—Gracias por acogerme y darme de comer y todo eso — dije yo, cuando estábamos acabando de cenar—. Os lo agradezco de verdad.
—No seas tonto —dijo Darren—. Para eso están los vecinos.
—Bueno, gracias. Sois unos vecinos geniales. Al menos es lo que siempre dice mamá… —Pensar en mamá hizo que me atragantara y tuve que parar. Luego nos quedamos sentados en silencio esperando a que llegara la noche, aunque podríamos habernos ido a dormir en cualquier momento; todo seguía completamente oscuro, y así había sido durante todo el día.
Entonces volvieron a empezar las explosiones.
¡BUM, bum, bum, bum, bum! El estruendo incesante dañaba mis oídos y ahogaba el sonido de los truenos. Joe encendió la linterna para buscar un paquete de toallitas húmedas que había sobre la encimera de la cocina. Eran viscosas, pero cuando me las metí en las orejas me parecieron más agradables que el papel higiénico. Darren me puso los auriculares en las manos, y yo me los ajusté sobre las orejas.
Nos quedamos sentados en la cocina, volviéndonos locos de preocupación y aburrimiento. El miedo seguía en mi estómago como un peso muerto, presionándolo y haciendo que me mareara. No quería irme a la cama e intentar dormir durante otra noche de ruido horrendo, y Darren y Joe debían de sentirse igual porque no hicieron el más mínimo intento de marcharse.
Al menos ahora ya sabía lo que era. Eso hizo que aquella tanda de explosiones fuese un poco mejor que la del día anterior, cuando el aburrimiento y el pánico se vieron agravados por especulaciones descabelladas. Este ruido, supuse, debe de ser el de algún tipo de erupción secundaria. Aún había muchísimas razones por las que tener miedo, sin duda. Algo había salido despedido por la erupción para caer encima de mi casa. ¿Qué pasaría si la casa de Darren y Joe también recibía un impacto? Ni siquiera nos habíamos refugiado en la bañera, como la noche anterior. Además, el ruido en sí daba mucho miedo sin pensar en la increíble erupción que representaba, lo bastante potente como para hacer que me dolieran los oídos estando a mil cuatrocientos kilómetros de distancia.
Soporté una hora tras otra de nada: nada que ver salvo oscuridad, nada que oír salvo una metralleta de explosiones, nada que hacer. Nada que oler, salvo… bueno, vale, sí que había algo que oler: azufre y el sudor del día anterior. Mi respiración se ralentizó y el miedo dio paso a un pesado y cauteloso aburrimiento. El ruido continuó durante algo más de tres horas y media según el reloj de pulsera de Darren. Y luego, por suerte, las explosiones pararon de nuevo.
Me quité los auriculares y las toallitas de las orejas. Oí truenos normales, como los de una tormenta. Sonaban débiles y apagados después del bombardeo auditivo que acabábamos de sufrir.
Joe encendió la vela, y con su luz me condujo hasta la habitación de invitados del primer piso. Allí había otro paquete de toallitas sobre la mesita de noche. Dejé los auriculares al lado, al alcance de la mano. Joe apartó el cubre de la cama y dejó la vela encendida y una caja de cerillas junto al resto de cosas.
Me quité los zapatos y me metí en la cama sin desvestirme, con los mismos vaqueros y camiseta repugnantes que llevaba puestos hacía ya dos días. Apagué la vela, me giré para ponerme del lado izquierdo, y me dormí en cuanto apoyé la cabeza en la almohada.
El día siguiente empezó más o menos igual. Todo seguía sumido en la más completa oscuridad. La ceniza seguía cayendo como una densa cortina al otro lado de las ventanas. Aún se oían truenos normales como los de una tormenta. Tal vez sonaran un poco más fuertes, cosa que interpreté como una esperanzadora señal de que mis oídos estaban mejorando. La tormenta llevaba un día y dos noches sin parar. Puede que tuviera algo que ver con el volcán. La otra cosa rara de los truenos era que no había visto ningún relámpago, y no llovía, o al menos no que yo pudiera ver a través de la ventana con la luz de una vela.
Cuando abrí el grifo de la cocina con la esperanza de lavarme un poco, no salió nada. Ni agua fría ni caliente, nada. Fui a mirar en el baño de la planta baja. Tampoco allí había agua. Así que ahora habría que beber de la bañera. Y sólo podríamos tirar una vez más de la cadena en cada váter. Eso era un problema; la casa iba a apestar en nada.
Joe nos sirvió más lechuga para desayunar. Quería acabar con todos los alimentos perecederos. Darren refunfuñó un poco; a mí no me gustaba más que a él desayunar ensalada, pero pensé que Joe actuaba con sensatez. Quejarse no mejoraría las cosas. Además, yo era un invitado; ellos no tenían por qué compartir nada conmigo.
Después de desayunar, Joe me llevó al dormitorio principal y sacó ropa limpia de su armario para que pudiera cambiarme. No me quedaba muy bien. Tanto Darren como Joe son un poco más altos que yo, y mucho más gruesos. No son exactamente gordos pero sí lo bastante corpulentos como para estar incómodo con los pantalones de Joe me quedaban fruncidos en torno a la cintura, y una camiseta tan ancha como una blusa premamá. Aun así, eso era mejor que mi ropa mugrienta.
Más tarde, aquella mañana, vimos algo nuevo. Ocasionalmente se veía el destello de algún relámpago en la ventana, a través de la lluvia de ceniza. Siempre iba acompañado por el trueno inmediato; el rayo caía cerca.
Según iba avanzando el día, había cada vez más claridad. Al principio sólo podíamos ver a la luz de los relámpagos. Pero a última hora de la mañana la oscuridad ya no era completa. Seguía oscuro, eso sí, pero podía verme los dedos de la mano si me acercaba a una ventana y los movía ante mis ojos. Era como una noche nublada y sin luna, más o menos como la noche más oscura que había visto hasta hacía dos días. Pero era mucho mejor que la oscuridad cavernosa en la que me había despertado aquella mañana.
Joe manipuló la linterna durante un rato, cambiando las pilas que llevaba por las que había en la radio, hasta que consiguió que la luz fuera más fuerte. También volvió a probar la radio y recorrió con rapidez todas las frecuencias. Nada. La apagó para no gastar pilas.
Empezó a llover. Grandes gotas negras se estrellaban contra las ventanas y abrían surcos en el fino polvo que se adhería a los cristales. Era extraño; había imaginado que la lluvia limpiaría el cielo de ceniza, pero no lo hizo. Llovió y continuó cayendo ceniza con más o menos la misma intensidad que antes. Ni siquiera se amontonaba como la ceniza que deja el fuego.
Hacía un par de horas que estaba lloviendo y empezábamos a pensar en la cena, cuando oímos un estrépito y luego un impacto tremendo en el exterior. Joe cogió la linterna y corrió hacia la puerta de entrada. Darren y yo le seguimos.
La ceniza había sobrevolado el porche delantero, donde se había depositado en una capa de unos cinco centímetros de grosor. Estaba seca bajo el porche y al agitarla nuestros pies se levantó en pequeñas nubes en torno a nosotros. Cometí el terrible error de respirar hondo, lo que me hizo inhalar una bocanada de polvo sulfuroso. Sabía a rayos y me provocó un ataque de tos. Después de eso intenté respirar con suavidad y por la nariz.
Una escalera de hormigón descendía desde el porche al jardín; recuerdo que tenía cuatro escalones. Los dos últimos estaban sepultados en ceniza. Joe dio un paso inseguro sobre la ceniza. Su pie se hundió varios centímetros y logró sacarlo con un claro esfuerzo. Le seguí, y rodeamos con dificultad la casa por un lado, en la dirección de la que había venido el ruido, mientras Darren nos esperaba en el porche.
Caminar sobre la ceniza mojada era como andar por una espesa capa de cemento fresco. Las deportivas se me salían sin parar. Para intentar evitarlo, encogía los dedos de los pies, haciendo fuerza.
El lateral de la casa era un caos: una maraña de madera, fragmentos de asfalto y canalones metálicos. La ceniza empapada con la lluvia había derribado los anticuados canalones empotrados, llevándose también la cornisa y el borde del tejado. Mientras lo mirábamos boquiabiertos, un montón de ceniza mojada cayó de golpe en medio de los escombros.
No podíamos ver el tejado muy bien, ni siquiera con la potente luz de la linterna. ¿Qué pasaría si se caía otra parte del tejado mientras estábamos allí? Retrocedí un par de pasos. Entonces pensé en otro detalle preocupante. ¿Durante cuánto tiempo sería capaz la propia casa de soportar el peso de la ceniza y el agua sobre el tejado?
Joe se encogió de hombros y volvió con dificultad a la puerta principal. Cuando estábamos cerrándola, oímos un crujido y un estruendo al otro lado de la casa. Supuse que acababan de caer los canalones del otro lateral.
Teníamos ceniza pegada por todas partes. Joe y yo nos la sacudimos e hicimos caer pedazos de ceniza mojada en el suelo del recibidor. Pero era inútil, el polvo era tan fino que se nos quedaba pegado a la ropa y a la piel a pesar de nuestros esfuerzos.
La ceniza parecía casi blanca en la escasa luz, y nos daba un aspecto fantasmal. Tal vez sí que éramos una especie de fantasmas, espíritus del mundo que había muerto al entrar en erupción el volcán. Ahora vagábamos por un territorio transformado. ¿Habría lugar para nosotros en aquel nuevo mundo posvolcánico?
A la mañana siguiente había más luz. Aún estaba oscuro y continuaba cayendo ceniza, pero al menos podíamos caminar por la casa sin chocar con las cosas.
Joe y yo llevamos hasta la cocina una parrilla de propano que había en el patio de atrás. Antes de salir mojamos unos trapos y nos los atamos sobre la boca y la nariz, como los bandidos de la antigüedad. Así evitamos que se metiera demasiado polvo en nuestra boca y pulmones. La parrilla estaba sepultada bajo unos cuarenta y cinco centímetros de pesada ceniza mojada. Limpié la parte superior mientras Joe intentaba sacarla. No pudimos liberar las patas, ni siquiera cuando nos pusimos a tirar los dos. Joe avanzó como pudo entre la ceniza hasta el garaje que estaba separado de la casa, y volvió con una pala. Me ofrecí a cavar; tardamos unos diez minutos en desenterrar la parrilla.
Milagrosamente, funcionaba. El humo no iba a hacerle ningún bien al techo de la cocina, pero ni a Joe ni a Darren parecía importarles. La casa estaba bastante hecha polvo, igualmente. Aquella mañana vi que chorreaba agua por una de las paredes de la habitación de invitados, supongo que a través de los agujeros que se habían abierto en el tejado al caer los canalones.
A mediodía comimos un bistec,
filet mignon
de buey angus negro. Me supo a gloria después de un día y medio a base de ensalada para desayunar, comer y cenar. Joe me dijo que me comiera todos los que quisiera, ya que se iban a echar a perder igualmente. Me comí tres.
Aquella tarde, mientras digería con una siesta la comilona tumbado en un sillón de la sala de estar, alguien empezó a aporrear la puerta principal. La golpeaban con una fuerza tremenda; el ruido era casi más fuerte que el del trueno, lo bastante como para despertarme.
Me puse de pie e intenté deshacerme de la modorra que me invadía tras la siesta. Joe fue a abrir. De repente me puse muy nervioso. ¿Quién podría andar ahí fuera con toda esa ceniza? ¿Y por qué? Quienquiera que fuese, continuaba aporreando la puerta, golpeándola con algo con tanta fuerza que me pregunté si la acabaría rompiendo. Reprimí el deseo repentino de largarme, esconderme en el fondo de la sala de estar, o incluso irme al piso de arriba. En cambio, me acerqué a la puerta del salón, desde donde podía ver a Joe en el recibidor.
—No contestes —dijo Darren. Yo asentí con la cabeza.
—¿Por qué no? —preguntó Joe—. Seguro que serán los vecinos. Tenemos que estar unidos, ayudarnos unos a otros.
—Eso no lo sabes. Suena como si quisieran echar la puerta abajo. —Darren volvió al interior del salón pasando por mi lado.
—Si no estuvieran golpeando tan fuerte no podríamos oírlos por encima de los truenos. —Joe miró por la mirilla de cristal de la puerta—. No veo nada. Está demasiado oscuro. —Quitó el pestillo y giró el pomo.
La puerta se abrió de par en par, empujada con violencia desde fuera. Del golpe, Joe se tambaleó hacia atrás. Tres tíos irrumpieron en la casa. Estaban tan cubiertos de ceniza que resultaba imposible saber de qué color tenían la piel y el pelo. El primero en entrar llevaba un bate de béisbol. Retrocedí al interior del salón con la esperanza de que no se fijaran en mí. El corazón se me aceleró y empezó a palpitar con fuerza en mi pecho. Pensé en correr, irme con Darren al otro lado del salón, pero para eso tenía que cruzar la gran entrada abierta que separaba el salón del recibidor, y seguro que me habrían visto.
El segundo tío llevaba un trozo pesada cadena de remolque, y el último empuñaba una llave de rueda. El del bate de béisbol avanzó hacia Joe, agitando su arma como loco mientras chillaba:
—¿Dónde está el material? ¿Qué tenéis? ¿Oxicodona? ¿María? ¿Anfetas? ¡Escupe, viejo!
Joe extendió los brazos con las palmas hacia arriba. No sé cómo consiguió reaccionar con calma. Yo estaba temblando con una mezcla de miedo y adrenalina. Le mandé silenciosas e inútiles órdenes a mi cuerpo: tranquilízate. Me costaba respirar, así que me concentré en eso. Dos inspiraciones rápidas por la nariz, dos exhalaciones rápidas por la boca. Eso me ayudó un poco. Darren dio media vuelta y corrió hacia el dormitorio principal.
—¡Pillad a ese cerdo! —ordenó el del bate de béisbol.
Cadena corrió hacia Darren, con Llave de Rueda detrás. Pasaron justo por delante de mí. Me quedé petrificado, sin saber muy bien qué hacer. Cadena pasó balanceando su arma, tan cerca de mí que oí tintinear los eslabones de la cadena a pesar del ruido que yo hacía al intentar respirar .
Por impulso, di una patada, un barrido bajo con la pierna. Cadena estaba fuera de mi alcance, pero a Llave de Rueda le di justo en las espinillas y lo derribé. El arma dio un golpe sordo en el suelo de madera. Dio un grito e intentó alcanzar la llave de rueda.
Me quedé ahí de pie, mirando cómo la recogía y se ponía de rodillas. Sabía que tenía que seguir golpeándole pero no había participado en una pelea real desde sexto curso. Y además aquellas peleas no contaban como algo real…, eran sólo estupideces de patio de colegio. No como esto.
Llave de Rueda empezó a levantarse, fijando en mí su mirada asesina. Si no hacía algo, ya, me aplastaría el cráneo. Avancé hacia él y le golpeé un costado del cuello con el talón de la mano. Golpe que supuestamente debe dejar sin sentido al oponente al interrumpir el flujo sanguíneo de la yugular, pero jamás imaginé que tendría que usarlo de verdad. Funcionó de maravilla. La barra de acero sonó al caer en el suelo, y Llave de Rueda fue tras ella, desplomándose de lado con un pesado golpe sordo.