una lengua tan afilada que podría cortar un árbol a veinte metros de distancia, pero le caes bastante bien. Sólo está asustada. Las dos lo estamos. Pero el Señor te trajo hasta la puerta de mi granero por alguna razón, y no me corresponde preguntar por qué. Ahora, come. —La señora Edmunds hizo cuatro tortitas pequeñas en la sartén y las puso en un plato.
Estaban buenísimas. Eran amarillas y quebradizas, con sabor a pan de maíz y panceta. Pero, por otro lado, tenía tanta hambre que cualquier cosa me habría sabido a gloria. Después de tres o cuatro bocados, reparé en una textura un poco arenosa y con un toque de azufre; la ceniza, que se metía por todas partes.
—Están deliciosas —dije, entre bocados—. Gracias.
—Ah, no tardarás en aborrecerlas. No son más que masa de maíz. Es casi lo único que comemos, ahora. Tortitas de maíz para desayunar, comer y cenar.
—Podría pasarme el día comiendo de esto.
—Muy bien, freiré unas cuantas más.
—Gracias.
Los dientes de la señora Edmunds brillaron en la penumbra. Abrió un armario y sacó un bote grande.
—No se lo digas a Darla —dijo mientras vertía un hilillo de miel sobre las dos crepes que quedaban en mi plato—. Quiere reservar la miel… No sé para qué.
Comí otro bocado. Delicioso.
Dos platos de tortitas de maíz y dos vasos de agua más tarde, volví a sentirme cansado. Fui cojeando hasta el sofá, y me desplomé.
Cuando abrí los ojos otra vez, ya había oscurecido en el exterior. Alguien había alimentado el fuego; había la suficiente luz como para ver, y notaba un incómodo calor en el costado. Darla estaba inclinada sobre mí y me desabrochaba la camisa que llevaba puesta, la de su padre.
Dije algo como «¿Qué? ¿Eh?» Nada de frases completas; hasta los monosílabos eran demasiado para mí cuando estaba medio dormido.
—Estate quieto. Voy a examinarte el vendaje —dijo.
Me abrió la camisa, deslizó la venda hacia abajo y levantó el paño blanco. La herida era una inflamada herradura de costra roja. Me tranquilizó ver que no había pus ni estaba muy hinchado.
Darla empezó a limpiarla con una toalla de mano y un cuenco de agua. Cuando frotaba las costras me dolía. Cuando acabó, se puso a lavar la zona que rodeaba la herida, fue una sensación agradable. Demasiado agradable. Para cuando acabó, tenía una erección tan bestia que me dolía. Y también era muy evidente, aunque tuviera puestos los vaqueros holgados de su padre. El calor que sentí en la cara entonces no tuvo nada que ver con el fuego.
No tenía sentido. Darla no me había dicho ni tres palabras agradables desde que había llegado. Pero a mi cuerpo era obvio que eso le importaba un comino.
Darla puso un paño limpio sobre los puntos y volvió a ponerme la venda en su sitio. Se puso de pie y bajó la mirada.
—Chicos… —la oí murmurar cuando se marchaba a grandes zancadas.
Me puse de lado y me acurruqué intentando pensar en cualquier cosa que no fuera la sensación de sus manos sobre mi piel.
El sueño tardó mucho en llegar.
A la mañana siguiente desperté a tiempo para el desayuno. Darla, la señora Edmunds y yo nos sentamos juntos a comer tortitas de maíz. Darla comía de manera mecánica, tragándose la comida con una mueca. A mí me sabía a gloria.
—Voy a pasar el día desenterrando maíz. ¿Vas a cuidar tú del inválido, mamá?
—Podrías tomarte el día libre —dijo la señora Edmunds—. ¿Cuántos sacos de harina de maíz tenemos ya? ¿Cuatro o cinco…?
—Seis —contestó Darla.
—Es suficiente. Descansa un día.
—¿Cómo sabes que es suficiente? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que podamos plantar algo? ¿Antes de que llegue ayuda del exterior? ¿Un año? ¿Tres? ¿Cuánto tiempo se conservará el maíz enterrado en esa ceniza?
—Os ayudaré. —Parecía la oportunidad perfecta para intentar corresponder un poco a su generosidad. Ahora estaría muerto si me hubieran devuelto a la ceniza del exterior en lugar de acogerme y coserme la herida—. No sé qué significa exactamente desenterrar maíz, pero me encuentro mejor…
—Sí, así que vamos a llevar al inválido hasta el campo donde se le saltarán los puntos, y entonces tendremos que arrastrarlo…
—¡Darla! Es un invitado, no «el inválido». Y normalmente no me gusta poner a los invitados a trabajar pero las cosas ahora han cambiado un poco. No creo que le haga daño un poco de ejercicio, mientras no se exceda. —La señora Edmunds me miró con expectación.
—No, señora, no me excederé.
—Pues ya está hecho. Nos vamos todos al campo.
En seguida me vi transportando tres sacos de harina vacíos hacia lo alto de una colina cercana. Darla y su madre llevaban una pala cada una. El día era más luminoso que cualquiera de los que había visto, aunque nada parecido a lo que sería normal. El cielo era del color de un crepúsculo amarillo apagado; no se veía ni un rastro de azul ni de nubes, sólo un sofocante manto de neblina amarilla. Ya no caía ceniza, pero cada vez que soplaba una ráfaga de viento levantaba grandes columnas grises. Los tres llevábamos paños de cocina mojados sobre la boca y la nariz.
Hacía tanto frío en el exterior que veía mi respiración condensarse en el aire. Había perdido la noción del tiempo pero aún teníamos que estar en septiembre. Decididamente hacía demasiado frío para ser el noveno mes en Iowa, cualquiera que fuese la fecha. ¿Cuánto más frío podría volverse el clima? Y si el invierno estaba empezando en septiembre, ¿cuánto duraría?
En lo alto de la colina había un gran rectángulo marcado con cuatro cañas de bambú.
Ésa es la zona en la que ya hemos cavado —dijo Darla—. Trabajaremos a partir de este extremo, y arrojaremos la ceniza dentro del área marcada.
—¿Excavamos para sacar maíz? —pregunté.
Darla me dedicó esa mirada que suelen echarme los profesores cuando hacía una pregunta estúpida.
—Sí, ya lo verás. —Se puso a cavar junto a una de las cañas de bambú, echando la ceniza a un lado. Su madre se alejó unos tres metros y también se puso a cavar.
El viento arrastraba las nubes de ceniza que levantaban al remover la tierra. Darla cavaba como una loca, clavando la pala con fuerza y lanzando lejos cada palada. Su madre mantenía un ritmo comedido, sin desperdiciar esfuerzos. Al cabo de poco ambas estaban sudando y cubiertas de grumos de ceniza gris blanquecina. Me quedé mirándolas durante unos minutos, sin saber qué hacer. Sólo habían llevado dos palas.
Darla me hizo un gesto para que me acercara. Había retirado casi toda la ceniza de una estrecha franja del suelo. Aquí y allá se veían tallos de maíz aplastados por la lluvia de ceniza. Eran de un color amarillento, igual que cuando la hierba ha estado cubierta por algo durante un tiempo. La capa de ceniza tenía sólo un metro y medio o un metro ochenta de altura.