Causa de muerte (3 page)

Read Causa de muerte Online

Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Causa de muerte
10Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Desde hace muchos años.

—Tendré que ver su licencia de submarinismo.

Dirigí una mirada a la batea y al submarino próximo mientras me preguntaba hasta qué punto se proponía aquella gente regatearme su cooperación.

—Si quiere bajar, debe llevar encima el documento —insistió Green—. Pensaba que lo sabía.

—Y yo pensaba que este recinto no era jurisdicción de los militares.

—Cierto, pero conozco las normas del lugar. No importa quién tenga la jurisdicción. —El capitán me miró fijamente.

Le sostuve la mirada.

—Ya veo —repliqué—. Y supongo que necesitaré otro permiso si quiero aparcar el coche en el embarcadero para no tener que cargar con mi equipo casi un kilómetro, ¿no?

—Efectivamente, necesita un permiso para aparcar en el embarcadero.

—Pues no tengo ninguno. Y tampoco llevo encima los títulos de submarinista avanzada y de experta en rescates, ni la licencia de buceo. Tampoco llevo conmigo las licencias para practicar la medicina en Virginia, en Maryland y en Florida.

Hablé con toda calma y serenidad, y al ver que no conseguía sacarme de mis casillas se mostró aún más terco. Parpadeó varias veces y noté que me detestaba.

—Es la última vez que le pido que me deje hacer mi trabajo —continué—. Se ha producido una muerte no natural y estamos en mi jurisdicción. Si no está dispuesto a colaborar, con mucho gusto llamaré a la policía del estado, al juez de guardia o al FBI. Tengo el teléfono móvil aquí, en el abrigo. —Indiqué el bolsillo con unas palmaditas.

—Si quiere bucear, por mí se puede lanzar de cabeza. —El capitán se encogió de hombros—. Pero tendrá que firmar un documento que libere al varadero de cualquier responsabilidad si sucede alguna desgracia, y dudo mucho que tengamos aquí un impreso adecuado para la declaración.

—Comprendo. Ahora debo firmar un documento que usted no tiene.

—Exacto.

—Bien —murmuré—. En ese caso redactaré esa nota librándolo de responsabilidad.

—Tendrá que hacerlo un abogado, y hoy es festivo...

—Yo soy abogada y trabajo todos los días.

Al capitán se le tensaron los músculos de la mandíbula y me di cuenta de que no iba a molestarse en exigir más documentos porque había comprobado que podía proporcionárselos. Empezamos a desandar lo andado y noté un nudo de aprensión en el estómago. No deseaba hacer aquella inmersión y no me gustaba la gente que había encontrado aquella mañana. Desde luego no era la primera vez que me veía enredada en una alambrada burocrática por algún caso que involucraba al Gobierno o a grandes negocios. Pero esto era distinto.

—Dígame una cosa —Green empleaba de nuevo un tono de voz desdeñoso—, ¿los forenses jefes siempre examinan personalmente los cuerpos en el lugar donde los encuentran?

—No, casi nunca.

—Entonces, dígame por qué es necesario en esta ocasión.

—El escenario de la muerte desaparecerá en el momento en que se retire el cuerpo. Creo que las circunstancias son lo bastante insólitas como para merecer una inspección ocular mientras sea posible. Y como me ocupo provisionalmente del distrito de Tidewater, resulta que atendí en persona la llamada de aviso.

Green guardó silencio unos instantes, y a continuación hizo otro comentario irritante:

—Déle al doctor Mant mis condolencias por lo de su madre. ¿Cuándo volverá al trabajo?

Intenté recordar la llamada telefónica de aquella madrugada y la voz de aquel tipo, el tal Young, con su exagerado acento sureño. Green no parecía natural del Sur pero yo tampoco, y eso no significaba que no pudiera imitar el acento.

—No estoy segura de cuándo regresará —respondí con cautela—. ¿Pero cómo es que lo conoce?

—A veces los casos se superponen, quieras que no.

No supe muy bien a qué se refería.

—El doctor Mant entiende la importancia de no entrometerse —continuó Green—. Trabajar con gente así es estupendo.

—¿La importancia de no entrometerse en qué, capitán?

—En si un caso es de la Marina, por ejemplo, o si corresponde a tal o cual jurisdicción. La gente puede entrometerse de muchas maneras distintas. Todas son problemáticas y pueden resultar peligrosas. Ese buceador, por ejemplo. Se metió donde no debía y vea qué ha sucedido.

Yo me había detenido y lo miraba con incredulidad.

—Deben de ser imaginaciones mías —murmuré—, pero creo que me está amenazando...

—Vaya a buscar su equipo. Puede aparcar más cerca, junto a esa verja de ahí —dijo él mientras se alejaba.

2

M
ucho después de que Green desapareciera en el interior del edificio que tenía un ancla en la fachada, yo estaba sentada en el embarcadero pugnando por colocarme un grueso traje isotérmico sobre el mono de buceo. No lejos de mí, varios miembros del grupo de rescate preparaban una lancha de fondo plano que tenían amarrada a un pilote. Algunos trabajadores del astillero de desguace merodeaban por las cercanías con curiosidad. En la plataforma de buceo, dos hombres con trajes de neopreno azul marino probaban unos equipos de comunicaciones y parecían llevar a cabo una inspección sumamente minuciosa de las escafandras autónomas, incluida la mía.

Observé que los buceadores hablaban entre ellos, pero no conseguí descifrar una sola palabra de lo que decían mientras desenroscaban tubos y preparaban lastres de plomo para los cinturones. De vez en cuando miraban en mi dirección y me sorprendí cuando uno de ellos decidió subir la escala que conducía al embarcadero donde me encontraba. Se acercó y se sentó a mi lado en la estrecha franja de frío cemento.

—¿Está ocupado este asiento?

Era un joven atractivo, negro y con el cuerpo de un atleta olímpico.

—Hay mucha gente que se lo disputa, pero no sé dónde se han metido. —Seguí pugnando con el traje isotérmico—. ¡Maldita sea, no soporto estas cosas!

—Imagine que es como meterse en una cámara de aire.

—Sí, eso es de una enorme ayuda.

—Tengo que hablar con usted del equipo submarino de comunicaciones. ¿Lo ha utilizado alguna vez?

Observé su expresión grave y le pregunté si pertenecía a algún cuerpo de policía.

—No —respondió—. Soy un simple marinero. Y no sé usted, pero le aseguro que no era así como pensaba pasar la Nochevieja. No entiendo por qué alguien querría bucear en este río, como no tuviera alguna extraña fantasía de ser un renacuajo ciego en un lodazal, o le faltara hierro en la sangre y creyera que todo ese óxido de ahí abajo le sentaría bien.

—Lo único que hará ese óxido es provocarle el tétanos. —Miré a mi alrededor—. ¿Quién más del grupo es de la Marina?

—Los dos del bote de rescate son policías. El único marinero, además de nuestro intrépido investigador del SIM, es Ki Soo, ése de ahí abajo, en la plataforma de buceo. Ki es bueno. Es mi colega. —Dirigió una señal a Ki Soo, indicándole que todo iba bien, y su colega le respondió con el mismo gesto. Todo aquello me resultó bastante interesante y muy diferente de lo que había experimentado hasta aquel momento—. Ahora, preste atención. —Acababa de conocerme, pero me hablaba como si lleváramos años trabajando juntos—. El equipo de comunicaciones resulta engorroso si no lo has usado nunca. Incluso puede ser peligroso.

Lo decía en serio.

—Estoy familiarizada con él —le aseguré, con más tranquilidad de la que sentía.

—Tiene que estar más que familiarizada. Tiene que ser colega de ese aparato, ¿entiende? Porque puede salvarle la vida, como su compañero de inmersión. —Hizo una pausa—. Y también puede matarla.

Sólo había utilizado el equipo de comunicaciones submarino en otra inmersión y aún me ponía nerviosa la idea de reemplazar el regulador por una escafandra firmemente sellada y dotada de una boquilla sin descompresor. Me preocupaba que se inundara la escafandra y que tuviera que romperla mientras buscaba frenéticamente la fuente de aire alternativa, el «pulpo». Pero no estaba dispuesta a expresar mis inquietudes, por lo menos allí.

—No se preocupe —le repetí.

—Está bien. He oído que es usted profesional —continuó el marinero—. Por cierto, me llamo Jerod y ya sé quién es usted. —Sentado al estilo indio, el muchacho arrojaba grava al agua y parecía fascinado con las ondas que se extendían lentamente en la superficie—. He oído muchas cosas agradables de usted. De hecho, cuando mi mujer sepa que la he conocido se pondrá celosa.

No entendía por qué un submarinista de la Marina habría de saber algo de mí, aparte de lo que aparecía en los noticiarios, que no siempre resultaba agradable. Con todo, sus palabras fueron un agradable bálsamo para mi maltrecha sensibilidad. Estaba a punto de hacérselo saber cuando el muchacho echó una ojeada a su reloj, se volvió hacia la plataforma y cruzó una mirada con Ki Soo.

—Doctora Scarpetta —dijo Jerod mientras se incorporaba—, ¿cuál será la mejor estrategia?

—La mejor..., la única, en realidad, es seguir la manguera hasta llegar al cuerpo.

Nos acercamos al borde del embarcadero y el marino señaló la batea.

—Ya he estado ahí abajo una vez, y si no se sigue la manguera es imposible de encontrar. ¿Alguna vez ha avanzado por una alcantarilla sin luces?

—Eso todavía no me ha pasado.

—Pues no se ve una mierda. Y aquí sucede lo mismo.

—Que usted sepa —dije—, nadie ha tocado el cuerpo.

—Soy el único que se ha acercado a él.

Me observó mientras cogía el chaleco compensador de flotación y guardaba una linterna en el bolsillo.

—Yo en su caso, ni me molestaría —comentó—. En las condiciones de ahí abajo, la linterna no hará sino estorbar.

Pero estaba decidida a llevarla porque quería todas las ventajas con que pudiera contar. Jerod y yo descendimos la escalerilla hasta la plataforma de buceo para ultimar los preparativos e hice caso omiso de las miradas directas de los hombres del astillero mientras me aplicaba crema en el pelo y me colocaba la caperuza de neopreno. Sujeté un cuchillo en la cara interna de la pierna derecha y agarré por ambos extremos el cinturón, con siete kilos de lastre, y lo ceñí rápidamente en torno a la cintura. Comprobé los controles de seguridad y me puse los guantes.

—Preparada —dije a Ki Soo.

El marinero acercó el equipo de comunicaciones y el regulador.

—Sujetaré la manguera de aire a la escafandra. —No le noté ningún acento—. Ya ha utilizado un equipo así en otras ocasiones, ¿verdad?

—Sí-respondí.

Se acuclilló a mi lado y bajó la voz como si estuviéramos conspirando.

—Usted, Jerod y yo estaremos en contacto permanente por el circuito de sonido.

El equipo parecía una máscara antigás rojo brillante con cinco cinchas en la parte posterior. Jerod se colocó detrás de mí y me ayudó a colocarme el chaleco compensador de flotación y el tanque de aire mientras su compañero seguía hablando.

—Como ya sabe —decía Ki Soo—, se respira normalmente y se pulsa el botón de la boquilla cuando se quiere comunicar. —Hizo una demostración—. Ahora tenemos que pasar esto sobre la caperuza y asegurarlo bien. Así, recoja el resto de la melena y deje que me asegure de que está bien sujeto por detrás.

El intercomunicador resultaba aún más incómodo fuera del agua porque costaba respirar. Aspiré como pude mientras contemplaba a través del plástico a los dos buceadores a los que acababa de confiar mi vida.

—Habrá un bote con dos miembros del equipo de rescate que controlarán nuestro avance con un transductor que introducirán en el agua. Todo lo que digamos será escuchado en la superficie, ¿entendido?

Ki Soo me miró y comprendí que acababa de recibir una advertencia. Asentí con la cabeza. Mi respiración, estridente, me ensordecía.

—¿Quiere ponerse las aletas aquí? —continuó Ki Soo. Dije que no con la cabeza y señalé el agua—. Bueno, pues entonces se las daré cuando esté en el agua.

Cargada con treinta y cinco kilos más que a mi llegada, avancé con cautela hasta el borde de la plataforma y comprobé de nuevo que tenía la máscara bien sujeta a la caperuza. Los protectores catódicos, parecidos a los bigotes de un barbo, descendían de los enormes barcos adormilados hasta el agua rizada por la brisa. Me preparé para el paso de gigante más aterrador que daba en mi vida.

Al principio el frío me produjo una gran conmoción, y mi cuerpo tardó algún tiempo en calentar el agua que se coló en mi envoltura de goma mientras me calzaba las aletas. Peor aún, no alcanzaba a ver la pantalla del ordenador ni la brújula. Ni siquiera veía mi propia mano delante de la cara, y entonces comprendí la inutilidad de llevar linterna. El sedimento en suspensión absorbía la luz como un papel secante y me obligaba a emerger a frecuentes intervalos para orientarme mientras nadaba hacia el lugar en que la manguera de la batea desaparecía bajo la superficie del río.

—¿Todos dispuestos? —La voz de Ki Soo resonó en el auricular apretado contra el cráneo.

—Dispuesta —dije por la boquilla, e intenté relajarme mientras agitaba lentamente las aletas bajo la superficie.

—¿Está sobre la manguera? —Esta vez fue Jerod quien habló.

—La toco con las manos.

Noté el tubo extrañamente tenso y procuré moverlo lo menos posible.

—Siga bajando, quizá diez metros. El hombre debería estar flotando casi en el fondo.

Empecé el descenso, con pausas espaciadas para equilibrar la presión de los oídos, e intenté dominar el pánico. No veía nada. El corazón se me disparó mientras intentaba concentrarme en mantener la calma y respirar profundamente. Me detuve un instante, flotando, cerré los ojos y tomé aire despacio. Después seguí el descenso junto a la manguera, y el pánico se volvió a apoderar de mí cuando un grueso cable oxidado se materializó de pronto ante mí.

Intenté pasar por debajo, pero no alcanzaba a ver de dónde venía ni hacia dónde iba. Me noté demasiado ligera y pensé que no habría sido mala idea poner más peso en el cinturón o en los bolsillos del chaleco compensador de flotación. El cable me golpeó por detrás e impactó con fuerza en la válvula del regulador primario. Noté un tirón del regulador secundario, como si alguien lo agarrara por detrás, y el tanque empezó a escurrirse a lo largo de mi espalda, tirando de mí. Abrí las sujeciones de velero del compensador de flotación y me desembaracé de él a toda prisa mientras intentaba apartar de mi cabeza cualquier pensamiento, salvo la maniobra que me habían enseñado a realizar.

—¿Todo va bien? —dijo la voz de Ki Soo por el auricular.

Other books

Shadows of Moth by Daniel Arenson
Make Me by Tamara Mataya
The Pizza Mystery by Gertrude Chandler Warner
Birthday by Allison Heather
Love by the Book by Melissa Pimentel
Fraying at the Edge by Cindy Woodsmall
What of Terry Conniston? by Brian Garfield