Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—¿Y qué fue de
Primoroso?
—Nada se pudo hacer. Murió allí mismo —respondió Diego.
—A él más que a mí le debéis el estar con vida. —Dos lágrimas peregrinas descendieron por los marcados surcos del rostro de granito del veterano soldado.
—No os duela, ayo, murió en la batalla, como a él le hubiera gustado si le hubiere sido dado escoger. Y si el buen caballo tuviera que haber elegido entre vuestra vida y la suya, seguro que hubiera optado por salvar la vuestra.
—Lo sé, Diego, pero yo crié a ese animal desde que era un potrillo y siento no haber sido más diestro para haberle evitado ese mal paso. Bien, lo importante es que vos no recibisteis daño, y ésa y no otra es la obligación de un buen padrino. Y ahora sí que os agradecería que apagarais el pábilo del candil y me dejarais solo, ya que siento que la cabeza me va a explotar con todo lo que habéis metido dentro de ella. Voy a intentar reposar un poco.
—Lo lamento, ayo, tal vez me he excedido en el tiempo.
—No, Diego, necesitaba saber todo lo ocurrido. Por lo visto nos salvamos la vida mutuamente, pero el cambio no es parejo. La vuestra es joven y lo tiene todo por vivir, e intuyo que estará llena de lances gloriosos; en cambio la mía es «un río llegando a la mar», como dice Manrique. Ya lo vi todo, ya lo hice todo. Cuando el de arriba tenga a bien llamarme, le tendré que mostrar una alforja repleta de entuertos y lances desafortunados que proporcionaron a muchos prójimos dolor y pesar. No valía la pena que os jugarais la vuestra a cambio de la mía.
—¡No quiero oíros decir mendacidades semejantes! Sois el ser más generoso que he conocido a lo largo de mi vida.
—Vos que me queréis bien apagad el candil y dejadme con mi conciencia, que ella y yo tenemos un diálogo pendiente.
Diego se levantó del escabel, tomó el palitroque con la capucha de metal y tras aplicarla a la llama del candil y dejar la estancia en penumbra, salió del cuarto.
¿Y decís que el individuo tiene una inmensa nariz, la piel muy blanca y una despejadísima frente, amén de una gran cicatriz que le cruza el rostro?
—Así es, señor, y no era la primera vez que me visitaba.
—Y ¿cómo es que nada me dijisteis de su anterior visita?
—Estabais en León y no os vi en muchos días. A vuestro regreso ni me acordé, amén de no darle más importancia. Además estuvo amable y al hacerme preguntas se dirigía a mí con un hablar dulce, parecido al galaico. Cuando me sermoneaba y me rogaba que hiciera memoria, me llamaba «rapaza» o «filliña».
El viejo doctor se mesó cariacontecido la barba. Llevaba dos días sin visitar a sus pacientes ni recibir visitas en su domicilio a causa de un rebelde catarro que lo tenía postrado en su viejo sillón; lucía una ajada hopalanda de un tono morado muy raída en los codos, pero de buen paño de Béjar y de mucho abrigo, y en el dedo anular de su mano izquierda llevaba una solitaria esmeralda montada en oro que señalaba su profesión. Frente a él estaba en pie y por cierto muy angustiada María Lujan, su fiel partera de tantos años, que había venido a verlo para darle puntual cuenta de los dos alumbramientos a los que había asistido ella sola la última semana. La mujer vestía blusa y saya negras y una mantellina gris echada sobre los hombros; abrigaban sus piernas medias de lana y calzaban sus pies unos borceguíes de hombre muy usados, pero apropiados para caminar por malas veredas.
—Tened calma, no os atolondréis ni perdáis la serenidad. Nada habéis hecho que sea punible más que estar a mi servicio, y esto no es delito. Y, por cierto, ¿se dio a conocer el recién llegado? —indagó el cirujano.
—Esa segunda vez sí, aunque no hacía falta. Ya sabe vuesa merced que algunas personas hieden, y ésta olía a Santo Oficio por los descosidos. Hízome preguntas como quien está autorizado a hacerlas e incluso se atrevió a nombrar al Tribunal en tono amenazador.
—María, procurad recordar esas preguntas y decídmelas, a ver si entre los dos deducimos a dónde quiere ir a parar el personaje. Como sabéis, estas gentes andan siempre con rodeos y nunca afinan el tiro; más bien disparan al aire y esperan a que alguna posta atine a un somormujo y lo abata. Más aún, tiran a la bandada y les es indiferente que caiga uno u otro.
—Eso es lo que más me aterra, no sea que buscando alguna cosa me encuentren algo a mí y pague yo culpas ajenas.
El doctor Gómez de León comprendió las angustias de la pobre mujer e intentó tranquilizarla.
—No tengáis aprensiones ni toméis el paraguas cuando no hay nubes de tormenta. Yo soy el garante de vuestra conducta a lo largo de toda la vida. Tengo amigos poderosos y no os dejaría sola en ningún trance o circunstancia por los que alguien entendiera que hubierais incurrido en responsabilidad al seguir mis órdenes. Pero insisto, ¿qué os preguntó?
—Bien, pues me preguntó por mi trabajo, quiso saber cuántos años hacía que os ayudaba. Le respondí que mi madre me enseñó el oficio y que estaba con vos, al principio, supliéndola en las ocasiones que ella no podía asistiros y que a su muerte heredé su lugar. Luego quiso saber cuántos partos habíamos atendido en los aledaños de Quintanar del Castillo, y al verme dudar me amenazó veladamente y me dijo que a las personas que no colaboraban con la justicia convenía hacerlas comparecer ante el Santo Tribunal y que, de continuar en la misma cerrazón, un par de vueltas de mancuerda en el potro era remedio infalible para refrescar los recuerdos.
—¿Y entonces?
—La verdad, señor, me asusté. Perdóneme vuecencia, pero yo soy una pobre mujer que no quiere tener tratos con la Santa Inquisición.
María Lujan se retorcía las manos realmente atribulada.
—Proseguid.
—Entonces fui hasta el cajón de una cómoda en el que guardo una libretilla donde mediante signos, ya sabéis que no sé leer ni escribir, dibujo las cosas que me han llamado la atención de las parturientas a las que he asistido, pues guardo amistad con las de mi condición y cuando voy por las pedanías, villorrios, aldeas o pueblos donde habitan me gusta visitarlas y preguntar por las criaturas a las que ayudé a venir a este mundo.
—¿Y bien?
—Pues veréis, señor, esas marcas me recuerdan las circunstancias de cada parto, y la mala fortuna hizo que una de ellas fuera una señal en forma de ojo del que manaban tres lagrimillas.
—¿Y qué quería decir la tal marca y cuál fue ese suceso tan importante?
—¿Recuerda vuesa merced aquel parto en Quintanar del Castillo, hará ya unos trece o catorce años, en la casa de don Martín de Rojo e Hinojosa, del que nació una niña con una mancha bajo el pecho?
—Vagamente. Algo parece rondar por mi cabeza, pero no recuerdo el sexo del nacido ni la mancha a la que os referís. —El doctor se rebulló inquieto e intentó disimular.
—Pues atended bien —prosiguió la partera—. En la feria de Carrizo de la Ribera me encontré a Leonor, la criada de doña Beatriz de Fontes, esposa de don Martín, y al preguntarle por la criatura me mantuvo que era un varón y no una hembra lo que nació aquella noche. Porfiamos, pero lo que más me desorientó fue que conocí allí mismo a Casilda, que fue el ama que amamantó a la criatura y también afirmó que era un varón. Al llegar a mi casa consulté mi libreta, y la señal me confirmó que estaba en lo cierto; amén de que los hechos de aquella jornada fueron para mí inolvidables por muchos motivos, entre otros, que la de los Rojo era la primera mansión que yo veía en mi vida, que lo demás habían sido casuchas y hasta chamizos, a lo más una casa de pueblo. Todos estos detalles me ayudan a recordar perfectamente aquella fecha, y me extraña que vos no lo recordéis.
El Doctor Gómez de León había palidecido...
—Entended que, si para vos son muchos, para mí son multitud los infantes que he traído al mundo a lo largo y ancho de tantos años. Vuestra madre, que en paz descanse, empezó a ayudarme cuando apenas había cumplido los dieciséis años, y desde palacios a casuchas he asistido a cientos de parturientas y mis recuerdos ya flaquean. Pero, decid, ¿os comentó algo al respecto de esa señal que pusisteis ahí para vuestro uso particular?
—Sí, se fijó en ella largo rato y posteriormente indagó su significado.
—¿Y le dijisteis algo de este enredo?
—¡Os juro por mi vida que nada salió de mi boca! Mi intuición me dijo que con esas gentes conviene callar pues los dedos se les hacen huéspedes y de todo sospechan, y sacan punta de cosas e incidentes que nada tienen de particular más que un malentendido de mujeres. Así que le dije solamente que era una señal mía para recordar que fue mi primer parto en casa de alguien importante, por si algún día podía necesitar algún favor o recomendación, y que coloqué en la libretilla aquel ojo porque la palabra recordatorio se hallaba en los dos apellidos del hidalgo, Rojo e Hinojosa, y los tres puntos querían decir que la señora anteriormente había parido a tres hijas, pero yo no estuve en esos partos.
—Sois una mujer ingeniosa y prudente. «El miedo guarda la viña.» Dicen los chinos que «somos amos de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras». Gracias por vuestra confianza, podéis retiraros. Si os envía recado algún enfermo tened a bien avisarme, pues ya puedo reemprender mi actividad y el lunes sin falta debo estar con vos en León. Así es que recogedme a las ocho, que a la media hora partiremos.
—Esta bien, doctor, pero... no quiero partir sin descargar mi conciencia del todo.
—¿Qué es lo que os atormenta ahora?
—El hombre se llevó el cuadernillo. Dijo que había que revisarlo.
—¿Y vos lo entregasteis sin saber con qué derecho entraba en vuestra casa? No os comprendo, María.
—Me asusté mucho. Él nombró al Santo Oficio. Vuecencia debe comprender...
—Está bien, María, id con Dios.
—Con Él quedad... y excusadme si he obrado con ligereza.
—No os preocupéis. Está bien así. No le deis más vueltas, pero si os vuelven a visitar, hacédmelo saber.
Don Martín de Rojo e Hinojosa se revolvía inquieto en el asiento del coche que le conducía al palacete de don Eduardo de Alburquerque, marqués del Basto y conde de Pernambuco. Su hacienda iba de mal en peor y su situación había llegado a extremos realmente angustiosos, pero siendo ello muy grave no era, precisamente, lo principal que ocupaba su pensamiento aquella tarde fría y lluviosa del otoño madrileño. Los tiempos eran cambiantes y convenía andar con pies de plomo y obrar con gran tino si no se quería acabar como don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias y conde de Oliva, que al caer su protector en desgracia había seguido su suerte y, si bien el duque de Lerma había hurtado su cuello al verdugo al coger el capelo cardenalicio, no pudo él hacer otro tanto, y la semana anterior le habían rebanado su barbado gañote en la plaza Mayor ante todo el pueblo de Madrid. Eso sí, no hubo lonja, corrillo, estrado o mentidero de la Corte que no se hiciera lenguas de su valor ante la muerte y de su hidalguía ante el verdugo, al que había ordenado, retirándose con la mano la barba de treinta y dos meses, le entrara la daga por delante ya que el cogote era para los villanos
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Don Martín era consciente de que todo aquel que se arrimara a los poderosos que lo habían sido en la corte de Felipe III corría el riesgo de tener grandes problemas en la de Felipe IV, y que los enemigos adquiridos cuando estaban en la cumbre del poder se cobraban cumplida venganza de sus agravios cuando se perdía el favor real. Y así fue que don Rodrigo había tenido que inclinar su cerviz ante las falacias y calumnias de la madre Mariana de San José y, sobre todo, del que fuera confesor de Felipe III, el padre Aliaga. Don Martín debía ser muy cuidadoso, no fuera que el mal tiempo se convirtiera en borrasca.
El carruaje se detuvo en la puerta del palacete del de Alburquerque, situado en el Prado de Atocha, entre las calles de la Verónica y la del Gobernador, y el lacayo desdobló el estribo de la escalerilla y abrió la portezuela del simón
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a fin y efecto de que el hidalgo se pudiera apear. Don Martín así lo hizo y tras rebuscar en su escarcela entregó al hombre cuatro maravedís, que era el precio acordado, y lo despidió, ya que siendo éste un coche de alquiler no le daba precisamente lustre a su apellido acudir a la cita sin medios propios; esperó un instante a que se alejara el vehículo y cuando tuvo la certeza de que nadie de la casa podía averiguar en qué o cómo había llegado, se dispuso a subir la escalera central y golpear el portón con la aldaba que anunciaría su presencia. En tanto esperaba, su mente elucubró a qué punto habrían llegado las cosas en la Corte que importaba mucho más el continente que el contenido, y se podía no ser pero era imperdonable no aparentar. Tan metido estaba en sus pensamientos que ni cuenta se dio que se abría el portalón y aparecía un criado de impecable librea con los colores de Alburquerque.
—Buenas tardes, caballero, ¿qué deseáis?
—Tengo una cita con su excelencia el señor duque.
El criado se hizo a un lado y mientras se hacía cargo de la capa y el chambergo del hidalgo preguntó.
—¿A quién tengo el honor de anunciar?
—Decid que don Martín de Rojo e Hinojosa ha llegado.
—Si vuesa merced tiene la bondad de seguirme.
El hombre abrió la marcha y don Martín fue tras él. La mansión delataba la riqueza y el rango de su dueño; todo el mobiliario era de maderas nobles, la mayoría de las cuales procedían de allende los mares. El duque era asimismo conde de Pernambuco y las malas lenguas de la Corte murmuraban que el título se debía a un mal paso del rey, que así pago una deuda de honor contraída con el de Alburquerque y que por medio andaba el buen nombre de la duquesa doña Leonor. Los tapices y cuadros que ornamentaban las paredes no hubieran desmerecido en los aposentos del privado del rey. A través de una galería llegaron a una estancia que, por sus dimensiones y decoración, intuyó don Martín sería el gabinete privado del duque. Una gran chimenea de piedra en la que ardían grandes troncos caldeaba el ambiente, y sobre ella y en un plafón tapizado de damasco con los colores del marquesado del Basto y del condado de Pernambuco sabiamente combinados yacían dos alabardas cruzadas y un pendón desflecado y chamuscado del Tercio Viejo de Nápoles; enfrente del hogar, una gran mesa de caoba de Cuba con marquetería de palo de rosa y tras ella, haciendo juego, el sillón principal con el asiento y respaldo de cuero cordobés; frente a la misma, dos sillones menores y más bajos destinados a las visitas, y a su diestra unos anaqueles con no menos de cincuenta o sesenta volúmenes; sobre la mesa, los trebejos de la escritura y un Cristo crucificado sobre un terciopelo rojo orlado con un galón dorado.