Authors: Patricia Cornwell
—¿Qué clase de entrevistas? —pregunté. Roche me estaba poniendo nerviosa.
—Eso no lo sé.
—¿A quién entrevistó?
—El otoño pasado hizo un reportaje en el varadero de naves fuera de servicio. Probablemente el capitán Green podría darle más detalles.
—Acabo de estar con el capitán y no me ha dicho nada al respecto.
—Creo que el reportaje salió en
El piloto virginiano
de octubre pasado. No era gran cosa. El típico artículo —continuó—. Personalmente, opino que decidió volver para meter las narices en algo más importante.
—¿Como qué?
—A mí no me pregunte. Yo no soy reportero. —El detective dirigió una mirada a Danny, que estaba al otro lado de la mesa—. Para ser franco, detesto los medios de comunicación. Siempre salen con teorías desquiciadas sin hacer nada por demostrarlas. Y este tipo, un periodista de prestigio que trabajaba para la AP y tal, era bastante famoso por aquí. Se rumoreaba que sus salidas con chicas eran una mera pantalla. Ya sabe a qué me refiero: uno va un poco más allá y no hay nada.
Vi una sonrisa de crueldad en su rostro y me resultó increíble hasta qué punto me caía mal, teniendo en cuenta que nos habíamos conocido aquel mismo día.
—¿Dónde consigue su información? —le pregunté.
—Oigo cosas...
—Danny, vamos a tomar muestras de los cabellos y de las uñas —indiqué.
—Dedico tiempo a hablar con la gente por la calle, ¿sabe? —añadió el detective mientras me rozaba las caderas.
—¿Guardo también unos pelos del bigote? —Danny cogió fórceps y bolsas de un carrito quirúrgico.
—Quizá merezca la pena.
—Supongo que le hará la prueba del sida. —Roche volvió a rozarme.
—Sí.
—Eso quiere decir que sigue pensando que era marica, ¿no?
Ya tenía suficiente. Dejé lo que estaba haciendo.
—Detective Roche —le dije mirándole fijamente y con tono duro—, si quiere seguir en el depósito, déjeme espacio para trabajar. Deje de rozarme y muestre respeto por mis pacientes. Este hombre no ha pedido estar aquí, sobre esta mesa, muerto y desnudo. Y no quiero oír la palabra marica.
—Bueno, puede usted llamarlo como quiera, pero su orientación sexual quizá tenga importancia. —El tipo estaba desconcertado, o tal vez complacido, ante mi irritada reacción.
—No tengo constancia de si este hombre era o no gay —continué—, pero de lo que estoy segura es de que no ha muerto de sida.
Cogí un escalpelo de una carretilla de quirófano y la expresión de Roche cambió bruscamente. Retrocedió, amedrentado de pronto al ver que me disponía a cortar, de modo que ahora tenía un problema más del que ocuparme.
—¿Ha presenciado alguna vez una autopsia? —pregunté.
—Algunas. —Parecía a punto de vomitar.
—¿Por qué no se sienta por ahí? —le sugerí sin demasiada delicadeza mientras me preguntaba por qué Chesapeake lo había asignado a aquel caso—. O salga a recepción.
—¡Qué calor hace aquí dentro!
—Si ha de vomitar, hágalo en la cubeta de desperdicios... —Danny hizo lo posible por no echarse a reír.
—Me sentaré un momento. —Roche se acercó al escritorio situado junto a la puerta.
Efectué rápidamente la incisión en Y, desde los hombros hasta el esternón y de éste a la pelvis. Cuando la sangre entró en contacto con el aire, creí detectar un olor que me hizo detenerme.
—Lipshaw ha sacado un afilador excelente, ¿sabe, doctora? Me gustaría conseguirlo —decía Danny—. Actúa con agua. Uno coloca dentro el instrumento a afilar y lo deja allí.
El olor que captaba era inconfundible, pero me parecía increíble.
—He echado una ojeada a su nuevo catálogo —continuó el muchacho—. Todas esas maravillas que no podemos permitirnos me ponen los dientes largos.
No podía ser.
—Abre las puertas, Danny —le dije con una serena urgencia que lo sobresaltó.
—¿Qué sucede? —preguntó, alarmado.
—Que circule todo el aire posible. Enseguida —ordené.
Danny se movió deprisa, pese a la rodilla lesionada, y abrió las puertas de seguridad que daban al vestíbulo.
—¿Qué sucede? —Roche se irguió en la silla.
—Este hombre despide un olor especial. —No quería divulgar mis sospechas todavía, sobre todo en presencia del detective.
—Pues yo no huelo nada. —Roche se puso en pie y miró a su alrededor, como si aquel olor misterioso fuera algo que se pudiera ver.
La sangre de Eddings tenía un cierto olor a almendras amargas y no me sorprendió que ni Roche ni Danny pudieran detectarlo. La capacidad de captar el olor del cianuro es un rasgo recesivo asociado al sexo que es heredado por menos de un treinta por ciento de la población. Y yo estaba entre la minoría de afortunados.
—Créame —insistí mientras retiraba cuidadosamente la piel de las costillas para no dañar los músculos intercostales—, el cuerpo huele muy raro.
—¿Qué significa eso? —quiso saber Roche.
—No podré saberlo hasta que se efectúen pruebas. Mientras tanto, comprobaremos de nuevo el equipo de inmersión del difunto para asegurarnos de que todo funcionaba normalmente y de que, por ejemplo, no inhaló gases tóxicos por la manguera.
—¿Es usted experta en buceo con manguera?
—No lo he practicado nunca.
Amplié la incisión del centro del tórax en dirección a los costados. Levanté la piel y formé un bolsillo bajo el colgajo de epidermis, que Danny llenó de agua. Después sumergí la mano en el líquido y hundí el escalpelo entre dos costillas, pendiente de la aparición de unas burbujas que indicaran la infiltración de aire en la cavidad torácica debido a algún accidente de buceo, pero no observé ninguna.
—Traigamos el regulador y la manguera de la batea —decidí—. Sería conveniente ponerse en contacto con un experto en buceo para tener una segunda opinión. Danny, ¿conoces alguno por aquí cerca al que podamos llamar en un día festivo?
—En Hampton Roads hay una tienda de artículos de submarinismo que el doctor Mant visita a veces.
Danny buscó el número y llamó, pero aquella nevada Nochevieja la tienda estaba cerrada y al parecer el dueño no se encontraba en casa. El muchacho salió entonces a recepción. Cuando volvió, instantes después, oí una voz conocida que hablaba con él casi a gritos mientras sonaban unas firmes pisadas en el pasillo.
La voz de Pete Marino resonó en la sala de autopsias:
—Si fueras policía, no te dejarían.
—Ya lo sé, pero no lo entiendo —respondió Danny.
—Bueno, pues te daré una buena razón. Con los cabellos tan largos que llevas, los hijoputas de ahí fuera tienen una cosa más que agarrar. Yo me los cortaría. Además, gustarías más a las chicas.
Pete había llegado oportunamente para ayudar a Danny a transportar el regulador y la manguera enroscada y estaba soltando una paternal admonición al muchacho. Nunca me había costado entender por qué Marino tenía problemas terribles con su propio hijo, ya crecido.
—¿Sabes algo de narguiles? —pregunté a Marino cuando entró. Pete contempló el cuerpo con rostro inexpresivo.
—¿El tipo tenía alguna enfermedad extraña?
—Eso que llevas en la mano es un narguile, en la jerga de los buceadores —respondí. Danny y él dejaron el equipo de buceo sobre una mesa de acero vacía, contigua a la que ocupaba el cadáver.
—Por lo visto las tiendas de submarinismo estarán cerradas los próximos días —añadí—, pero el compresor parece muy simple: una bomba impulsada por un motor de cinco caballos que insufla aire a través de una válvula de admisión con filtro y lo envía por la manguera de baja presión conectada al regulador secundario del buceador. El filtro parece que está bien y la entrada de combustible se encuentra intacta. Es lo único que puedo decirte.
—El depósito está vacío —indicó Marino.
—Creo que se le agotó cuando ya había muerto.
—¿Cómo lo sabe? —Roche se había acercado a nosotros y me miraba fijamente, como si en la sala sólo estuviéramos él y yo—. ¿Cómo sabe que no perdió la noción del tiempo, allá abajo, hasta agotar el combustible?
—Aunque le fallara el equipo de respiración —respondí—, tenía tiempo sobrado para salir a la superficie. Sólo estaba a diez metros de profundidad.
—Una distancia muy larga si a uno se le ha enganchado la manguera en alguna parte.
—Quizá, pero si le hubiera sucedido tal cosa podría haberse desprendido de su cinturón de lastres.
—¿Ya ha desaparecido el olor? —preguntó.
—No, pero ahora no es tan intenso.
—¿Qué olor? —quiso saber Marino.
—Su sangre huele muy raro.
—¿A alcohol, quizá?
—No, no se trata de eso.
Marino olisqueó el aire varias veces y se encogió de hombros mientras Roche pasaba por detrás de mí, desviando la mirada para no ver lo que había en la mesa. Ante mi incredulidad y a pesar de mis advertencias y a que disponía de espacio más que suficiente, el detective se atrevió a rozarme otra vez. Marino, corpulento y medio calvo bajo el abrigo forrado de lana, lo siguió con la vista.
—¿Quién es ése? —me preguntó.
—Creo que no os conocéis —murmuré—. Detective Roche, de Chesapeake. Éste es el capitán Marino, de Richmond.
Roche inspeccionaba detenidamente el regulador de buceo. El ruido que hacía Danny al cortar las costillas con las cizallas en la mesa contigua lo ponía nervioso. Su rostro, con una mueca de agobio, volvía a presentar el color del vidrio opalino.
Marino encendió un cigarrillo, y por su semblante deduje que ya había tomado una decisión respecto a Roche, una decisión que Roche conocería enseguida.
—No sé usted —dijo al detective—, pero una cosa que yo descubrí hace tiempo es que cuando uno ha estado en este antro nunca vuelve a ver un hígado como antes. Verá... —Marino guardó el encendedor en el bolsillo de la camisa—. Antes me encantaba comerlo con cebolla —exhaló una bocanada de humo—, pero ahora no me harían probarlo ni a palos.
Roche se inclinó aún más sobre el regulador, hasta casi hundir el rostro en el aparato, como si el olor a goma y a sal fuese el antídoto que necesitaba. Yo reanudé mi trabajo.
—Oye, Danny —continuó Marino—, ¿has vuelto a comer riñones, mollejas o hígado desde que empezaste a trabajar aquí?
—No he probado esas cosas en toda mi vida —dije mientras abríamos la caja torácica—. Pero sé a qué se refiere, capitán. Cuando la gente pide grandes filetes de hígado en un restaurante, salgo casi corriendo, sobre todo si tiene un color mínimamente rosado.
Al dejar los órganos internos al descubierto, el hedor me obligó a echarme atrás.
—¿Otra vez el olor? —preguntó Danny.
—Sí —respondí.
Roche se retiró al rincón más alejado y Marino, después de haberse divertido con él, se acercó hasta detenerse a mi lado.
—Entonces, ¿crees que se ahogó? —se apresuró a preguntar.
—De momento no me lo parece, pero desde luego voy a investigarlo.
—¿Qué puedes hacer para determinar que no ha muerto ahogado?
Marino no tenía gran experiencia con ahogados pues eran pocos los asesinatos que se cometían por tal sistema, y por ello mostraba una profunda curiosidad. Quería entender todo lo que me veía hacer.
—En realidad puedo hacer muchas cosas —comenté sin dejar de trabajar—. Ya he abierto un bolsillo de piel en un costado del tórax, lo he llenado de agua y he introducido el escalpelo en el tórax para comprobar si se producían burbujas. Ahora voy a llenar de agua el saco pericárdico e introduciré una aguja en el corazón para observar si también se forman burbujas. Después buscaré indicios de hemorragias petequiales en el cerebro y comprobaré la presencia de aire extraalveolar en el tejido blando del mediastino.
—¿Qué demostrará todo eso? —preguntó Marino.
—Posibles neumotórax o embolias gaseosas, que pueden producirse a menos de cinco metros de profundidad si el submarinista respira de forma inadecuada. El problema es que el exceso de presión en los pulmones puede provocar pequeños desgarros de los tabiques alveolares, lo cual causa hemorragias y entrada de aire en una o ambas cavidades pleurales.
—Supongo que algo así pudo matarlo.
—Sí-murmuré—. Muy probablemente, sí.
—¿Y no pudo descender o ascender demasiado deprisa? ¿Tú qué opinas? —Marino se había desplazado hasta el otro lado de la mesa de operaciones para observar mejor.
—Los cambios de presión, o barotraumas, asociados al descenso y al ascenso no son muy probables a la profundidad en la que se encontraba —respondí—. Y tal como se puede apreciar, no tiene los tejidos tan esponjosos como cabría esperar si la muerte se debiera a barotrauma. ¿Quieres ponerte ropa de protección?
—¿Para que parezca que trabajo en Terminex? —Marino volvió la mirada hacia Roche.
—Ojalá no pille el sida —apuntó Roche débilmente desde lejos.
Marino se puso bata y guantes mientras yo empezaba a explicar las diversas comprobaciones que necesitaba llevar a cabo para descartar también como causa del óbito la descompresión, la narcosis nitrogenosa o la asfixia por inmersión.
Cuando procedí a introducir una aguja del dieciocho en la tráquea para obtener una muestra de aire en la que investigar la presencia de cianuro, Roche no pudo aguantar más y decidió marcharse. Cruzó la estancia a toda prisa y, con un sonoro crujido del papel, recogió de un estante la bolsa de las pruebas.
—Entonces no vamos a saber nada hasta que tenga los resultados de los análisis, ¿no es así? —preguntó desde la puerta.
—Exacto. De momento están pendientes de determinar la causa y el modo de la muerte. —Hice una pausa y lo miré fijamente—. Tendrá una copia de mi informe cuando esté completo. Y antes de que se vaya, me gustaría ver los efectos personales del muerto.
Roche no estaba dispuesto a acercarse y yo tenía las manos ensangrentadas. Me volví a Marino.
—¿Te importaría? —le dije.
—Será un placer.
Se acercó al detective, cogió la bolsa y murmuró con tono áspero:
—Vamos. Inspeccionaremos esto en el pasillo, mientras toma un poco el aire.
Cruzaron el umbral y, mientras reanudaba mi trabajo, volví a oír los crujidos de la bolsa de papel. Luego oí que Marino desprendía el cargador de una pistola, abría la guía del arma y se quejaba de que no se hubiera comprobado si estaba descargada.
—¡Andar por ahí con esta pistola cargada! ¡Es increíble! —resonó la voz estentórea de Marino—. ¡Como si lo que lleva en la bolsa fuera el bocata para el almuerzo!