Catalina la fugitiva de San Benito (75 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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La tarde era cálida y se había puesto a tender la colada en las cuerdas que para ello tenía tiradas al final del cultivo; por la noche esperaba la llegada de su hombre.

La falta de ruido en el interior de la casa la alarmó, ya que teniendo su hijo mayor un amiguito invitado la carencia de sonidos le inquietaba más que oírlos pelear o discutir. Su pequeño estaba en el capazo bajo la morera, tranquilo y feliz; por lo tanto el peligro no podía venir por ese lado. Pero su experiencia le decía que un largo silencio era preludio de que algo misterioso estaban tramando. Dejó a la sombra del árbol el capazo de mimbre y tras secarse las manos en el delantal, entró en la casa. En el hogar no había nadie. Entonces los oyó cuchichear en su dormitorio; se acercó de puntillas y los sorprendió. Estaban sentados en el suelo y habían rasgado la cubierta de piel del único libro que tenían en la casa, y que era el orgullo de su marido ya que nadie en la vecindad tenía otro. Su grito los dejó helados y sin capacidad de reacción.

—¿Qué estáis haciendo, malandrines? ¿Es que no puedo dejaros solos sin que hagáis alguna fechoría?

Ya se iba a quitar la zapatilla para arrear una buena zurra a los conspiradores cuando ambos salieron pies para que os quiero, casi por debajo de sus sayas, ganando la puerta de la calle.

Leonor se agachó y tomando amorosamente el maltratado volumen entre sus manos, lo llevó a la mesa de la cocina por ver, en lo posible, de arreglar el desaguisado. ¡Qué disgusto iba a tener Marcelo! El tomo estaba en su poder desde antes de su matrimonio y la historia era harto curiosa: en uno de sus últimos viajes encontró a un fraile muy mal herido por unos bergantes al que, pese a sus protestas, tuvo que dejar a la puerta de un convento del Carmelo a fin de que los monjes lo recogieran y cuidaran, ya que su circunstancia no le permitía hacer otra cosa. Cuando ya hubo galopado muchas leguas, en el fondo de su alforja halló el volumen que, sin duda, había colocado allí el moribundo. Era absurdo intentar regresar, amén de que hubiera necesitado dar demasiadas explicaciones, cosa que por otra parte tampoco le convenía. Entonces decidió quedarse con el libro, ya que era prácticamente imposible devolvérselo a su dueño. Cuando ya fueron matrimonio, contó la extraña historia a su mujer y siempre tuvo el tomo como algo valioso y único.

Leonor calibró el estropicio. Habían despegado el cuero de la tapa, pero no parecía faltar hoja alguna. En la primera página podía leer aquella misteriosa leyenda que tantas veces había llamado su atención: «Bajo la piel residen las dos falsarias juntas, la vida y la muerte», y firmaba Yed-Amircal. Dejó sobre la mesa el volumen y salió al huerto para recoger a su hijo pequeño, pues la tarde ya se iba y el relente del río no era bueno. Su cabeza rumiaba la manera de hacer algo que aliviara el disgusto que iba a tener Marcelo y por asociación de ideas se dispuso a limpiar los tres objetos de plata que, junto con el códice, era lo más valioso que poseían: una hermosa bandeja, regalo de bodas de doña Beatriz de Fontes, que había acompañado a la generosa dote que le había asignado don Martín, una cajita de rapé y una palmatoria. Buscó los útiles apropiados para ello y se dispuso a trabajar. Comenzó por la bandeja y cuando la tuvo refulgente la colocó vertical sobre la mesa y apoyada en la pared y prosiguió con lo demás. A la media hora todo brillaba. Entonces tomo el códice y sin darse cuenta lo abrió por la tapa de cuero y lo vio reflejado en la bandeja; adherida al forro de piel, entre él y la tapa de cartón se veía una hoja escrita que al quedar las letras del revés era ilegible. Cuando ya se disponía a dar la vuelta al libro, observó que la firma era la misma que había en el exterior pero que colocada de aquella manera, además de poderse leer, decía otra cosa: «Yed-Amircal» se transformaba en «Lacrima-Dey.» Entonces dio la vuelta al libro y sus ojos recorrieron la siguiente inscripción: «Caminante: este manuscrito pertenece a la familia de los Yed-Amircal, libreros de Estambul, plaza de Solimán, núm. 13. Si eres una alma de Dios, házselo llegar. Si así lo haces, que el Dios de Israel bendiga los pasos que des en este mundo.»

Leonor se asustó e instintivamente cerró la puerta de su casa. Tenía todavía fresco en su mente el recuerdo de aquel desagradable individuo haciendo incómodas preguntas, y conocía las terribles consecuencias que podía reportar el menor trato con temas judaicos. Luego volvió a la mesa y extrajo con sumo cuidado la hoja suelta que había entre la cubierta de piel que despegó su hijo y la tapa de cartoncillo.

Cuando la tuvo ante sus ojos, le dio la vuelta y vio una serie de nombres, y al lado de cada uno de ellos un dibujo hecho con suma maestría y cuidado: al lado del nombre de «Lacrima-Dey» se veía coloreada en escarlata una mancha que era talmente un ojo del que manaban tres lágrimas. Esta visión retrajo su recuerdo de aquel lejano día: tenía quince años y solamente sabía de la vida lo que había oído en las charlas de las mujeres de servicio de la casa; además, hasta aquella fecha don Martín había sido muy bueno con ella y a él debía el saber leer y escribir. Pero la mancha, sin duda, era la misma que él tenía en el hombro y que pudo ver claramente, a la luz del fuego de la chimenea, en tres ocasiones. Sin embargo, dadas las circunstancias en la que la pudo observar, jamás pudo hablar de ella a nadie ni admitir, cuando lo afirmó María Lujan en la feria de Carrizo, que ella había visto otra semejante en otra persona.

Cerró el libro con la hoja dentro y lo puso a buen recaudo en la alacena, dentro de una gran marmita. Luego tomó un mantón, se lo echó sobre los hombros y fuese a buscar a su hijo mayor, que sin duda se había escondido en casa de su amiguito; eso sí, sin el menor ánimo de castigarlo y ni tan siquiera de reprenderlo. Su mente cavilaba, y de repente comprendió la frase de la primera página; si lo descubría alguien, bajo la cubierta de piel de aquel libro convivían la vida y la muerte.

Laberintos

Tras enterarse a través de sus informantes de que el doctor Gómez de León había fallecido, el portugués, siguiendo las tajantes órdenes de su ilustrísima el obispo Carrasco, había encaminado sus pasos a San Benito.

Había ya entrevistado a la partera y a la ex doncella de doña Beatriz de Fontes y le quedaba por visitar a Casilda Peribáñez. Luego debía encontrar a aquella maldita monja a la que la tierra parecía haberse tragado.

Fleitas había diseccionado la situación y había llegado a unas conclusiones irrebatibles. Si la comadrona sostenía que el fruto del último parto de doña Beatriz de Fontes había sido una niña y la criada y el ama sostenían lo contrario, podían darse dos circunstancias: la primera que alguien mintiera, cosa poco probable ya que a ninguna favorecía tal embuste, y la segunda que las tres obraran de buena fe, es decir, que cada una se afirmara en lo que creía era la verdad.

En el momento del parto la comadrona era la única que estaba presente y en aquel instante lo que tuvo en sus brazos fue una hembra. Cuando la doncella entró a velar a la parturienta, es incuestionable que lo que dormía en el moisés era un varón, y de eso estaba segura la mujer de Marcelo Lacalle; por lo tanto su fino olfato de perro perdiguero le señalaba que en aquel breve lapso de tiempo habían cambiado a la criatura. ¿A quién convenía el cambio? Sin duda a don Martín de Rojo, que lo había permitido, y la evidencia era que el resultado final de todo aquel embrollo era que lo que había amamantado finalmente el ama fue un niño.

Para más evidencia, la única persona que había estado antes, durante y después, y que por tanto estaba al cabo de la calle de todo lo acaecido aquella noche, era el hidalgo. ¿Quiénes fueron sus cómplices? Sin duda su amigo, el recién fallecido doctor Gómez de León, y su querida hermana, la antigua priora.

Fleitas se preguntaba si alguna desavenencia entre ellos dos habría desencadenado la extraña muerte de la madre Teresa y estaba dispuesto a que ningún dato que pudiera hallarse en el convento le pasara inadvertido.

Había llegado al atardecer del día anterior y luego de presentar sus credenciales había sido invitado a pernoctar en la abadía. Por la mañana asistió a maitines y a laudes con la comunidad y tras conversar largamente con la priora, llegó a la conclusión de que la persona que más datos le podía facilitar sobre la evadida postulanta era el fraile del convento, el reverendo Julián Rivadeneira.

Se habían citado en el huerto al lado del riachuelo después del refrigerio del mediodía y, tras cruzar unas pocas palabras, ambos supieron que eran lobos de la misma carnada.

El hábito pardo del fraile y los negros ropajes del portugués se reflejaban en la mansa corriente de agua mientras ambos paseaban por su ribera.

—Como comprenderéis, excelencia, desde el primer día alerté a sor Gabriela sobre la prioridad absoluta de dar con el paradero de esta descarriada no sólo por devolverla al redil, sino por el peligro que para la pureza de la fe representa que esté ahí fuera contaminando inocentes criaturas.

—Y ¿qué pasos se dieron para ello?

—Uno de los primeros fue avisar a su ilustrísima, pero pienso que al principio no se le dio al hecho la importancia que finalmente parece habérsele dado. Ahora, si de mí hubiera dependido, habría puesto en pie cuantos medios se precisaran. Yo sé de sus facultades diabólicas, aunque entiendo que al principio se creyó que era la mera fuga de una monja, tal vez por amoríos u otras irrelevantes circunstancias que normalmente concurren cuando un hecho de esta índole acontece, por desgracia, en los días que corremos con demasiada frecuencia.

—Me consta que su excelencia reverendísima puso en marcha el procedimiento y comunicó inmediatamente a quien correspondía el triste suceso para que se tomaran las medidas pertinentes.

El de Fleitas no permitía que un ápice de culpa rozase el borde de la loba de su generoso protector.

Rivadeneira, que entendió que llevado por sus deseos quizás había sido demasiado vehemente, recogió velas.

—Entendedme, ¡por Dios!, nada he de decir de la probidad y celo del eminente protector de este convento. Pero vos y yo somos conscientes de la lentitud burocrática de estos procesos: entre que se emiten los informes oportunos, los correos hacen los caminos y se dan las correspondientes órdenes pasan los meses, éstos se convierten en años y los enemigos de la fe tienen tiempo de pertrecharse y ocultarse y luego todo es mucho más dificultoso.

—En este punto os tengo que dar la razón. Y decidme, paternidad, ¿cómo era la tal Catalina?

—¿Os referís a su físico o a su espíritu?

—A ambas cosas, que todo ayuda a conformar la idea que me debo hacer de su personalidad si pretendo encontrarla.

—En primer lugar os hablaré de su psique ya que, como sabéis, todos somos según la conciencia que nos motiva.

—Os escucho.

—Desde muy pequeña mostró un inconformismo y una rebeldía impropia de sus pocos años. Sor Gabriela podrá contaros anécdotas y facetas de su carácter que son impropias de una muchacha. Desde siempre fue zurda y, como sabéis, la izquierda es la mano de Lucifer. A veces su espíritu parecía abandonar su cuerpo y quedaba ida, como si no estuviera; su sola presencia era capaz de transformar el natural pacífico de las bestias domésticas de nuestro Señor en instinto maléfico. Y el día que desapareció, su huida no puede explicarse en términos humanos y la prenda que dejó en su celda no deja lugar a dudas: ya sabéis que una mata de su negro pelo fue el pago que ella entregó a Satanás a cambio de su ayuda.

Ambos hombres se persignaron.

—Y en cuanto a su físico, ¿qué me podéis decir?

Los ojos de Rivadeneira se iluminaron.

—Era más que esbelta, espigada. Sus ojos garzos le ocupaban la mitad del rostro, su pelo era negro y sedoso... la sonrisa era hechicera y su piel era como el alabastro.

—Parece que su paternidad la conocía bien.

La boca del portugués, debido al costurón que le cruzaba la mejilla, presentaba una mueca torcida que pretendía ser una sonrisa. El otro comprendió que tal vez se había sobrepasado en su descripción.

—A todas mis ovejas describiría con igual pasión.

—Comprendo.

—¡Os la puedo dibujar!

El portugués lo miraba con desconfianza.

—¿Que pretendéis insinuar?

—¡No insinúo, excelencia, afirmo! Una de mis aficiones favoritas es la pintura. Los cuadros que habéis visto en el refectorio son obra mía.

—Y ¿seríais vos capaz de pintarla de memoria?

—No sería una pintura del aposentador
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real Diego de Silva y Velázquez, pero un boceto que reflejara la finura de sus facciones sí soy capaz de hacerlo.

—Pues poneos a la tarea de inmediato. Será de gran ayuda para mí y para los colaboradores que me auxilien en tal cometido el ver, por fin, el rostro de la persona que buscamos con tanto interés. Mas se me ocurre, al hilo de lo que os digo, otra cosa que puede ser definitiva.

—Os escucho.

—Siendo así que tan bien la conocéis y siendo vos la persona que mejor la puede identificar, se me ocurre que sería bueno que recabara de su ilustrísima el correspondiente
placet
para que os desplacéis conmigo a la Corte, que sin duda es el lugar donde todo el que pretenda ocultarse mejor se puede esconder. Es muy importante, en estas cuestiones, adelantarse a los pasos del cervatillo si queremos cobrar la pieza.

—Nada podría ser más de mi agrado.

—Entonces, paternidad, haced vuestro boceto y preparad el equipaje. Yo corro con la responsabilidad de la decisión. A la vez que partimos, enviaré a Astorga un correo demandando el permiso del prelado.

—¿Y si lo negare?

—Dejadlo de mi cuenta, y hablando de otra cosa, decidme, ¿cómo es esa tal Casilda a la que debo interrogar?

Los dos hombres habían llegado al final del huerto y estaban junto a la tapia del fondo al lado de los alambres del tendedero.

—Ahí la tenéis —dijo el fraile, señalando con el dedo a una mujer recia que, arremangada, en aquel instante estaba colgando en las cuerdas la colada de las monjas.

El portugués posó sobre ella su circunspecta mirada.

—Me refiero a su carácter.

—Como su físico, dura y decidida; no se asusta fácilmente. Notaréis, cuando la interroguéis, que aguantará vuestra mirada.

Al cabo de un cuarto de hora, Casilda era llamada a la presencia del familiar, que la esperaba en el locutorio.

El viento transportaba las noticias a través de las paredes de la abadía. Cuando la mujer fue reclamada por el portugués ya sabía que alguien del Santo Oficio había llegado el día anterior y que recababa información sobre Catalina. Casilda siempre había supuesto que aquello ocurriría algún día, y mil veces se había preparado para la ocasión. Su confidente, desde la feria de Carrizo, era Antón Cifuentes. Por otra parte, en más de una oportunidad había intentado Fuencisla sonsacarla sobre la huida de la muchacha, sin que ella soltara prenda. Llegó al locutorio tranquila pero en guardia, tocó con los nudillos en la hoja de la puerta esperando la voz que autorizara su entrada y cuando escuchó el «¡Adelante!» se introdujo en la estancia.

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