Authors: Anne Holt
—¿Has oído lo que he dicho? —bramó Sigmund Berli—. ¡El que ha chocado con Laffen era Karsten Åsli! Si tú tienes razón, esto significa que Emilie...
—Emilie —repitió Yngvar y se le entrecortó la voz. Intentó carraspear.
—¡Karsten Åsli también está a punto de palmarla! ¿Cómo coño vamos a encontrar a Emilie si tienes tú razón, Yngvar, si Karsten Åsli la ha escondido y estira la pata?
Yngvar se levantó de la silla despacio, apoyándose en la mesa. Tenía que pensar. Tenía que concentrarse.
—Sigmund —dijo, ya con voz más firme—. Ve al hospital. Haz todo lo que puedas para que el tipo hable, si es posible.
—¡Está inconsciente, idiota!
Yngvar se enderezó.
—Ya lo sé —dijo lentamente—. Por eso tienes que estar allí, por si se despierta.
—¿Y tú qué? ¿Qué vas a hacer entretanto?
—Yo me voy a Snaubu.
—¡Pero no tienes nada más de lo que tenías ayer, Yngvar! ¡Por muy gravemente herido que esté Karsten Åsli, no puedes entrar por la fuerza en su casa sin una orden judicial!
Yngvar se puso la chaqueta y le echó un vistazo al reloj.
—Me da igual —dijo tranquilamente—. Ahora mismo me importa un rábano.
Aksel se sorprendía de lo a gusto que se sentía en el cuartito en el que vivía Eva. Las paredes eran de un amarillo cálido y, a pesar de que la cama era de metal y de que las sábanas estaban marcadas como propiedad del Ayuntamiento de Oslo, seguía siendo el cuarto de Eva. Reconocía un par de cosas de su habitación alquilada en la calle Bru, donde ella le había curado con yodo la herida de la cabeza una noche de 1965. El ángel de porcelana con las alas extendidas, azul pálido con restos de pintura amarilla, se lo habían regalado para su confirmación. Lo recordó en cuanto pasó los dedos por la figura. El cuadro de la isla Hovedøya al atardecer se lo había regalado él. Ahora estaba colgado sobre la cama, con los colores más desvaídos que el día en que pagó quince coronas en la almoneda por aquel cuadro envuelto en papel de estraza atado con un cordón.
Eva también había palidecido.
Pero seguía siendo su Eva.
Tenía la mano destrozada por la enfermedad. En su rostro se apreciaban las huellas de ese dolor que no remitía nunca. El cuerpo no era más que una cáscara que envolvía a la mujer a la que Aksel Seier seguía amando. Él no decía gran cosa, y a Eva le llevó un buen rato contar su historia. De vez en cuando tenía que hacer una pausa para descansar. Aksel callaba y escuchaba.
Se sentía como en casa en aquella habitación.
—Cambió tanto... —dijo Eva en voz queda—. Todo se vino abajo. No tenía dinero para seguir con el caso. Si usaba lo último que quedaba de la herencia de mi madre, habría perdido la casa y entonces sí que no habría tenido ninguna oportunidad. Ya no ha vuelto a ser el mismo, Aksel. Estos últimos meses ni siquiera ha venido a verme.
Todo se iba a arreglar, pensaba Aksel. Había sacado sus tarjetas. De platino, le explicó al mostrárselas. Las tarjetas como ésa sólo se las daban a quienes tenían dinero. Él tenía dinero. Iba a arreglar aquello.
Todo iba a arreglarse ahora que Aksel por fin había vuelto.
—Podría haber venido antes —dijo.
Sólo que ella no se lo había pedido. Eso Aksel lo había tenido siempre claro; jamás volvería a Noruega mientras Eva no se lo pidiera. Aunque en realidad no se lo había pedido directamente, sí había una llamada de auxilio en lo que había escrito. La carta había llegado en mayo, no en julio como tocaba. Era una carta desesperada, y Aksel había reaccionado rompiendo con todo y volviendo a su país.
Aksel bebía zumo de un gran vaso que había sobre la mesilla, sabía a sano, sabía a Noruega, a sirope de grosella mezclado con agua. Un producto auténtico. Zumo noruego. Se secó la boca y sonrió.
De pronto oyó algo y se volvió a medias. El terror le recorrió el cuerpo. Soltó la mano de Eva y cerró el puño sin darse cuenta de lo que hacía. El policía de los ojos llorosos y el manojo de llaves, ese que quiso que Aksel confesara algo que no había hecho y que desde entonces lo había perseguido en sueños, iba vestido de otra manera, con un traje más anticuado, quizás. Este hombre llevaba una chaqueta más suelta y un pantalón con un ribete de cuadros blancos y negros en la parte inferior de cada pernera. Pero era policía. Aksel se dio cuenta inmediatamente y miró la ventana. La habitación de Eva estaba en el primer piso.
—¿Eva Åsli? —preguntó el hombre, acercándose.
Eva murmuró una respuesta afirmativa. El hombre carraspeó y dio unos pasos más hacia la cama. Aksel percibía el olor a tapicería de piel y a aceite de coche que impregnaba su abrigo.
—Siento tener que decirle que su hijo ha sufrido un grave accidente. Karsten Åsli. Es su hijo, ¿no es cierto?
Aksel se levantó y enderezó la espalda.
—Karsten Åsli es nuestro hijo —dijo con parsimonia—. De Eva y mío.
Inger Johanne deambulaba por las calles sin saber adónde ir. Un desagradable viento soplaba entre los altos edificios del barrio de Ibsenquartalet, y ella se percató vagamente de que se dirigía hacia su despacho. No quería ir allí. A pesar de que tenía frío, quería estar al aire libre. Apretó el paso y decidió visitar a Isak y a Kristiane. Podían hacer una excursión a Bygdoy, los tres. Inger Johanne lo necesitaba. Tras casi cuatro años de custodia compartida de Kristiane, finalmente había aceptado el acuerdo. Cuando la echaba demasiado de menos, no tenía más que visitarla en casa de Isak. A él le gustaba que fuera y siempre se mostraba amable con ella. Inger Johanne se había acostumbrado a la situación, pero eso no significaba que le gustara. La asaltaba constantemente el deseo de abrazar a su niña, de estrecharla contra su cuerpo, de hacerla reír. Algunas veces la sensación era insoportablemente fuerte, como ahora. Normalmente le ayudaba pensar que Kristiane estaba bien con su padre, que él era tan importante para su hija como ella. Que así era como tenía que ser.
Que Kristiane no le pertenecía a ella.
Le caían lágrimas de los ojos. Quizá fuera por el viento.
Podían hacer alguna cosa divertida, los tres.
Unni Kongsbakken parecía tan fuerte cuando llegó al Café Grand y tan agotada cuando se fue... Su hijo menor había muerto hacía mucho. El día anterior ella había perdido a su marido. Y hoy, en cierta forma, había entregado lo último que le quedaba: una historia acallada y oculta durante años y el secreto de su hijo mayor.
Inger Johanne se metió las manos en los bolsillos y se encaminó a casa de Isak.
Sonó el teléfono móvil.
Debía de ser alguien de la oficina. No había pasado por ahí desde el día anterior. Ciertamente había avisado aquella mañana que iba a trabajar en casa, pero ni siquiera había comprobado si le había llegado algún mensaje de correo electrónico. No tenía ganas de hablar con nadie. Lo que quería era que la dejaran un rato en paz con la verdad sobre el asesinato de la pequeña Hedvik en 1956. Necesitaba digerir la certeza de que Aksel Seier había cumplido condena por otro. No tenía ni idea de lo que iba a hacer, ni de con quién debía hablar. Ahora mismo no sabía ni siquiera si contarle a Alvhild lo que sabía. No sacó el teléfono del bolso.
Dejó de sonar.
Luego los timbrazos se reanudaron.
Ella empezó a buscarlo en el bolso con irritación. En la pantalla aparecían las palabras NÚMERO OCULTO. Apretó la tecla adecuada y se acercó el teléfono a la oreja.
—Por fin —dijo Yngvar aliviado—. ¿Dónde estás?
Inger Johanne miró en torno a sí.
—En la calle Rosenkrantz —dijo—. Bueno, más bien en la plaza de C. J. Hambro. Justo enfrente del Parlamento.
—Quédate ahí. No te muevas. Estoy a tres minutos de ahí.
—Pero...
Él ya había colgado.
El agente de policía parecía incómodo. Miraba fijamente una nota que tenía en la mano, aunque era evidente que ahí no decía nada que pudiera mejorar la situación. La mujer que yacía en la cama lloraba calladamente y no parecía tener ninguna pregunta que hacer.
Aksel Seier se quedaría en Noruega.
Más tarde se casaría con Eva. Una ceremonia discreta, sin invitados y sin otro regalo que el ramo de flores que enviaría Inger Johanne Vik. Pero en ese momento, allí de pie, en la habitación amarilla de su futura esposa, con los puños cerrados colgando a los lados, rapado y vestido con unos pantalones de golf de cuadros rosados y de color turquesa, todavía no sabía todo esto. Aunque nunca iba a recibir una exculpación formal de las acusaciones que lo habían mandado a la cárcel, con el tiempo acabaría enderezando su espalda gracias a la certidumbre sobre lo que realmente había ocurrido. Un periodista escribiría un artículo en el
Aftenposten
en el que no incurría en delito de injuria sólo gracias a un auténtico malabarismo dialéctico. Aunque el nombre de Geir Kongsbakken no sería nunca mencionado en el periódico, justo después el abogado de sesenta y dos años de edad decidiría cerrar su pequeño bufete de la calle Øvre Slottsgate. Como consecuencia del artículo y de una petición de Inger Johanne Vik, Aksel Seier iba a recibir una indemnización voluntaria del Parlamento, que para él valdría lo mismo que una sentencia de absolución. Enmarcaría la carta en la que se le informaba de ello y la colgaría sobre la cama de Eva, donde permanecería hasta el día de su muerte, catorce meses después de la boda. Aksel Seier no conocería nunca al hombre por el que había cumplido condena y tampoco sentiría nunca la necesidad de conocerlo.
Aksel Seier no sabía nada de todo esto cuando estaba ahí, buscando las palabras, las preguntas que hacerle al hombre con los ribetes de cuadros en torno a las pantorrillas. Lo único en lo que conseguía pensar era en aquel día de 1969. Se había mudado de Boston a cabo Cod y hacía buen tiempo. Había estado en el mar y volvía a casa. La banderita del buzón estaba levantada. Había llegado la carta de Eva, la carta de julio, tal y como había llegado el verano anterior, y el verano anterior a ése. Recibía una carta cada Navidad y cada verano desde que en 1966 abandonó Noruega sin saber que cinco meses más tarde Eva iba a alumbrar un niño, el hijo de Aksel Seier. Pero ella no le contó nada sobre Karsten hasta 1969.
Cuando se enteró de que tenía un hijo de casi tres años, Aksel se había sentado en una piedra roja sobre la playa y le temblaban las manos.
No podía volver a casa. Eva vivía con su madre, a las afueras de Oslo, y nada debía cambiar. La madre la mataría, escribió ella. Eva le pedía que no volviese y él vio que había llorado al escribirlo. Sus lágrimas habían caído en la hoja de papel, dejando manchas de tinta corrida que emborronaban las palabras.
Aksel nunca había comprendido por qué Eva había esperado tanto, y no tenía fuerzas para preguntárselo.
Tampoco las tenía ahora; se limitaba a hurgarse la raya del pantalón sin saber qué decir.
—Está bien —dijo con escepticismo el policía y volvió a mirar su nota—. Aquí no dice nada de un padre... —Luego se encogió de hombros—. Pero si...
Miró a la mujer acostada con expresión dubitativa, como si creyera que Aksel Seier estaba mintiendo. Eva Åsli no estaba en condiciones de confirmar la paternidad de aquel hombre, no hacía más que llorar, de un modo inquietantemente silencioso, y el policía se preguntaba si debería llamar a un médico.
—Quiero ver a Karsten —dijo Aksel Seier, pasándose la mano por la cabeza.
El agente se volvió a encoger de hombros.
—Está bien —murmuró y miró de nuevo a Eva—. Si usted está de acuerdo...
Le dio la impresión de que ella asentía con algún tipo de movimiento, quizá con la cabeza.
—Venga —le dijo el policía a Aksel—. Yo le llevaré. Es muy posible que corra prisa.
—Corre prisa —dijo Yngvar airado—. ¡Corre una prisa de cojones! ¡No lo entiendes!
Inger Johanne le había pedido ya tres veces que condujera más despacio, e Yngvar respondía acelerando aún más. La última vez había puesto la sirena azul en el techo de un golpe sacando el brazo por la ventana, en una curva y a toda velocidad. Inger Johanne cerró los ojos y se encomendó a Dios.
Prácticamente no habían intercambiado palabra desde que él le había explicado brevemente adónde iban y por qué. Habían avanzado a toda velocidad y en silencio durante más de una hora. Ya tenían que estar cerca. Inger Johanne se fijó en una gasolinera en la que un hombre grueso con el pelo muy rojo estaba cubriendo la leña con unos plásticos y alzó la mano en un saludo automático en el momento en que patinaron en la curva.
—¿Dónde coño estaba el desvío? —gritó Yngvar y dio un frenazo cuando vio el caminito que subía la cuesta y no estaba señalizado—. Primero a la derecha, luego dos veces a la izquierda —repetía de memoria—. Derecha, dos veces a la izquierda. Derecha. Dos veces a la izquierda.
Snaubu estaba en una ubicación magnífica, sobre la cima de una colina, con vistas al valle y mucho sol; era un lugar hermoso y retirado. Desde lejos la casa parecía en mal estado, pero al acercarse, Inger Johanne se dio cuenta de que las tablas de una de las paredes exteriores eran nuevas y estaban recién pintadas. Había unos cimientos a medio construir, quizá para un garaje o para un almacén. Cuando el coche se detuvo, el pulso le latía con fuerza en los oídos. También aquí en la montaña soplaba el viento.
—¿De verdad crees que está aquí? —dijo ella al salir, estremeciéndose.
—No lo creo —repuso Yngvar dirigiéndose a toda prisa hacia la casa—. Lo sé.
Aksel Seier estaba sentado en el borde de una silla de tubos de acero con las manos en el regazo.
Karsten Åsli estaba inconsciente. Le habían contenido las hemorragias internas. Un médico le había explicado a Aksel que iba a ser necesario someterlo a más operaciones, pero que tenían que esperar a que el paciente se estabilizara un poco. Aksel había visto en los ojos del médico que alimentaba pocas esperanzas.
Karsten se iba a morir.
El aparato de respiración asistida suspiraba profunda y mecánicamente; Aksel se esforzaba por no respirar al compás del gran aparato y estaba empezando a marearse.
Karsten se parecía a Eva. Incluso con aquellos tubos que le salían por la nariz, el tubo de la boca, los tubos por todas partes y la cabeza vendada, Aksel lo veía perfectamente. Los mismos rasgos, la boca y los ojos grandes que sin duda eran azules bajo los párpados hinchados. Aksel Seier deslizó el dedo índice por la mano de su hijo. Estaba helada.
—Soy yo —susurró—.
Your Dad is here.