Si empezaban de cero ¿alguno de aquellos vástagos celulares volvería a hacer lo mismo que en el pasado? Desde luego, estaban recibiendo una educación diferente.
Aquellos niños eran como actores aprendiéndose su papel en una obra con un reparto enorme. Ya estaban empezando a entablar amistades y alianzas. Stilgar y Liet-Kynes ya daban muestras de amistad. Paul se sentaba junto a Chani, mientras que Jessica estaba sola, sin su duque; el hijo de Paul, Leto II echaba en falta a su gemela, y también iba camino de convertirse en un solitario.
El pequeño Leto II debería tener a su gemela. No estaba destinado a convertirse en un monstruo, pero sin Ghani, seguramente sería más vulnerable. Un día, después de estar observando al niño silencioso, Duncan se presentó ante Sheeana exigiendo respuestas.
Sí, las células de Ghanima estaban en la reserva de Scytale, pero por los motivos que fueran las Bene Gesserit no la habían querido desarrollar en los nuevos tanques axlotl. «No esta vez», habían dicho. Por supuesto, siempre podían hacerlo más adelante, pero Leto II quedaría separado por años de una persona que tendría que ser su gemela, su otra mitad. A Duncan le apenaba que tuviera que pasar innecesariamente por aquel trauma.
Unidos por su pasado común, además de sus instintos, Paul y Chani, que tenía seis años, se habían sentado juntos. Él se acuclilló y estudió la distribución. Una proyección holográfica brillaba en el aire, con muchos más detalles de los que necesitaba. El niño se concentró en las paredes maestras, la parte más importante de aquel complejo, la estructura más grande construida jamás por el hombre.
Duncan sabía que la tarea que Garimi había puesto a los niños tenía diferentes objetivos, algunos artísticos, otros prácticos. Al hacer un modelo a escala del Gran Palacio de Muad’Dib, aquellos gholas estarían tocando la historia. «Las sensaciones táctiles y los estímulos visuales evocan una comprensión distinta a la de las simples palabras y registros archivados», había explicado. La mayoría de los gholas habían estado en el palacio auténtico en sus vidas anteriores; quizá la réplica alimentaría sus recuerdos internos.
Aunque era demasiado pequeño para ayudar, Leto II andaba torpemente arriba y abajo y observaba con fascinación. Ya había pasado un año desde que Garimi y Stuka trataron de matarlo en la guardería. Era un niño plácido y despierto, hablaba poco, pero demostraba un nivel de inteligencia que asustaba, y parecía asimilar todo cuanto sucedía a su alrededor.
El pequeño se sentó en el suelo arenoso y se puso a mecerse ante la proyección de la entrada principal del palacio, sujetándose las rodillas. Parecía comprender ciertas cosas igual que los otros, puede que incluso mejor.
Thufir Hawat, Stilgar y Liet-Kynes trabajaban juntos levantando los muros exteriores de la fortaleza. Reían y jugaban, porque veían aquello más como un juego que como una lección. Desde que leyó la heroica biografía de su vida anterior, Thufir había desarrollado una personalidad más temeraria.
—Ojalá encontráramos al Enemigo y empezáramos de una vez. Estoy seguro de que el Bashar y Duncan podrían con ellos.
—Y ahora que nos tienen a nosotros podemos ayudarles —dijo Stilgar con descaro, dándole un codazo a su amigo Liet y derribando sin querer algunos bloques.
Duncan, que los observaba, musitó:
—No os tenemos exactamente… no como queremos.
Jessica creó más bloques con el sensiplaz, y Yueh la ayudó obedientemente. Chani rodeó la proyección y señaló el perímetro en el plano. Luego ella y Paul abrieron una representación a escala del enorme anexo donde en tiempos se alojó el servicio de los Atreides y sus familias… ¡treinta y cinco millones de personas! Los registros no exageraban, pero era una cifra difícil de asimilar para cualquiera.
—No nos imagino viviendo en una casa como esta —dijo Chani, caminando alrededor del perímetro recién señalado.
—Según los archivos, durante muchos años fuimos felices allí.
Ella le dedicó una sonrisa traviesa, porque entendía mucho más de lo que habría correspondido a una niña.
—Esta vez, ¿no podríamos eliminar los alojamientos de Irulan?
Duncan, que lo estaba oyendo todo, rió por lo bajo.
Las células de Irulan, hija de Shaddam IV, estaban también entre el tesoro de Scytale, pero los tanques axlotl del centro médico no tenían previsto recuperarla de momento. No había ningún nuevo ghola programado, aunque Duncan se sentía confuso, pues sabía que Alia habría sido la próxima. Desde luego, Garimi y sus conservadoras no se habían quejado por la interrupción cautelar del proyecto.
En el interior del modelo del palacio, los niños esbozaron una estructura independiente, el templo de Santa Alia del Cuchillo. El templo había favorecido el auge de una religión incipiente en torno a la figura de Alia estando aún viva, y sus sacerdotes y burócratas habían destruido el legado de Muad’Dib. Duncan veía la ventana de tablillas desde donde Alia —poseída y enajenada— había saltado al vacío.
Tras estudiar una vez más las proyecciones, los gholas, cada uno con sus guantes moldeadores, convirtieron el sensiplaz en una aproximación de la estructura del palacio. Crearon representaciones de los inmensos pilares de la entrada y el arco del capitolio, dejando las numerosas estatuas y escaleras para después, junto con los toques finales. Incluir con exactitud toda la ornamentación, los regalos y los adornos que llevaron los peregrinos procedentes de cientos de mundos conquistados en la Yihad de Muad’Dib habría sido imposible. Pero eso también formaba parte del aprendizaje: ponerlos ante una tarea imposible y ver hasta dónde llegaban.
Cansado de sentirse como un voyeur, Duncan dio la espalda al espíaplaz y entró en la sala. Los gholas levantaron la vista al verlo entrar, y volvieron enseguida al trabajo. Pero Paul Atreides se acercó a él.
—Perdona, Duncan. Tengo una pregunta.
—¿Solo una?
—¿Puedes decirme cómo recuperaremos nuestros recuerdos? ¿Qué técnicas utilizarán las Bene Gesserit y qué edad tendremos cuando pase? Casi tengo ocho años. Miles Teg solo tenía diez años cuando lo despertaron.
Duncan se puso rígido.
—Se vieron obligados a hacerlo. Fue un momento de necesidad. Sheeana lo hizo personalmente, utilizando una variante de las técnicas de imprimación sexual. Miles estaba en el cuerpo de un niño de diez años, pero tenía la mente de un hombre muy, muy anciano. Las Bene Gesserit decidieron arriesgarse a dañar su psique porque necesitaban de su genio militar para derrotar a las Honoradas Matres. El joven Bashar no tuvo elección.
—¿Y no estamos en un momento de necesidad?
Duncan estudió la fachada del palacio.
—Basta con que sepas que restaurar tus recuerdos será un proceso traumático. No conocemos otro modo de hacerlo. Y, puesto que cada uno de vosotros tiene una personalidad diferente —miró a los otros niños—, el despertar será diferente para cada uno. Tu mejor defensa será comprender quién fuiste, para que cuando los recuerdos vuelvan, estés preparado.
El joven Wellington Yueh, de cinco años, empezó a hablar con voz vacilante e infantil.
—Pero yo no quiero ser quien fui.
Duncan sintió una profunda tristeza en el corazón.
—Lo siento, pero ninguno de nosotros tiene el lujo de poder escoger.
Chani siempre estaba cerca de Paul. Su voz era pequeña, pero sus palabras eran grandes.
—¿Tendremos que estar a la altura de las expectativas de la Hermandad?
Duncan se encogió de hombros y se obligó a sonreír.
—¿Y por qué no superarlas?
Juntos, siguieron levantado las paredes del Gran Palacio.
Nuestro eterno vagar es una metáfora de toda la historia humana. Los que participan en los grandes acontecimientos no ven su lugar en el esquema general. Sin embargo, que no lo veamos, no significa que no esté ahí.
R
EVERENDA
MADRE
S
HEEANA
, diarios de navegación del
Ítaca
Sheeana volvió a caminar por la arena. Sus dedos desnudos se hundían en aquel polvo granuloso y suave. La atmósfera cerrada tenía el olor quebradizo de la piedra y el fecundo aroma a canela de la melange fresca.
Aún no había olvidado la extraña visión de las Otras Memorias en la que habló con la sayyadina Ramallo y recibió la críptica advertencia sobre los gholas. «Cuidado con lo que creas». Sheeana se tomó la advertencia en serio; como Reverenda Madre, no podía hacer otra cosa.
Pero actuar con cautela no era lo mismo que detener completamente el proyecto. ¿Qué había querido decirle Ramallo? Aunque había buscado y buscado en su mente, no había vuelto a encontrar a la antigua sayyadina fremen. El clamor de voces era demasiado fuerte. Sin embargo, sí encontró la voz más antigua de Serena Butler. La legendaria líder de la Yihad le ofrecía sabios consejos.
En el interior de la cámara de carga, de un kilómetro de largo, Sheeana avanzó con dificultad por las arenas removidas, sin molestarse en utilizar el cuidadoso paso aleatorio de los fremen de Dune. Los gusanos cautivos sabían instintivamente que había entrado en sus dominios, y ella intuía que venían.
Mientras esperaba que cargaran contra ella entre las dunas, Sheeana se tumbó sobre la arena. No llevaba un destiltraje como cuando era pequeña. Sus brazos y sus piernas estaban desnudos.
Libre.
Notaba los granos de arena contra su piel. El polvo se pegaba al sudor de sus poros. Arropada de aquella forma por la arena, se imaginó cómo sería ser un gusano en un desierto y poder sumergirse bajo la superficie como un gran pez en un gran mar árido.
Cuando los tres primeros gusanos se acercaban, se puso de pie. Cogió la canasta vacía para recoger especia de donde la había dejado e hizo frente a las sinuosas criaturas. Estas extendieron sus cabezas redondas, con la boca llena de relucientes dientes de cristal y pequeños puntos de llama avivados por el horno de la fricción interna.
Los gusanos originales de Arrakis eran agresivos y territoriales. Cuando el Dios Emperador volvió «a las arenas», cada uno de los nuevos gusanos que engendró llevaba en sí una perla de su conciencia, y podían actuar en colaboración cuando lo deseaban.
Ella ladeó la cabeza y levantó la canasta sellada para mostrársela.
—He venido a recoger especia, Shaitán. —En el pasado, los curas de Rakis quedaron horrorizados al oírla hablar de esa forma a su Dios Dividido.
Sheeana caminó sin miedo entre los cuerpos segmentados, como si no fueran más que altos árboles. Ella y los gusanos siempre se habían entendido. Muy pocos en la no-nave se atrevían a entrar en la cubierta de carga ahora que los gusanos se habían hecho tan grandes. Sheeana era la única que podía recoger la especia de la arena, parte de la cual se agregaba a los suministros de melange que se creaban en los tanques axlotl de la nave.
Olfateó el aire y siguió el olor hasta un nuevo afloramiento de canela. En otro tiempo, los niños de su aldea también hacían aquello. Los restos de melange que el viento esparcía por las dunas les ayudaban a comprar provisiones y herramientas. Y ahora aquel estilo de vida había desaparecido, junto con Rakis…
En su cabeza, la voz fascinante y antigua de Serena Butler llegó una vez más de las profundidades de sus Otras Memorias. Sheeana llevó la conversación en voz alta.
—Dime una cosa: ¿cómo es posible que Serena Butler esté entre mis ancestros?
Si escarbas lo bastante, yo estoy aquí. Ancestro tras ancestro, generación tras generación…
Sheeana no se dejó convencer tan fácilmente.
—Pero el único hijo de Serena fue asesinado por las máquinas pensantes. Eso fue el desencadenante de la Yihad. ¿Cómo puedes estar en mis Otras Memorias, por mucho que me remonte en el tiempo?
Levantó la vista a las extrañas figuras de los gusanos, como si pensara que en ellas iba a encontrar el rostro de la mártir.
Porque,
dijo Serena,
lo estoy.
La voz ancestral no dijo más, y Sheeana supo que no tendría una respuesta más explícita.
Sheeana pasó rozando al gusano más cercano y acarició uno de los segmentos duros y costrosos. Intuía que ellos también soñaban con la libertad, que anhelaban un paisaje abierto donde poder sumergirse, donde poder reclamar un territorio y luchar por la dominación y propagarse.
Día a día, Sheeana los estudiaba desde la cámara de observación. Veía a los gusanos dando vueltas por la cámara, tanteando sus límites, conscientes de que debían esperar… ¡esperar! Igual que los futar que andaban arriba y abajo por su arboreto, o las refugiadas Bene Gesserit, o los judíos, Duncan Idaho, Miles Teg y los niños-ghola. Todos estaban atrapados allí, en aquella odisea. Tenía que haber un lugar seguro a donde ir.
Cuando encontró un tramo de arena de color óxido, se agachó para empujar la melange con un cepillo a su cesto impermeable. Los gusanos solo producían pequeñas cantidades, pero era fresca, la auténtica, y Sheeana guardaba la mayor parte para su uso personal.
La especia que producían los tanques axlotl era químicamente idéntica, pero ella prefería aquella conexión más íntima con los gusanos, aunque solo fuera en su imaginación. ¿Igual que Serena Butler? ¿O la sayyadina Ramallo?
Los gusanos pasaron de largo y empezaron a introducirse con sus grandes cuerpos entre la arena. Sheeana se inclinó para coger más especia.
— o O o —
En el centro médico —¡cámara de tortura, más bien!— el rabino se arrodilló junto a la obscena figura femenina y rezó, como hacía con frecuencia.
—Que nuestro Dios de antiguo te bendiga y te perdone, Rebecca. —Aunque cerebralmente estaba muerta y su cuerpo ya no se parecía al de la mujer que había conocido, el rabino seguía llamándola por su nombre. Rebecca le había dicho que estaría soñando, en compañía del millar de vidas que llevaba consigo. ¿Sería cierto? A pesar de lo que veía y olía en aquella cámara de los horrores, la seguiría recordando y la honraría.
¡Diez años como tanque!
—Madre de monstruos. ¿Por qué permitiste que te hicieran esto, hija? —Y ahora que el proyecto de los ghola estaba paralizado, su cuerpo ya ni siquiera servía para lo que se había sacrificado. Qué terrible.
Su abdomen desnudo, adornado con tubos y monitores, ya no estaba hinchado, aunque el rabino la había visto en varios embarazos tan antinaturales que el mismísimo Dios habría apartado los ojos. Rebecca y las otras dos Bene Gesserit que se ofrecieron voluntarias yacían en lechos estériles. ¡Tanques axlotl! Incluso la palabra sonaba antinatural, ajena a lo humano…