Si uno controlaba el clima, controlaba el mundo.
Los Estados Unidos habían estado intentando controlarlo durante décadas. También sus enemigos. Y uno de ellos estaba teniendo éxito allí donde todos los demás habían fracasado.
Tom cayó en la cuenta de que el general lo miraba fijamente.
—Señor Taylor, estoy seguro que usted está familiarizado con las leyes de termodinámica, pero permítame, de todos modos, refrescarle la memoria. La primera ley de termodinámica establece que la energía no puede ser ni creada ni destruida; sólo se la puede transformar de un estado a otro; de potencial a cinética, y viceversa. La segunda ley establece que la energía potencial de un sistema será siempre menor que en su estado inicial. Lo que nos ha obligado a hacer, para ponerlo en términos sencillos, es un cortocircuito en el sistema. Durante las últimas cinco semanas hemos impedido que una enorme cantidad de energía potencial fuera convertida o liberada en la atmósfera en forma de tormenta y otros fenómenos meteorológicos. Pero no podemos continuar haciéndolo.
Tom echó una mirada a sus notas.
—Ha habido pequeñas tormentas a lo largo del país en las últimas cinco semanas. Y en el Atlántico, la actividad ha comenzado antes que lo habitual. Han ocurrido, hasta la fecha, veintidós tormentas con nombre, incluyendo dos que tuvieron lugar antes del inicio oficial de la temporada de huracanes, pero ninguna de ellas ha generado mucho más que algún titular y algunas marejadas. No parece que ustedes estén conteniendo mucho, general. ¿Quién es responsable de esas tormentas?
La coronel Patricia Brannigan, asistente del general, había permanecido en silencio hasta ese momento. Ahora intervino en la conversación.
—Nosotros. Hemos tenido que descargar energía en donde pudimos y cuando pudimos. Retener tanta energía de forma más o menos estacionaria nos pone en creciente peligro.
—¿De qué?
—Un desastre, señor Taylor. Con un frente frío estacionario en la alta atmósfera sobre el centro del país, el aire del Golfo no tiene adónde ir, así que permanece allí, calentándose. Y el agua, por debajo, también se calienta. En estos momentos, la temperatura del Golfo llega a un promedio de 26°, lo cual es significativamente más cálido de lo que debería ser en esta época del año. El agua caliente recalienta el aire, y el aire caliente asciende. Si se desarrolla un frente de aire cálido de suficiente intensidad, con toda esa energía latente detrás, una columna de aire podría hacer explotar el sistema como un volcán.
—Sin las cenizas ni el humo —señaló secamente Tom.
Ella ni siquiera parpadeó.
—Sin cenizas. Sin humo. En cambio, se encontraría con un clima violento en alturas que no son las habituales para los frentes de tormenta. Las células de convección se moverían a velocidades fuera de lo normal, apoyadas por la presión, creando huracanes que podrían extenderse por miles de kilómetros en todas direcciones y crear tornados, trombas marinas y tormentas de gran magnitud. Los aviones serían derribados, los navíos en tránsito se hundirían y las comunicaciones se verían interrumpidas en todo el hemisferio norte. Habría inundaciones masivas, granizo, fuertes vientos… ¿Quiere que continúe?
—No, me hago una idea. —Había agarrado la taza de café que tenía junto a su brazo y la había mirado. Vacía. Alzó su mirada hacia la mujer—. Tan terrible como parece, coronel, semejante pronóstico se basa en un porcentaje importante de especulación, ¿no es verdad?
El general se inclinó hacia delante sobre la mesa con los ojos inyectados de algo que parecía ser sed de sangre.
—Escuche, maldito gilipollas —exclamó. Su voz adquirió un tono similar al roce contra una plancha metálica—. Estamos hablando del tiempo. Existen demasiadas variables para predecir exactamente qué sucederá, pero cualquiera de los escenarios, probables e improbables que hemos desarrollado sería suficiente para darle al director nacional de Inteligencia una abultada factura. Entienda lo que le digo. La energía va en aumento. Estamos tratando a la alta atmósfera como si fuera una gran batería, pero incluso la atmósfera llega a su límite y en algún momento, que puede estar muy próximo, no vamos a ser capaces de impedir que la naturaleza siga su curso.
—¿Qué quiere decir con eso, general?
—Quiere decir que, a menos que comencemos a disipar la energía a mayor escala, ya, mientras todavía podemos controlar el grado de disipación, podríamos encontrarnos con un desastre a escala hemisférica en nuestras manos.
Tom sostuvo la mirada del general.
—No.
El general volvió a inclinarse hacia delante.
—Señor Taylor, tal vez no me expresado con claridad. Tenemos que detener esta operación ahora mismo.
—Comprendo lo que dice, general Moore, pero no podemos detener la operación —replicó tranquilamente—. Vamos a continuar con la Operación Demora tal como lo planeamos hasta que ocurra alguna anomalía que no sea de nuestra autoría. Y cuando eso suceda, podremos volver a tener esta conversación.
La coronel Brannigan lo miró seriamente.
—Señor Taylor, por favor, intente comprender que ya hemos ido más allá de cualquiera de los modelos que hemos diseñado. Lo cierto es que, tal como ha dicho el general, no sabemos cuánto tiempo más podemos continuar reconstruyendo y difuminando los patrones climáticos naturales, así como tampoco sabemos cuánto tiempo más podremos contener la energía que esas interrupciones están produciendo, ni tenemos un plan para disipar la energía actualmente acumulada.
«Los militares admitían su derrota. Eso es algo que uno no escucha todos los días». Tom observó el rostro de la asistente, manteniendo el suyo sin expresión, a pesar de la furia que ardía en sus entrañas.
—¿La he entendido correctamente, coronel? ¿No saben cómo disipar la energía?
—Sí, señor Taylor, me ha oído perfectamente.
—Pues aquí tienen una sugerencia. Continúen dispersando energía del modo en que han dicho que estaban haciendo. Generen algunas tormentas mayores si necesitan hacerlo. Simplemente no lo hagan sobre el territorio continental de Estados Unidos. Pienso que Cuba y Venezuela son blancos convenientes. —Habló con suavidad, observando el rostro del general, que se había vuelto de una tonalidad aún más morada.
—No se pueden mover células masivas de energía como si fueran las piezas de un ajedrez, señor Taylor —dijo la coronel Brannigan antes que el general pudiera abrir la boca—. Como ha dicho el general, hemos tomado un sistema dinámico y lo hemos vuelto estático durante cinco semanas. Básicamente, hemos forzado una poderosa maquinaria más allá de su capacidad. No existe lugar en donde liberar la energía que no sea allí donde está almacenada.
—Seguramente existe algún mecanismo natural…
—¿Para liberar un campo energético descomunal creado artificialmente? No, no lo hay. Una situación semejante no se ha presentado con anterioridad. —Cruzó las manos delante de ella sobre la mesa y lo miró fijamente con una helada sonrisa—. Naturalmente, señor Taylor, los rusos, la OTAN, y la mayoría de nuestros aliados sospechan que estamos tramando algo, y no están muy contentos. Tampoco los chinos. Los estamos asustando porque sus físicos no pueden explicar lo que está sucediendo por causas naturales. Tampoco pueden hacerlo los nuestros, excepto quienes lo están llevando a cabo. También están desconcertados los meteorólogos. Nadie ha visto nunca nada parecido, o leído ningún trabajo teórico sugiriendo algo similar. Pero, sin tener conocimiento de esta operación, la gente está teorizando sobre los gradientes energéticos radicalmente fuera de control, lo cual es una situación que no se ha producido jamás, excepto en los modelos informáticos. Los teóricos de la conspiración se están dando un banquete, en particular aquellos que sospechan del HAARP.
Tom enarcó una ceja.
—Gracias por compartir esa información con nosotros, coronel Brannigan. —Desplazó su atención hacia su izquierda—. General, por favor, manténgame al tanto de la situación.
El general se recostó contra su silla y miró a Tom fijamente a los ojos.
—No sé si usted es un hombre religioso, señor Taylor, pero tal vez le convenga revisar sus creencias. Pedirle a Dios que tenga piedad de todos nosotros por lo que hemos hecho puede que sea la única opción que nos quede.
Tom se puso de pie, reunió sus papeles en un ordenado montón, los guardó en su maletín y levantó la mirada hacia el general.
—No lo soy, general Moore, pero lo tomaré como un consejo. Buenos días.
Saludó con una inclinación de cabeza a la coronel Brannigan y salió de la sala. El baño más cercano se encontraba a unos ciento cincuenta metros de distancia. Se las arregló para llegar a tiempo hasta uno de los inodoros antes de vomitar su desayuno.
Vacío y tembloroso, se reclinó contra el frío metal de los paneles que separaban los inodoros y cerró los ojos.
«Mejor que esos gilipollas se muevan pronto. Muy pronto».
Se humedeció el rostro un par de veces con agua helada, lo que le devolvió un poco la compostura antes de abandonar el baño. No había recorrido ni treinta metros por el pasillo cuando escuchó la voz pausada de la coronel que lo llamaba por su nombre.
Maldiciendo por lo bajo, se detuvo y se dio media vuelta para verla cómo se acercaba hacia él con pasos más adecuados para alguien que estuviera vestida con uniforme de faena y botas de combate que con una ajustada chaqueta verde del ejército y zapatos de tacón bajo. Se detuvo bruscamente a escasa distancia.
—¿Qué puedo hacer por usted, coronel?
—Dé la orden de liberar la corriente en chorro —respondió francamente—. Se ha generado una inexplicable columna de nubes cerca del Valle de la Muerte hace menos de una hora. Creo que es la anomalía que han estado esperando.
Dejó transcurrir unos segundos mientras miraba el azul helado de sus ojos, no del todo dispuesto a creerle, y sin confiar plenamente en la inyección de adrenalina que le corría por las venas.
—Volvamos a la sala de conferencias y allí podrá contármelo todo.
«Y, maldita sea, mejor que se asegure de estar en lo cierto».
Martes, 10 de julio, 11:00 h, Campbelltown, Iowa.
La meteoróloga Kate Sherman estaba de pie en un extremo de la gran carpa, llena de gente observando la cálida lluvia de verano cayendo incesante frente a ella. Su mente, por una vez, no estaba concentrada en el tiempo. Se estaba preguntado si salir a toda velocidad a lo loco hasta la próxima carpa a treinta metros de distancia y empaparse era un precio razonable para no permanecer escuchando la incesante perorata que salía de labios de Ted Burse, un empleado de seguridad de la emisora y, sin duda, el hombre más aburrido que hubiera surgido nunca del caldo de cultivo de un científico loco. Estaba convencida de que Ted había salido de un sitio semejante. Era tan aburrido que no era posible que aquel hombre fuera producto de la naturaleza.
Mirando hacia su derecha, sonrió educadamente a Ted, con la misma sonrisa que le había ofrecido cada noventa segundos o poco más durante los últimos diez minutos, cuando él la había arrinconado. Tener que soportar situaciones como ésa era una de las razones por las que despreciaba las fiestas de la empresa, especialmente las que se llevaban a cabo a la intemperie, bajo la lluvia, en Iowa. Campbelltown, Iowa, con una población de 416 habitantes, en donde lo único que mantenía ocupada la mente de la gente era el tiempo, y no había nada más que granjas en todas direcciones. La única interrupción del horizonte en cualquier dirección era el bajo perfil de las monótonas oficinas centrales de Coriolis, la compañía para la cual ella trabajaba, y que le había pagado para que se sentara durante dos días en un tren para llegar a aquel lugar y permanecer allí una jornada, para luego regresar a su despacho en el centro de Manhattan y a la civilización a la mañana siguiente.
La salvación apareció a cincuenta metros de distancia bajo la forma de Davis Lee Longstreet, con un traje de negocios informal, director global de estrategias de Coriolis y su jefe. Con envidia, Kate vio cómo realizaba el recorrido yendo de un grupo a otro, de una carpa coloreada a otra, avanzando bajo el paisaje empapado por la lluvia, tan sereno y sencillo como un tiburón en las tranquilas y oscuras aguas. Kate sabía, por experiencia propia, que Davis Lee nunca se detenía para conversar con una persona demasiado tiempo.
Eso estaba a punto de cambiar. Él se iba a quedar con ella todo el tiempo que le llevara alejarse del maldito Ted.
Kate extendió su brazo y agarró a Davis Lee con tanta delicadeza como le fue posible, sin llamar la atención de los numerosos agentes del servicio secreto y del personal privado de seguridad que circulaba por aquella especie de campus corporativo. Este se detuvo y, de una ojeada, evaluó la situación.
Su mente, entrenada en la Facultad de Derecho Kennedy de Yale, se ocultaba, como era habitual, detrás de un agradable rostro sureño. Davis Lee pasó un amistoso brazo por encima de sus hombros con una sonrisa cómplice, que volvió su agradable rostro aún más atractivo.
—Bueno, si está aquí mi conejita meteorológica favorita —dijo con su mejor acento de Green Acres. Kate se obligó a sonreír y se contuvo para no darle un fuerte pisotón—. ¿Cómo está usted, señorita Kate? No puedo resignarme a llamarla por su apellido. Haría que demasiados de mis antepasados se revolvieran en sus tumbas. —Sonrió a Ted de un modo que casi parecía necio—. Hola, Ted. No sabía que os conocíais.
Ted devolvió la sonrisa y estaba a punto de responder cuando Kate se lo impidió. Una vez que empezaba, era imposible detenerlo.
—Hola, Davis Lee. Estoy muy contenta de que nos hayamos encontrado. Necesitamos hablar. Sobre aquel informe —agregó significativamente.
—¿Y qué informe será ése? Ésta es una reunión social, Kate, ¿o acaso no recibiste el memorándum? —Le hizo un guiño cómplice a Ted, pero, como Kate había previsto, éste no entendió el gesto. Ted era verdaderamente duro de mollera.
—Estoy aquí, ¿no es así? Y tú sabes a qué informe me refiero. El informe. —Hizo una pausa, esperando que dejara de hacerse el tonto y apoyara su mentira.
Él no lo hizo, y ella supo que era intencionadamente.
«Fantástico».
—El informe sobre las fluctuaciones episódicas de los patrones de lluvia en el desierto del Gobi. Creo que necesito tu ayuda con parte de la jerga técnica. —Había suficiente empalago neoyorquino en su sonrisa para que él entrecerrara sus ojos, aunque su sonrisa no disminuyó. Era permanente, como la de un tiburón.