Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
Yo, con dieciséis abriles, hice lo que todas y esperé mi turno frente a una de las garitas de cuya celosía y tras arrodillarme salió una profunda y melodiosa voz que me cautivó. ¿Cómo empezó todo? Ni lo sé. Solamente os puedo decir que comencé a frecuentar al fraile como una atacacandiles yéndome a confesar un día sí y otro también, y terminé siendo su devota. Estuve con él tres años hasta que lo ascendieron, y debo decir que siempre fue generoso conmigo aunque cruel y caprichoso. Cierta vez que conocí a un hombre que me quiso desposar a pesar de conocer mi oficio, me dio tal paliza que aún guardo señales de ella.
—Pero ¿qué tiene que ver lo que me contáis con la marca que yo tengo?
—Ya llego, tened paciencia. Como comprenderéis, en tres años me acosté con él en infinidad de ocasiones y lugares, a la luz del día y de la noche, en su casa y en el campo de pinos donde yo ejercía mi oficio; el caso es que tuve oportunidad de conocer su cuerpo a fondo y sin restricciones. Pues bien, en su espalda y a la altura del hombro pude ver su marca, la misma que vos tenéis, un sinnúmero de veces y, por cierto, pese a que me decía que lloraba por mi extravío con tres ojos en vez de con los dos que podía llorar otro hombre, lo cierto era que me recomendaba, mejor, me exigía discreción absoluta al respecto y que no comentara jamás con nadie aquel su secreto.
—¿Qué me estáis contando? Y ¿estáis cierta de que era como la mía?
La mujer, sin ningún protocolo, le apartó la toalla y agachándose ante ella observó con sumo cuido la peculiar marca que lucía brillante bajo su seno.
—Era exacta; tanto en su tamaño como en su color escarlata y su forma de ojo lagrimeante. —La mujer se incorporó—. Os podría asegurar que es la misma.
—¿Y dónde está ese fraile al día de hoy?
—¡Uy! ¡Voló muy alto! Estuvo en Roma de secretario de alguien muy importante. A su vuelta aún me visitó un tiempo; luego desapareció de mi vida y supe de él, claro está, preguntando discretamente. Ahora es obispo de Astorga y secretario provincial de la Suprema.
—¿Qué me estáis diciendo?
—Lo que estáis oyendo.
Catalina aquella noche no pegó ojo, tal era la cantidad de emociones y de novedades que se agolpaban en su corazón. Por un lado estaba el hecho de que aquella tarde se hallaría a solas con su amado por vez primera y de ella dependía lo que sucediera.
Luego estaba el abrupto y repentino conocimiento del secreto revelado por María Cordero, y que le aseveraba que el obispo de Astorga y secretario de la junta de protectores de San Benito tenía un cierto tipo de parentesco con ella que no se atrevía a calificar. Y, por fin, la certeza de que la estúpida fecha de un duelo que no había pretendido y al que su impetuoso corazón la había abocado se aproximaba, y que el domingo a la noche habría muerto o, en el mejor de los casos, habría matado a un hombre.
Se despertó y al agitar su cobertor una rara fragancia proveniente de su cuerpo salió del embozo y le recordó el baño al que la había sometido María la noche anterior; entonces se dio cuenta de que estaba en una estancia nueva y en una cama que no era la suya. El ruido que salía de la cocina le indicó que su dueña ya traficaba en los fogones. Se puso en pie y tras lavarse y componerse de Alonso, se dirigió a la cocina.
—¿Qué tal habéis descansado?
—Mal y poco, María. Son demasiadas sensaciones y novedades las que estoy intentando asimilar.
—Pues relajaos, no hay cosa que perjudique más a la belleza que la falta de descanso y la angustia del espíritu. ¿Adónde vais así vestida?
—He decidido refrescar mi esgrima y me voy a acercar a la academia de don Pedro Pacheco a practicar con él. Dentro de tres días voy a saber de verdad cuál es mi nivel y me gustaría poder contarlo.
—Bien me parece, pero no olvidéis que esta tarde tenéis otra cita que cumplimentar y que Catalina ha de estar muy hermosa.
—Descuidad, que ésa será la circunstancia que más presente estará en mi cabeza.
—Sentaos, que os he preparado un piscolabis especial.
—No tengo hambre, María, no me apetece.
—Vais a comer. Yo no madrugo para trabajar en este menester para que luego despreciéis mi esfuerzo.
—Sea, pero no me atiborréis de comida que luego no podré sostener la espada para hacer un asalto.
Se sentó la muchacha en la mesa de la cocina y María puso ante ella los manjares que había preparado. Catalina, por no discutir ni despreciarla, tomó un poco de todo y con la excusa de que no era bueno que tuviera el buche lleno para hacer ejercicio se excusó; tras darle dos besos que le impidieron discutir, partió por la puerta del jardincillo hacia la cuadra donde la aguardaba
Boabdil.
El Madrid de aquella mañana le pareció distinto. Las calles, como siempre, estaban atestadas de gentes que iban y venían a sus trajines, ruidosas y atareadas, pero en su cabeza reinaba un silencio ominoso y pesado que le auguraba un sinfín de complicaciones y le impedía oír, siquiera, el tañido de las campanas que a esa hora atronaba el espacio.
Boabdil
se abría camino lentamente entre el barullo y Catalina aprovechaba el paso de alguna carroza importante que fuera en su misma dirección para, colocándose tras ella, avanzar a mayor ritmo. El trayecto desde la casa de la viuda hasta la academia de esgrima de Pacheco no era corto. Descendió por San Bernardo hasta la Fuente de Santo Domingo para coger la calle de los Ángeles y, atravesando la plazuela de las Descalzas Reales, continuar por San Ginés, llegar a la Puerta de Guadalajara y de allí por la calle Nueva hasta la plaza Mayor.
En el largo trayecto Catalina fue colgada de sus pensamientos. En primer lugar su encuentro de aquella tarde le obsesionaba; jamás había estado, como mujer, con un hombre a solas en una habitación, y mucho menos con aquel que desde niña había presidido sus sueños. ¿Qué pasaría? ¿Cabía la posibilidad de que la reconociera? ¿Cómo se comportaría? ¿Estaría a la altura de sus fantasías? Todo la obsesionaba y le impedía pensar con claridad en las otras cuestiones importantísimas que compartían sus pensamientos. El secreto que le había confiado María le creaba un mar de confusiones y de dudas... ¿Qué tenía que ver con ella el obispo de Astorga? ¿Era aquel hombre grueso y sudoroso algo de ella? ¿Quién había puesto sobre sus pasos a aquel esbirro que llevaba en su escarcela un dibujo con su imagen, y que se vio obligada a enviar al otro mundo? Y, finalmente y arrastrado por la figura de aquel hombre, le acudía a la mente el pensamiento de que el domingo, si no moría, era seguro que habría enviado a purgar sus culpas a otro cristiano.
En todo ello andaba su cabeza cuando ya su caballo, reconociendo la cuadra donde acostumbraba dejarlo cuando allí acudía, pisaba las losas de un patio en el que se abrían varias puertas y donde se alquilaban espacios para que los jinetes dejaran sus cabalgaduras. Catalina descabalgó en tanto que un mozo sujetaba al noble bruto por la brida; buscó la muchacha una moneda y la depositó en la mano del otro, recomendándole que cuidara de su caballo. Luego partió para la academia de don Pedro Pacheco, que distaba de allí una cuadra. Cuando abrió la puerta del rellano un familiar ruido de aceros chocando entre sí le asaltó el oído. Don Pedro acudía a su encuentro, presuroso, con una espada bajo el brazo y sacándose el guante de su diestra.
—¡Pardiez que sois caro de ver, Alonso! ¿Dónde diablos os habíais escondido? Creí que ya no compareceríais más por esta casa.
—He estado muy ocupado cambiándome de domicilio, y esta y otras cuestiones han acaparado mi tiempo.
—Siempre sois necesario en la academia, pero en esta ocasión mi interés era el vuestro. Hace unos días llegó para vos un pequeño paquete sujeto con cordeles y lacrado; el mensajero me indicó que era de capital importancia para vos.
Los ojos de la muchacha despidieron chiribitas de contento al concluir que algo así únicamente podía venir de una persona.
—¿Podéis entregármelo?
—Cómo no. Acudid al despacho.
Partió Catalina tras el maestro y llegado que hubo éste al estudio, extrajo un atadijo que guardaba en una arquilla de cuero marrón que se hallaba a un costado de la mesa y se lo alargó a la muchacha.
—Tomaos el tiempo que preciséis; aquí no os molestará nadie. Cuando terminéis os espero en la sala de armas. —El maestro salió de la estancia, cerrando la puerta tras él.
Catalina miró el paquete con incredulidad y gozó del momento de conocer nuevas de su amiga, cuyo recuerdo permanecía intacto en su corazón resistiendo el paso y las vicisitudes del tiempo. Se apoltronó en uno de los dos grandes sillones que estaban frente a la mesa y procedió, con gran cuidado, a retirar el lacre del envoltorio con un abrecartas de marfileño mango y forma de florete que tenía el maestro sobre la mesa; cuando apartó el cartoncillo que envolvía atadijo, apareció un pequeño volumen con las tapas de cuero y sobre él, doblado, el papel de una carta.
La misiva decía así:
Querido Alonso:
Imagino que al recibir la presente, vuestras cosas marcharan según los deseos tantas veces expresados y por los que tanto luchasteis. Siempre me congratula recibir nuevas vuestras aunque comprendo que sean escasas dadas las dificultades que entraña el hacerlo.
Muchos son los días pasados sin poder contestar vuestras noticias, ya que hasta ahora no he tenido adónde dirigirme; mi tiempo es escaso y los medios para haceros llegar ésta, que luego veréis entrañaba mucho compromiso, debían ser de toda confianza.
En primer lugar, deciros que me he casado con Antón Cifuentes. Es buena persona y para mí ha sido una ventura ya que, además de compartir mi vida con alguien, si Dios quiere aún podré tener el hijo que no pude criar y además he salido de la férula férrea de sor Gabriela, cuya manera de llevar el convento tanto difiere de la de la madre Teresa, que en paz descanse. Ahora vivo en la casa de atrás junto a la salida del huerto bajo, y aunque trabajo para las monjas no necesito estar en las cocinas ni recibo órdenes de nadie; en tanto la lavandería funcione y las cosas estén a tiempo, ninguna persona me dice cómo debo hacerlas.
Paso ahora a informaros de los sucesos acaecidos y que creo serán de vuestro interés.
Leonor casó finalmente con aquel correo del que os hablé tras la jornada de Carrizo de la Ribera, y que hacía la posta casi siempre hacia Portugal, recorriendo en muchas ocasiones los caminos desde Astorga hasta Braganza. Hace un tiempo me hizo llamar y fui a visitarla a su antigua casa, vos ya me comprendéis, y allí compartimos durante la estancia nuevas y noticias. Voy directamente a lo que creo os atañe.
Resulta ser que en una ocasión antes de su boda, su marido socorrió a un moribundo al que unos malhechores habían apalizado, dejándolo tirado en el claro de un bosque junto a una vereda. El fraile, pues tal era la condición del individuo, era un carmelita que al decirle Marcelo, que así se llama el marido de Leonor, que lo iba a trasladar a un convento del Carmelo que estaba próximo y cuya ubicación conocía, intentó rebelarse, cosa que él atribuyó a las guerras de los calzados y los descalzos tan comunes en estos días. El caso fue que atravesándolo en el arzón de su caballo, pues estaba con un pie aquí y otro allá, lo dejó en la puerta de dicho convento, en medio de la noche, tras tocar la campana para que alguien se hiciera cargo de él y cuidar, desde un escondrijo, que el hombre fuera recogido; Marcelo iba a su avío y no le convenía dar explicaciones sobre el suceso que le pudieran acarrear problemas o retrasos.
Cuando llegó a su destino y al vaciar sus alforjas, observó que en una de ellas le habían depositado un códice antiguo que parecía haber pertenecido a un copista o miniador que trabajaba para la Suprema y que, sin duda, había pasado a manos del fraile. Tened paciencia porque entiendo que por el momento no os explicaréis en que os atañe todo lo que os estoy relatando. El códice estuvo mucho tiempo guardado en poder de Marcelo como una de las pocas cosas valiosas, dada su antigüedad, que podía poseer; no viene al caso cómo ocurrió, pero en cierta ocasión la fortuna hizo que fuera desencuadernada, en parte, una de sus tapas de cuero, y así observó Leonor que, oculto en ella, se hallaba una página de papiro egipcio arrancada de otro libro en la que se podían observar, perfectamente dibujadas y coloreadas, las manchas halladas en la piel de judíos que fueron condenados por el Santo Oficio. (Ahora viene el tema que os interesa.) Una de esas manchas, como podéis observar por el documento que os adjunto, es exactamente igual a la que vos tenéis y perteneció a un rabino apellidado Lacrima-Dei que fue quemado en Lisboa hace más de doscientos años y cuyo nombre leído al revés se convierte en: «Yed-Amircal», y que es el que figura en la primera página del códice.
Catalina transpiraba copiosamente.
Atended ahora, no os puedo decir de dónde sale mi información, pero os puedo aseverar que don Martín de Rojo, cuyo cargo en San Benito de sobra conocéis, también tiene la tal señal en un hombro, que por cierto es inconfundible ya que no se parece a ninguna otra y, como la vuestra, es un ojo de color escarlata del que manan tres pequeñas lágrimas. Atad cabos y ved las circunstancias que os atañen en tan extraordinaria historia y que confluyen, de alguna manera, a aclarar los orígenes que tan desesperadamente andabais buscando.
Otra extraña circunstancia que viene al caso es la que os relato a continuación, y cuya validez avala la carta que también os envío. En ella podréis ver el interés y empeño que, al parecer, mueve al secretario provincial de la Suprema, don Bartolomé Carrasco, por impedir que don Martín de Rojo consiga ingresar en una de las órdenes de caballería. Dicha misiva iba duplicada: la primera dirigida al obispo y la otra a aquel caballero de la cara cortada cuya sola presencia en la corrida de Carrizo de la Ribera hizo que don Diego de Cárdenas cayera de su caballo y su ayo tuviera un grave percance. No llego a comprender la inquina que mueve los hilos de tantas intrigas, pero me consta que el bueno del doctor Gómez de León murió, tras un encierro de dos años, en las mazmorras de la Inquisición y que el de la cara cortada estuvo en San Benito haciendo preguntas sobre «aquella aspirante» que huyó, tildándola de endemoniada y achacándole la muerte de la madre Teresa.
Marcelo es correo de posta del Santo Oficio y Leonor teme ser visitada de nuevo por la Suprema. Como sus dos hijos constituyen para ella su motivo de vida, me rogó que guardara yo todos estos documentos por si algún día pudiéranle servir para defenderse de cualquier insidia o pudieren ayudar, caso de ser necesario, a la familia que tanto hizo por ella. Es por este motivo que me los entregó para que yo los conservara, pero opina Antón que son demasiado comprometedores para guardarlos en San Benito y, por otra parte, creo que os interesan más a vos que a cualquier otra persona.
No sé si he hecho bien en cargar sobre vos tanta inquietud pero se me ocurre que todo ello os puede ayudar en vuestros empeños; si no fuera así, perdonadme y deshaceos de todo cuanto os envío. De cualquier manera no dudéis de mi buena fe ni del cariño que os profeso.
Sin otro particular, recibid un abrazo de vuestra buena amiga.
Casilda Peribáñez
P.D.: Rivadeneira está en la Corte hace ya un mes y fuese a ella tras hacer unos dibujos de persona harto conocida por vos. (Esto último lo sé por Fuencisla, que es la que hace la limpieza de sus habitaciones y cuya relación de amor y odio continua.)