Marco se aclaró la garganta.
—Es el momento de invertir, ¿sabes? —empezó—. En algo nuevo.
Catherine asintió enérgicamente y tomó un trago largo de su copa. Aquello podía resultar difícil. Parecía muy entusiasmado.
—Así pues, he tomado una decisión y espero que estés de acuerdo —prosiguió Marco, que alargó el brazo y apoyó los dedos suavemente en la rodilla de Catherine—. Espero que estés tan emocionada como yo.
—Oh, Marco, ya sé... —Se le fue apagando la voz en tanto que Marco la miraba fijamente y esperaba con educación.
Era
todo un caballero. Lo amaba. Tal vez se hubiese precipitado, al fin y al cabo, al desechar directamente la idea de no volver a casarse. Sí, podía hacerlo. Podía estar preparada. No,
estaba
preparada. Definitivamente iba a decir que sí. Catherine tragó saliva. Vamos, Anderson. Admítelo. Es lo que has querido todo este tiempo: el hombre, los niños, el matrimonio, pensó. Ya solucionarían los detalles más tarde. Esperaba que en aquel bar tuvieran una botella de un champán caro.
—Catherine, ¿querías decirme algo? —preguntó Marco—. Pareces el gato que se comió al canario.
—¡No! —respondió ella casi gritando—. Tú primero. Vamos. ¡Vamos!
Marco abrió los ojos con emoción.
—De acuerdo —dijo con voz igual de alta—. Voy a comprar un viñedo en Estados Unidos.
—¿Que vas a hacer qué? —A Catherine se le había atravesado la bebida y empezó a toser. Agitó un poco los brazos y Marco le dio unas palmadas en la espalda con entusiasmo.
—Lo sé, lo sé... —dijo—. Da miedo. Pero eso implica que puedo realizar más viajes aquí y, por encima de todo, irrumpir a lo grande en el mercado norteamericano.
—¿Algo más? —Todavía tenía la voz ronca de tanto toser. Pero necesitaba saberlo.
—¡Sí! —bramó Marco, y Catherine contuvo el aliento con expectación—. Voy a intentar cultivar una nueva uva.
Ella se las arregló para esbozar una sonrisa.
—Me parece una gran idea. Es estupendo —dijo entre dientes al tiempo que echaba una miradita a su copa por si acaso había algún diamante en el fondo. ¿Acaso se le había pasado por alto el gran momento? Lo único que veía eran dos aceitunas verdes excesivamente rellenas cabeceando en la ginebra y ninguna de las dos le quedaría demasiado bien en el dedo.
A veces un paseo es solo un paseo, Catherine, se recordó. A veces una copa es solo para discutir un nuevo y apasionante desarrollo del negocio. Se sentía avergonzada y estúpida.
—¿Qué? —Marco acercó el rostro a Catherine—. Pensé que te alegrarías mucho más. ¡Ya basta de este asunto de ir despacio! Durante un año lo hice a tu manera y ahora lo haremos a la mía.
—Y esto ¿qué significa exactamente?
—Pasamos juntos mucho tiempo. Comemos al aire libre. Tenemos peleas tremendas y no nos preocupa que el hecho de no vernos durante meses vaya a ser un drama —dijo—. Estamos llegando a querernos.
—Pero aun así tú tienes Cara Mia en Italia, ¿no? —terció Catherine. Además, ella pensaba que ya se querían.
—Por supuesto —repuso Marco—. Aunque tengo otro motivo para querer estar aquí. A Roberto lo han aceptado en una universidad de Florida. Va a licenciarse en aviación. Probó el negocio de los vinos y ahora quiere dedicarse a su propia pasión. El cumplió su parte del trato y ahora yo cumplo la mía. No digas que te lo he dicho. Quiere decírselo a Dakota antes que a nadie.
—Está bien —dijo Catherine, aunque sospechaba que Dakota ya había pasado página—. Y ¿qué piensa tu hija de tu plan para dominar el mundo?
—Allegra hace tanto tiempo que va al internado que ya lo considera una segunda casa —contestó Marco—. Da igual donde esté, siempre tengo que coger un avión.
—Da la impresión de que lo tienes todo calculado —observó Catherine—. ¿Sabes? Quizá deberíamos dar por terminada la noche. Creo que estoy tan cansada como tus chicos. —Llevaba días refiriéndose a Roberto y Allegra como a «los chicos», pero no pareció que Marco notara la diferencia.
—A mí también me gustaría irme a la cama —dijo Marco, y le acarició la mejilla. Su tacto era muy, muy agradable y, por mucho que Catherine quisiera dedicarse a sus esperanzas desbaratadas, tenía muchas más ganas de disfrutar de la intimidad con Marco.
—De acuerdo —dijo Catherine ladeando la cabeza a la derecha a modo de invitación para que él le acariciara el cuello.
—¡Camarero! —exclamó Marco haciendo señas animadamente—. ¡Traiga la cuenta volando!
—¿No es maravilloso, Marty? —dijo Anita con una sonrisa radiante a su prometido de cabello cano. Se había quedado unos pasos atrás para contemplar la escena.
Le encantaba que su salón estuviera lleno de familia, que los chicos sacaran los cojines de su bien arreglado sofá color crema y los apilaran en el suelo para apoyar los codos y poder charlar. Le recordaba a cuando sus hijos eran pequeños, a cuando ella era joven.
Allegra se dio la vuelta y bostezó tapándose la boca con la mano. Aunque durante el pasado año en Italia Anita ya había charlado con Sarah y sus nietos, a juzgar por las largas pausas en las conversaciones de entonces y en la formalidad con la que los chicos le hablaban, estaba claro que todavía estaban empezando a conocerse. Sin embargo, lo que tenía de especial aquella noche en concreto era que no había ningún motivo especial, ninguna fiesta. Para Anita, el
hecho
de que Sarah llamara y preguntara si podían pasar aquella misma noche demostraba lo mucho que habían avanzado. Estaban actuando como lo que eran: una verdadera familia. Y era asombroso.
Dentro de dos días sería la última noche de Janucá y para dicho acontecimiento Anita había organizado un bufé por encargo y una selección de vinos del viñedo Cara Mia de Marco. Pero aquella noche suponía otro tipo de celebración, una oportunidad de encender las velas con Sarah tal como habían hecho de pequeñas. Sabía que la vida de Sarah se había desviado de la manera en que las educaron, por supuesto, pero tenía muchas ganas de compartir con Allegra y Roberto un ritual exclusivo de la familia. Mostrarles su herencia y enseñarles a estar tan orgullosos de su judaísmo como de su identidad de italianos.
Roberto y su hermana pequeña escucharon las plegarias con educación y observaron con interés a Anita, que utilizó la vela central para encender otras seis llamas en la Menorá. Pero sonrieron más aún cuando Anita los invitó a pasar a la cocina para ver cómo hacía sus
latkes
fritos caseros.
La noche fue avanzando, Allegra dormía en el cuarto de invitados y Roberto, sentado a la mesa del comedor, mandaba mensajes de texto a sus amigos. Marty se acostó temprano con la intención de dejar que Anita y su hermana tuvieran ocasión de hablar. En su asiento del salón, con las cabezas plateadas muy juntas, las dos hermanas susurraban.
—Los niños están muy contentos de estar en Nueva York —dijo Sarah—. Les parece muy sofisticada.
—¿Tú no estás disfrutando del viaje? —le preguntó Anita.
Sarah se encogió de hombros.
—En ciertos aspectos resulta difícil estar de vuelta —explicó—. Aún flotan en el aire muchos «¿y si...?».
Anita puso la mano sobre la de su hermana y la apretó con firmeza. Sarah le dio unas leves palmaditas.
—Hace mucho tiempo que hemos dejado de sentirnos mal, Anita —dijo—, pero es curioso cómo un sencillo olor como el de las castañas asadas en la calle, por ejemplo, me transporta a otra época. ¿Recuerdas que siempre cuidaba de Nathan? Me muero de ganas de verlo en la boda. Era un niño muy especial.
—Pues se ha convertido en un hombre bastante difícil, te lo puedo asegurar —comentó Anita.
Sarah escuchó cómo Anita repasaba una letanía de quejas sobre su hijo mayor.
—¿No te has preguntado nunca por qué es tan fácil ver los errores que comete otra persona y tan difícil observar los propios? —le preguntó a Anita.
—Si crees que estoy haciendo algo mal, dímelo —insistió.
—¿Quién soy yo para decirlo? —repuso Sarah—. Pero sé lo difícil que resulta ver a otra persona en el lugar en el que debería estar alguien a quien amas.
A Anita se le encogió el corazón. Debía de ser muy doloroso para Sarah ver a su yerno, Marco, cortejando a Catherine. Cuán difícil ser cortés mientras sufrías internamente porque el nuevo romance era un recordatorio constante de que tu hija había muerto dejando atrás a su familia! Automáticamente, Anita pensó en Georgia, James y Dakota.
—Las fiestas pueden hacer que todas esas cosas sean mucho más duras —comentó.
Sarah lo negó con la cabeza.
—No se trata solamente de Janucá, o de la Navidad o de Año Nuevo —dijo—. Son las fiestas de cumpleaños, los aniversarios, los martes cuando solíais juntaros para tomar un vaso de vino... Son todos los pequeños instantes que compartíais, las cosas insignificantes, lo que hace que se sienta más intensamente su ausencia.
—Catherine es una buena persona —declaró Anita—. Tiene sus defectos, seré la primera en admitirlo, pero es muy bondadosa. Quiere a tus nietos.
—Eso ya lo sé —repuso Sarah—, de lo contrario la hubiese ahuyentado hace mucho tiempo. Pero eso no cambia mi pérdida. Es una constante.
—Lo comprendo —dijo Anita, que quería compartir una historia sobre una tarde en que Georgia y ella habían colocado mal todas las etiquetas de las madejas y se pasaron levantadas buena parte de la noche preparándolo todo para la gran apertura de Walker e Hija. No obstante, se contuvo porque sabía que aquella noche era para Sarah y sus recuerdos.
—¿Qué vas a hacer si las cosas entre Marco y Catherine se ponen serias? —inquirió.
—Bueno... pues haré lo que haría cualquier buena abuela —contestó Sarah—. Le enseñaré a cocinar como es debido. Y ¿quién sabe? Tal vez, incluso, encuentre la forma de quererla como tú.
En la esquina había una tienda de saris con los escaparates llenos de maniquíes envueltos en tonos fucsia y dorado en lo que fue una carnicería hacía más de cuarenta años.
—Son demasiadas cosas que asimilar —comentó Sarah, cogida del brazo de Anita. Durante las visitas previas del año anterior, las dos hermanas habían hablado con frecuencia de ir a ver el viejo barrio pero, de un modo u otro, habían llenado los días mirando fotografías antiguas, tejiendo el abrigo de novia de Anita o sencillamente intercambiando historias de todos los acontecimientos que se habían perdido en las décadas que pasaron separadas. «La próxima vez iremos a ver la vieja casa», decían, «la próxima vez». Y ahora era la próxima vez. Anita había contratado los servicios de una empresa de alquiler de coches para que las llevaran por la zona de Queens donde habían vivido sus padres y donde habían crecido; zigzagueando por las calles en las que jugaban de niñas y por las que, de jóvenes, regresaban a casa después de una cita. Estuvieron media hora en el asiento trasero del automóvil hasta que Sarah se vio con fuerzas para secarse los ojos, abrocharse el abrigo y dar un paseo por la zona.
—En mi cabeza todavía puedo verlo tal y como estaba —continuó diciendo Sarah—. Y, simplemente, ha... desaparecido. Pero está claro, ¿por qué no iba a desaparecer? Hubiera ocurrido igualmente, no importa que estuviera en Nueva York o en Roma. Sin embargo, en cierto modo me esperaba encontrar lo que dejé atrás.
—Lo que ocurre es que te aferraste a lo que fue —susurró Anita, que guio a su hermana calle abajo—. Durante toda la década de los setenta y los ochenta evité venir por aquí porque cada vez que cambiara la fachada de una tienda sabría que eso implicaría que alguien había muerto o se había marchado a otro lugar.
—Quería enseñárselo a mi esposo —explicó Sarah—. Pero resulta que aquí no hay nada que enseñar. Otras familias ocupan las casas. La sinagoga es un centro comunitario. Lo único que queda es el viejo instituto público. Pero dudo que las chicas vayan con calcetines cortos y faldas acampanadas.
—Lo siento —dijo Anita—. Mis acciones... Yo... Esto es lo que te arrebaté. Tu casa. Tu derecho de nacimiento.
Sarah se acercó más a su hermana mayor; dos bellezas de cabellos plateados acurrucadas para protegerse del frío de antiguas penas.
—No se saca nada con esto —repuso al fin—. Así pues, estuve fuera. Y ahora he vuelto. Este es nuestro extraño viaje juntas. Pero aunque ahora nuestro barrio sea para otra generación, al menos nos hemos reunido.
—¿Crees que madre y padre lo saben? —preguntó Anita.
—No veo por qué no —contestó Sarah—. Y no creo que tengan muy buena opinión de la tienda de saris.
Le dio un apretón en la mano a Anita y caminaron tranquilamente pasando junto a vendedores callejeros que ofrecían libros sobre unas mesas o que preparaban comida en unos carritos y un guitarrista que tocaba temas clásicos de rock con la funda de la guitarra abierta frente a él. Sarah echó cinco dólares y a continuación cinco más.
—¿Quién sabe? —dijo—. Tal vez solo está recogiendo dinero para poder volver a casa estas fiestas.