Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
El doctor Carrasco se levantó para alimentar la gran chimenea añadiendo un par de troncos, luego aventó las brasas con el soplillo y cuando ya prendió el fuego trasladó el sillón a su vera y prosiguió su recorrido mental. Recordaba que, cumpliendo el mandato de su madre, tomó sus cuatro pertenencias y se dirigió a Quintanar del Castillo, que distaba de la silvestre tumba unas doce leguas; durmió al raso y se alimentó de la caridad de las buenas gentes, y poco a poco se fue informando de lo que le interesaba. Una mañana se apostó junto al muro de la casa solariega de los Rojo y esperó paciente pegado al portalón del jardín. Al fondo tendían ropa, riendo y bromeando, dos jóvenes criadas y en un gran cesto colocaban la que iban recogiendo. Él esperó. La mañana fue transcurriendo hasta que, finalmente, se abrió la cancela y apareció al fondo del caminal el hidalgo a caballo; hacía mucho calor, él calzaba unos zuecos y vestía únicamente una calzas de pana sujetas al hombro por un tirante en bandolera; recordaba que cuando se cruzó ante el caballo le temblaban las piernas. El caballero detuvo al corcel y le conminó a hacerse a un lado; él restó, obstinadamente, inmóvil en medio del paso. Finalmente le preguntó quién era y qué quería; entonces, cumpliendo la promesa hecha a su pobre madre agonizante y sin decir palabra, mostró al hombre con su dedo índice la señal que desde que nació tenía en la espalda. El hidalgo se inclinó sobre el arzón de su montura para mejor ver; primeramente se puso serio, luego sonrió y entonces, descabalgando, lo acompañó dentro de la casa y lo condujo a las dependencias de la servidumbre, donde le dieron de comer y vestir y allí se quedó unas semanas.
Nadie le decía gran cosa y tampoco se le prodigaba una atención excesiva. De esta manera se fue enterando de muchas noticias, pues no hay lonja ni mentidero más fecundo que las cocinas y estancias de los criados si alguien quiere escuchar y es lo suficientemente listo para pasar inadvertido, y él tenía una mente despiertísima y el don camaleónico de mimetizarse entre las ollas y los calderos. Así que se enteró de la vida y milagros de aquel libertino y de cuantas hazañas a él se atribuían: que don Bernardo de Rojo era déspota con sus renteros y despiadado con los inferiores, y que lo que más ansiaba era que su esposa, que por cierto tenía todas las cualidades que a él le faltaban, le diera un primogénito. Entonces en su entraña nació un odio profundo hacia aquel hombre y todo lo que representaba. Algo interior dentro de su corazón le decía que era la causa de su desgraciada vida y de la muerte atormentada de su pobre madre; el único aserto que tenía era la certeza de que su mancha carmesí tenía algo que ver en todo ello. Luego el tiempo se le echó encima y los acontecimientos se precipitaron.
Un mes había transcurrido cuando vino a hacerse cargo de él un dominico que se lo llevó al seminario de la orden y que fue, a lo largo de los años, la única persona a la que realmente debió algo en toda su vida. El padre Atanasio Adama se dio cuenta rápidamente de su agudísima inteligencia y de su prodigiosa capacidad para acumular datos. Cuando lo anotaron en el libro de registro, lo hicieron con unos nombres que nada tenían que ver con el de Rojo pero sí con los que el hidalgo ordenó que le asignaran. Fueron los de un deudo al que don Bernardo, a cambio de su adopción legal, condonó una antigua deuda y de esta manera le prestó sus apellidos.
Creció y se aplicó en el noviciado de tal forma que rápidamente despuntó entre sus iguales. Su portentosa memoria asombraba a propios y extraños hasta el punto de que en los capítulos de la orden recitaba fácilmente pasajes enteros del Génesis sin saltarse un solo nombre, y así fue que al hacer sus votos lo asignaron al archivo general del Santo Oficio. Su tarea consistía en copiar todos aquellos procedimientos que, de alguna forma, habían dejado suficientes rastros para poder seguir en ellos apellidos y características de gentes posteriores con el fin de tenerlos vigilados por el tribunal de la Santa Inquisición, hasta ocho generaciones y por la mera culpa de que uno de sus ancestros fue condenado a la hoguera. Cayó en sus manos, en esta búsqueda, un códice cuyo epígrafe era: «Manchas del diablo y otras huellas que éste deja en el cuerpo de sus fieles para distinguirlos en éste y en el otro mundo», trazado con sumo cuido y esmero por un iluminador de libros santos que tenía un don especial para aquella delicada tarea. Al lado de cada mancha perfectamente dibujada y coloreada rezaban los nombres del poseedor de la misma, la explicación de su proceso, dónde y cuándo había sido condenado a la hoguera y el porqué: «Relapso»
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, «Falso converso»
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o
«In absentia»
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o «Brujería».
Una mañana su corazón casi se detuvo... En el margen izquierdo del pergamino, perfectamente dibujada y coloreada estaba, ante sus asombrados ojos, la misma mancha que tenía él de nacimiento en la parte posterior de su hombro, y junto a ella un escrito que relataba el proceso del judío relapso quemado por ello en Lisboa hacía más de doscientos años, en tiempos del rey Juan III. Miró a ambos lados y tras asegurarse de que estaba solo, arrancó la hoja del viejo códice con mucho tiento y la guardó entre sus notas; a partir de aquel día la llevó consigo en su caja fuerte como el más arcano de sus secretos, no sin observar que en algún lugar debía de existir otra copia, pues un gran número 2 de color negro destacaba fuertemente en el lomo del volumen. El nombre del judío condenado era Jacob Lacri-Madei Gonsalves.
Su poderosa mente trabajaba como fuelle de herrero y siguió recordando... Tendría veinticuatro años, y era ya coadjutor del obispado, cuando tuvo noticias de que don Bernardo de Rojo había entregado al diablo su alma pecadora. Él necesitaba tener la certeza de que aquella inmensa desgracia le había sobrevenido por parte de los Rojo. Si no, ¿qué sentido tenía que su pobre madre, a punto de morir, le enviara a encontrarse con aquel maldito y a mostrarle el estigma de su espalda? Pero necesitaba la evidencia. Recordaba... Pidió un
placet
a su superior y partió de viaje. Vistióse con ropas seculares y llevó a cabo algunas indagaciones y pesquisas que le descubrieron primeramente el lugar donde habían enterrado a su presunto y odiado progenitor, y posteriormente que tenía dos medio hermanos, caso de que la primera premisa se confirmara. Contrató entonces los servicios de un villano de las cercanías y llegóse al camposanto; allí abrió la tumba y dando la vuelta al cadáver pudo comprobar que, en el mismo exacto lugar que él, lucía el difunto la misma marca. Luego las cosas se complicaron. No tuvo más remedio que enviar al otro mundo a aquel malandrín que tras oficiar de sepulturero había pretendido chantajearlo. Y ahora, al cabo de los años, aquel perro de presa portugués al que había colocado sobre la pista de su medio hermano don Martín de Rojo, a fin de vengar en él lo que no pudo vengar en el padre de ambos, removiendo y buscando había encontrado en algún lugar la copia del códice que él en su día no pudo hallar, volviendo a aparecer el dibujo de la mancha maldita y el nombre del condenado. Aunque posteriormente, como en su caso, alguien había hurtado la comprometida hoja que, sin duda, estaba en algún lugar. De cualquier manera, Fleitas la había visto.
Su lucha interior era terrible. Por una parte los deseos de venganza que abrigaba en su corazón contra aquella familia eran imperecederos, pero por otra no le interesaba que alguien hurgara en el pasado de aquellos malditos, no fuera que el Santo Oficio se metiera por medio al escrutar su limpieza de sangre, puesto que al pretender el de Rojo, a fin de escapar de sus deudas y penurias, ser nombrado familiar de la Santa Inquisición, alguien del tribunal que sin duda designarían al hacer el prolijo expediente podría toparse con aquel estigma y buscar su origen por si hubiere algo de turbio en el pasado... y por un casual, asociarlo con él. Cosas más extraordinarias y peregrinas había visto a lo largo de su dilatada vida persiguiendo judíos conversos.
Él y solamente él era el que tenía que vengar a su madre y acabar con el peligro que podía representar aquella familia, sobre todo aquellos de sus miembros que estuvieran marcados con la mácula. Su existencia estaba además llena de claroscuros, y sobre todo era consciente de que su juventud no había sido particularmente ejemplar. Varias gentes habían podido ver su mácula. Recordaba una mula del diablo
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con la que se regodeó varios años mientras estuvo en la parroquia de San Ginés, y que siempre le embromaba preguntándole «de qué ganadería era su hierro», refiriéndose a la huella de la espalda; todos los ayudas de cámara que tuvo a lo largo de su vida; luego estaban los tres físicos que le atendieron cuando se acercó a ellos a fin de indagar si era posible borrar aquel estigma, y dos le respondieron que no era bueno enconar aquellas manchas ya que algunas de ellas devenían al cabo de un tiempo en un mal que agredía al cuerpo y desencadenaba la caquexia, mientras que el tercero sostuvo que aquellas miserias, si se intentaba extirparlas, volvían a salir mayores, más coloreadas y en el mismo lugar. En fin, una cantidad de personas que en un momento dado podían denunciar su lacra por miedo o por venganza. Todo aquello le desazonaba y le iba a obligar a mover sus fichas con mucho tiento para lograr su empeño, llevar a cabo su desquite y no salir trasquilado de aquel lance. Nada ni nadie se iba a interponer en su camino hacia el capelo cardenalicio.
El doctor Gómez de León esperaba que se abriera la cortinilla de la celosía del locutorio de las monjas del convento de San Benito. Había acudido solícito al requerimiento de su amigo, Martín de Rojo, al que habían dado aviso de que su hermana, la priora, estaba de nuevo enferma. Unos pasos sonaron lejanos y se fueron aproximando pausadamente; la cortinilla se descorrió y tras el enjaretado apareció la figura de sor Gabriela de la Cruz, con el velo recogido y la cara descubierta.
—Dios os guarde, doctor.
—Él lo haga con vuestra maternidad —respondió éste poniéndose en pie.
—Os he requerido por mediación de don Martín de Rojo porque la salud de la priora, su hermana, está muy quebrantada y cada día la veo con menos ánimos.
—La madre tiene los años que corresponden más a los trabajos que ha llevado a cabo que a su verdadera edad. La última vez que la visité, si no recuerdo mal, ya le receté un reconstituyente a partir de miel de abeja y extracto de yerbas salvajes y una dieta de lentejas y espinacas para subirle el hierro. Pero me temo que no hace mucho caso a mis dictados.
—Ahora sí lo hará. Me ocuparé personalmente de que así sea. Sus males ahora son otros; su naturaleza le falla durante el sueño y por las noches moja la cama.
—Tendré que verla. Pero mal remedio tiene lo que me contáis.
—Entonces, si os parece, pasad a visitarla. Ahora os recogerá la tornera y os conducirá a su celda, yo os esperaré allí.
Tras estas palabras, sor Gabriela se levantó y cerrando la cortinilla del locutorio se alejó a fin de aguardar al médico en la celda de la priora. El galeno esperó unos minutos y sor Úrsula apareció para conducirlo.
—Si vuesa merced tiene a bien seguirme.
El viejo doctor se puso en pie y tomando su maletín partió con la monja que lo precedió, naves y pasillos atravesando, hasta la celda de la priora. El ascético aposento exhalaba un fuerte olor a amoníaco, que detectó al instante el experimentado olfato del galeno. Aquello tenía mal pronóstico, y más tratándose de una monja. Gómez de León dejó su maletín sobre la mesilla y se acercó diligente junto al lecho de la enferma. Ésta, con un rictus dolorido, estaba recostada sobre dos almohadones; el médico aproximó un escabel junto a la cabecera y le habló solícito, intentando mostrar un talante optimista.
—Qué ocurre, priora, a su maternidad le gusta por lo que se ve asustarnos.
—Nada más lejos de mi intención. Si supierais cuanto me incomoda molestar a los demás...
—Veamos, pues, qué males os aquejan.
—Diría como Hesiodo, «los trabajos y los días», eso es lo principal. Pero de eso no me quejo. Lo que realmente me acongoja, amigo mío, es ese descontrol de mis fluidos, cuya consecuencia recae en mis hermanas, y ese cansancio que me invade; todo se junta y me impide realizar las tareas que a mi cargo competen.
—Pero, por lo que me explica sor Gabriela, lo primero no os ocurre de día.
—Una priora tiene muchas obligaciones nocturnas, entre otras, dirigir los rezos de la comunidad. Mi fracaso viene cuando el sueño me vence, entre una y otra plegaria; entonces mi conciencia no rige y mi voluntad no controla mi cuerpo.
—Y, aparte de eso, ¿con el régimen que os receté vuestro tono vital ha mejorado?
—Días hay de todos los colores, pero por lo común sólo el Señor sabe el esfuerzo que debo realizar para cumplir tareas que antes no sólo no me costaba el hacerlas, sino que incluso me complacía en ellas.
—Permítame su maternidad. —Diciendo esto, el buen doctor acercó su mano al rostro de la madre Teresa y con la yema del dedo pulgar le bajó el párpado inferior de ambos ojos, observando atentamente.
—La sangre no tiñe demasiado vuestro interior; algo habrá que hacer para enriquecerla. Veamos, ¿cuántas veces, durante la noche, os ocurre el incidente?
—Tres, quizá cuatro, depende.
El doctor se frotó la barbilla, un gesto en él habitual, y levantándose se aproximó al escritorio de la priora.
—¿Me permitís usar vuestros útiles?
—Disponed.
Sentóse el galeno y tomando la pluma de ganso que allí había, la limpió concienzudamente con una gamuza a ello destinada; luego, en tanto afilaba la punta con una pequeña navaja de mango de marfil comentó en alta voz:
—Reverenda madre, con el debido respeto y en mi opinión tenéis, en primer lugar, una hipocondría histérica, y en segundo una incontinencia nocturna amén de unos ahogos, producto tal vez de las humedades que la evaporación del agua del río que pasa por el monasterio proporcionan; o tal vez vuestro organismo retiene el agua en demasía, ayudado todo ello porque vuestro cansado corazón os dice que es hora ya de que le descanséis de sus muchos trabajos. Vayamos por partes y hablemos de lo primero. Durante el día, la primera os ocasiona esa pereza de la que me habláis y genera esas pocas ganas de hacer cosas, siendo como es que vuestra reverencia siempre fue muy activa; mas durante la noche, estando relajada y poco vigilante afecta vuestros controles, y eso hace que tengáis episodios nocturnos molestos y engorrosos. Bien, veamos lo que podemos hacer.