El moro bajó el brazo y dejó en la mesa la espada. Los demás abrieron el círculo, dejando el camino libre para que Antonio escapara.
Éste no lo pensó dos veces, se levantó de un salto y salió corriendo hacia la puerta. Al pasar al lado de la mujer descubrió, horrorizado, que bajo el velo que cubría su cabeza le sonreía una momia de piel reseca y arrugada, con las cuencas de los ojos llenas de gusanos. Antonio abandonó el castillo y atravesó la plaza. Estaba muy oscuro y el joven tropezó con unos cascotes y cayó al suelo. Al llegar al agujero del muro se dio cuenta de que le faltaba la mochila, «Que les aproveche», dijo para sí, abandonando la fortaleza del mismo modo en que había entrado. Continuó corriendo cuesta abajo hasta llegar a la carretera. Llegado al arcén, atisbó a ambos lados y vio a lo lejos las luces de un pueblo. Se dirigió hacia él sin mirar atrás, corriendo a la máxima velocidad que le permitían sus piernas.
Dos horas más tarde un camionero, que conducía mientras hablaba por teléfono, se vio obligado a frenar bruscamente al descubrir un bulto extraño en la carretera. Echó el freno de mano y puso las luces de emergencia antes de descender del vehículo. El conductor se echó las manos a la cabeza y maldijo su suerte: había un hombre tirado de bruces sobre el asfalto.
El camionero se bajó del camión y se acercó. Era un hombre de veintitantos años, lampiño y rechoncho, aunque su sombra, proyectada en el asfalto por los faros del camión, le otorgaba una estatura alargada, con piernas proporcionadas a su anchura, tal como siempre había soñado tener. El conductor le dio la vuelta al cuerpo que había en la calzada y vio a un hombre joven que le miraba con sus ojos desmesuradamente abiertos, como espantados. Le tomó el pulso y comprobó que estaba muerto.
Pasaban algunos minutos de las tres de la mañana cuando la emisora de un coche patrulla de la Guardia Civil, que realizaba su servicio en el cruce de la carretera de Jimena con la de Málaga-Cádiz, recibió la llamada de urgencias del 112. Situados en medio de la calzada, a unos metros del vehículo, los agentes obligaban en ese momento a detenerse a un vehículo que circulaba con una luz fundida. «Acudan al kilómetro 27, hay un cadáver sobre el asfalto. Un camionero lo ha descubierto y ha dado el aviso», repetía la emisora del Land Rover. Uno de los guardias acudió al vehículo para confirmar que habían recibido el aviso, mientras que el otro se dirigía hacia el conductor del coche que habían detenido, un hombre cuarentón que a la luz de la linterna del agente mostraba ojos saltones y brillantes, nariz grande, aguileña, y rostro sembrado de finas venillas rojas. El agente le dijo:
—Su documentación, por favor. ¿No se ha dado cuenta de que circula con una luz fundida?
—¿Sí? Pues se habrá fundido ahora mismo, porque yo veía bien… –contestó el conductor con voz pastosa y sonriendo estúpidamente, confiando en que el agente se mostrase benévolo.
—Enséñeme su permiso de conducir, por favor.
—¿Otra vez? ¡No me diga que lo han perdido! ¡Si se quedaron con él la semana pasada unos compañeros suyos…! —exclamó el conductor, abriendo mucho los ojos y llevándose las manos a la cabeza.
—¿Ah, sí? ¿Y conduce usted sin carné? ¡Baje del coche! —ordenó el oficial.
En ese momento el otro agente se acercó y dijo:
—Mi cabo, al parecer hay un cadáver en la carretera. Cerca de Jimena. Nos ordenan de averiguar qué ha pasado.
—Bueno, si es un cadáver puede esperar; hagámosle a éste la prueba de la alcoholemia. Que cierre el coche y que venga la grúa a por él. Al conductor nos lo llevamos: no tiene permiso de conducir.
—¿Y luego esperan ustedes que la gente les aprecie?, con lo simpáticos que son ustedes, banda de… —murmuró el aludido.
El guardia sacó del coche patrulla un aparato electrónico provisto de una boquilla en un extremo y le indicó que soplara por ella despacio, pero seguido. Luego miró la pantallita iluminada con la cantidad resultante: 1´40. El agente sonrió, se volvió al conductor y le dijo, con voz tajante:
—Venga con nosotros. Su coche se queda aquí, ya vendrá la grúa a buscarlo. ¿Sabe usted a cuánto asciende la multa que le voy a poner? Más vale que no se lo diga, ya la recibirá usted en su casa. Y, tal como están las cosas, puede ser que acabe usted en la cárcel.
Subieron los tres al Land Rover y fueron hacia Jimena en busca del cadáver. La vía férrea estaba tendida paralelamente a la carretera, y el coche patrulla se vio obligado a detenerse durante algunos minutos en un paso a nivel y esperar el paso de un tren que se dirigía hacia Ronda. Media hora después aparcaron detrás de un camión que estaba detenido con las luces de emergencia encendidas. El camionero iba de un lado al otro de la calzada y, al ver a los guardias, se dirigió hacia ellos muy exaltado, casi gritándoles:
—¡Vaya, ya era hora!, hace mucho tiempo que llamé al 112. Llevo productos perecederos y tengo que llegar temprano al mercado… Me detuve porque vi a ese hombre tirado boca abajo y pensé que necesitaba ayuda. Me acerqué y le di la vuelta; me miraba muy fijo sin pestañear y no tenía pulso…
El cabo se bajó del coche y fue a ver el cuerpo que le señalaba el camionero tendido en el suelo delante del camión. Se inclinó sobre él y lo enfocó con una linterna, mientras preguntaba:
—¿Solamente lo ha tocado para darle la vuelta? ¿Y cómo sé yo que usted no ha tenido nada que ver con su muerte? Por lo pronto, olvídese del mercado. Usted esperará aquí hasta que yo se lo diga. Voy a llamar al juez para que levante el cadáver y decida. Mientras tanto, enséñenos la documentación y la carga del camión.
—¡Encima que me detengo y les llamo…! ¡A esto no hay derecho! Eso me pasa por ser más tonto que nadie cumpliendo las normas. Si hubiera pasado de largo… —gritaba fuera de sí el camionero, dando por perdida la mercancía congelada que transportaba.
—Esta gente no se casa ni con Dios —dijo el detenido desde la ventana del Land Rover—. Te ha tocado la lotería, amigo.
—¡Usted se calla! –gritó el cabo.
—Arriba España, bandera de la patria que vamos a saludar… –cantaba el borracho.
—¿Qué pasa? ¿Tiene usted gana de guasa? —preguntó el oficial, acercándose al vehículo—. Pues como siga usted alborotando, le voy a dar una ostia que va a tocar palmas con las orejas…
—¿Usted solo?
—¡Sí, yo solo!
—¡Ah!, pues yo con leche…
El agente de la Guardia Civil, fuera de sí, saltó dentro del Land Rover, cogió al hombre por el cuello y alzó el puño para pegarle. El camionero observaba la escena, muy nervioso: no deseaba ser testigo de una agresión ante un tribunal en el caso de que el agredido presentase una demanda judicial. El otro guardia logró sujetar el brazo de su jefe y dijo:
—Tranquilícese, mi cabo, y no le haga caso. Ese hombre no sabe lo que dice: está ebrio, y solamente pretende provocarle. Escríbalo todo en el expediente, verá como no se ríe cuando reciba la multa.
—De buena gana le rompería ese pedazo de nariz que tiene —dijo el cabo, rojo de ira.
—Yo no tengo la nariz grande, señor guardia; tengo la cara muy hacia atrás —continuaba el detenido, mirando al agente con una cara muy seria, de chico formal.
Los guardias hicieron amago de ir hacia él, luego movieron la cabeza negativamente, comprendiendo que el asunto no tenía remedio y que debían de soportar al tipo hasta que lo dejaran ante el juez.
El chófer del camión comprendió que de nada valía exaltarse ni gritar; abrió la puerta trasera del furgón y dejó a los agentes que realizasen su trabajo. Éstos, solamente encontraron cajas de pescado cubiertas de hielo.
Advirtieron que el fallecido era un hombre joven, y les llamó la atención sus ojos, excesivamente abiertos. Se diría que había muerto de miedo súbitamente, como si la parca no le hubiera dado tiempo ni siquiera a entornar los párpados. Registraron sus bolsillos y encontraron unas monedas. Nada más.
El cabo se dirigió al camionero y le dijo:
—Lo siento, son las normas. Lo primero que debe hacer usted es someterse voluntariamente a la prueba de alcoholemia; luego nos hará una declaración de todo lo que ha visto, lo que usted hizo y cualquier cosa o detalle que pueda estar relacionado con el accidente.
—¡Pero señores, yo no he visto nada! Solamente sé lo que les he dicho. Eso es todo, no tengo nada que añadir.
Mientras decía esto, el guardia entró en el coche patrulla y comenzó a escribir el informe con una vieja máquina Olivetti usando sólo los dos índices de sus manos, chamuscados por el pertinaz uso del tabaco. Acabada la redacción de la declaración, llamó al conductor para que éste la rubricase.
Después de comprobar que no había bebido alcohol, tomaron varias fotos de la carrocería de la parte delantera, del parachoques y de las ruedas. Estaban realizando ese trámite rutinario, cuando apareció un coche con una luz azulada girando sobre el techo. El vehículo se detuvo detrás del coche de la Guardia Civil y dos hombres descendieron de él: el juez de guardia y el médico forense. Los agentes de tráfico les pusieron al corriente de todo lo sucedido.
El camionero esperaba a un lado del camión, muy serio, intentando controlar su desesperación, su odio y el pánico por lo que se le venía encima; el conductor detenido tenía la cabeza echada sobre el cristal de la ventanilla, parecía dormido. Ya estaba amaneciendo y el paisaje comenzaba a tomar formas. La estrecha carretera discurría en el valle del Guadiaro entre dos grandes montañas. Un guardia se dedicó a dirigir la circulación de vehículos, que a esa hora comenzaba a ser intensa. El camión detenido produjo una retención de medio kilómetro en dirección a la costa.
El médico observó el cadáver detenidamente: con una pequeña linterna le enfocó las pupilas, palpó la temperatura de la cara, miró el interior de la boca y examinó el cuerpo para ver si tenía magulladuras o señales de violencia. Al no hallarlas, ordenó llevar el cuerpo al depósito de cadáveres para la auptosia y el juez firmó unos documentos y dejó marchar al camionero.
—Ese tío lo que tiene es una sobredosis, ¿no le ven los ojos alucinados?—dijo de pronto el borracho desde la ventana.
—¿Y ese hombre quién es? —preguntó el juez, señalando al que acababa de hablar.
—Ese sujeto lleva en las venas más alcohol que sangre. Fue justo en el momento de pararlo cuando recibimos la orden de venir aquí. Está detenido.
—Está bien. La ambulancia no tardará en llegar. Ocúpense de que carguen el cadáver y continúen su ruta. Ya nos encargamos nosotros del caso —dijo el juez, caminando hacia su coche sin dirigir siquiera una mirada al resto de los presentes.
En Tarifa, la gente estaba revolucionada por los recientes acontecimientos y la bandera del Ayuntamiento ondeaba al viento a media asta, en señal de duelo.
Primero fue la muerte del hijo de una de las familias más queridas del pueblo, que celebraba su recién conseguido título de Medicina cumpliendo la promesa que un día hizo de ir a pie hasta Santiago de Compostela, en agradecimiento a los favores recibidos.
Y luego el supuesto suicidio del padre del chico, que no pudo soportar el dolor de la pérdida de su único hijo y se lanzó al mar desde la muralla del castillo de Guzmán el Bueno.
Pero lo más terrible del caso es que, mientras casi todo el pueblo acudía detrás de los coches fúnebres al entierro de los dos miembros de la familia, unos desalmados reventaban con un tractor la puerta de la tienda de ultramarinos que la misma familia poseía en pleno centro urbano, y la dejaban completamente vacía. Los ladrones huyeron en una furgoneta, abandonando el tractor en la misma puerta de la tienda.
En los días siguientes, todos comentaban sobre la mala suerte que se había ensañado con aquella familia; pero gradualmente las cosas volvieron a su cauce.
Sólo habían transcurrido diez días desde el entierro de los dos hombres cuando sonó el teléfono en el dormitorio de un piso de Parque Alcosa, en Sevilla.
Sobre la mesita de noche destacaba una botella de ron añejo, media docena de latas de refrescos y dos vasos largos con restos de bebidas.
La habitación apestaba a una mezcla de sudor, alcohol y sexo. Había ropa interior esparcida por el suelo; las paredes estaban adornadas con fotos de chicas desnudas de la revista Play Boy, y, sobre una cómoda, un viejo ventilador removía el aire viciado de la habitación.
El timbre del teléfono despertó bruscamente a Manuel Lozano, propietario de la vivienda. El reloj señalaba las doce de la mañana y Lozano le dio una patada a Lucero, su perro, un cruce de caniche con bretón, que estaba durmiendo sobre sus pies, y éste saltó de la cama dando un gruñido. Lozano chasqueó la lengua, que parecía dormida; tenía la boca seca y tardó unos segundos en responder:
—Diga.
—¿La agencia de detectives Lozano?
—Sí. ¿Qué desea? —respondió, un poco cabreado consigo mismo por quedarse dormido y dejar el negocio abandonado.
—Mire usted, le llamo desde Tarifa, en la provincia de Cádiz. La semana pasada encontraron a mi hijo muerto en una carretera, dicen que a causa de un infarto. Ese día mi marido, no pudiendo soportar el dolor por su pérdida, se lanzó desde la muralla del castillo de Guzmán el Bueno y se destrozó en las rocas. El mismo día del sepelio, echaron abajo la puerta de mi tienda con un tractor y robaron toda la mercancía. Creo que los tres casos están relacionados, no puede deberse a la casualidad. Aquí hay gato encerrado, y quiero que usted lo investigue.
Lozano se incorporó de un salto en la cama y comenzó a preguntar atropelladamente:
—¿Y por qué no ha llamado a la policía?, ¿qué hacía su hijo en aquel lugar antes de su muerte?, ¿tenía novia?, ¿se había fugado de casa?, ¿tiene idea de lo que le pueden costar mis servicios?
—Quiero que venga usted enseguida. Tengo dinero suficiente para pagarle, no se preocupe —dijo la voz de mujer al otro lado del teléfono. La comunicación se cortó.
—¿Quién era? —preguntó una mujer desde el otro lado de la cama, una rusa rubia que Lozano había conocido en el pub La Cigüeña la noche anterior y que ahora, al verla, se preguntó qué demonios hacía allí.
— ¿Y a ti qué te importa?— respondió Lozano.
Recordó que la noche anterior había ido a dar una vuelta por el centro de la ciudad, como cada viernes. Había entrado en el pub y se había tomado unos cubatas, no sabía cuántos; pero hasta ahí llegaba, no recordaba nada más. La rusa era una rubia despampanante de un metro noventa de estatura; mostraba unos pechos firmes y blancos, que lucían unas aureolas rosadas de tres centímetros de diámetro en cuyo centro destacaban unos pezones erectos de un centímetro de largo. Tenía una cintura estrecha, caderas anchas, un culito respingón y unas piernas largas, fuertes y muy bien torneadas, preciosas, toda ella recubierta con una piel muy fina y suave, dorada, fruto de largas exposiciones al sol en alguna terraza. Un cuerpo que para sí quisieran muchas de las celebridades que aparecían en el cine y en los platós de televisión.