Castigo (18 page)

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Authors: Anne Holt

BOOK: Castigo
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—Tres niños —murmuró ella mientras masticaba despacio—. Si suponemos que Emilie ha sido secuestrada por la misma persona que secuestró a Sarah y a Kim. En realidad no podemos darlo por sentado, pero... por el momento lo vamos a suponer. Han desaparecido tres niños. Dos han sido devueltos. Muertos. Niños muertos.

—Niños muertos —repitió Yngvar dejando el tenedor—. Ni siquiera sabemos de qué han muerto.

—¡Espera! —De pronto, ella levantó la mano—. ¿Quién mata niños?

—Los delincuentes sexuales y los automovilistas —refunfuñó él.

—Exacto.

—¿Hmm?

—A estos niños no los ha matado un automovilista. Tampoco hay indicios de que los haya matado un delincuente sexual, ¿verdad?

Él asintió levemente con la cabeza.

—En todo caso tendrían que ser actos sexuales que no dejaran huella —explicó—, lo cual, por supuesto, no se puede descartar.

—¿Qué nos queda entonces, si no se trata de sexo ni de accidentes de tráfico?

—Nada —respondió él y se volvió a servir.

—Comes demasiado rápido —lo reprendió ella—. Y te equivocas, nos quedan bastantes posibilidades. A vosotros, quiero decir. Os quedan bastantes. —Le gustaba aquella tortilla. Quizá tuviera demasiada cebolla, pero unas gotas de Tabasco le daban un sabor especial—. El caso es que somos muy reticentes a matar niños. Tanto tú como yo sabemos que la gran mayoría de los asesinos comete sus crímenes en estado de alteración, y el número de recaídas es mínimo. El asesinato suele ser resultado de un largo conflicto familiar, de celos incontrolables o... de meros accidentes. Peleas de borrachos. Una cosa lleva a la otra, y además hay armas, cuchillos, escopetas de perdigones. Bang. De pronto alguien se convierte en homicida. Así es la cosa, eso lo sabemos los dos. Los niños muy rara vez están implicados, al menos como víctimas. Como víctimas directas del crimen, quiero decir.

—Eso si no contamos a los adolescentes, que cada vez se matan con más frecuencia —observó Yngvar—. Cada vez son más jóvenes. Yo diría que un chico de catorce años es un niño. Ésa era la edad que tenía el muchacho que se cargaron algunos de sus compañeros en enero, en el colegio de Mollergata, creo que fue.

Inger Johanne arqueó las cejas en un gesto elocuente.

—Que sí, pero también en estos casos de bandas se trata de rivalidades, de honor mal comprendido. Se matan entre ellos, no matan a extraños. Y en lo que respecta a los delincuentes sexuales, suelen asesinar para ocultar su delito, el abuso en sí. Es muy poco frecuente que el asesinato se perpetre durante el acto sexual. Los delincuentes sexuales matan porque no les queda otro remedio, simple y llanamente. He hablado con muchos de ellos, y algunos casi no soportan vivir con el recuerdo de lo que han hecho. Son capaces de arrepentirse, de avergonzarse, de entristecerse. No tanto por el acto sexual, pues tienen una notable capacidad para racionalizar eso, como por el asesinato. Por el hecho de que el niño tuviera que morir.

—¿Adónde quieres llegar?

Inger Johanne vació el vaso de leche y se dio un palmadita en la tripa.

—Una persona capaz de matar a niños completamente inocentes... de secuestrarlos, matarlos y mandárselos de vuelta a los padres con una carta cruel... Este tipo de actos requiere una psique que permita al asesino legitimar sus acciones.

—Se trata de actos perfectamente sensatos, a su juicio. Está loco, por tanto.

Yngvar estaba manoseando una funda que llevaba en el bolsillo de la camisa.

—No, no está loco, al menos en el sentido convencional de la palabra. No es psicótico. Si lo fuera, nunca habría sido capaz de llevar a cabo su plan. Que no se te olvide lo metódico que es cuando actúa, el cuidado con el que lo planea todo. Pero... depende de lo que entiendas por loco. ¿Un... alma descarriada? Sí. ¿Una mente trastornada? No lo creo.

—Pero le parece bien matar niños. ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Qué le parece bien matar niños, pero que al mismo tiempo no está trastornado?

—Sí, bueno, en realidad no. Quizás hasta cierto punto le apene la muerte de los niños, pero tiene un objetivo más elevado. Un encargo, por así decirlo. Una especie de... ¿misión?

—¿Encomendada por quién? —La funda se deslizaba arriba y abajo entre sus dedos. Apenas se percibía el sonido del metal al rozar la piel seca.

—No lo sé —dijo ella lacónicamente.

«Me estás engañando —se le ocurrió a ella de pronto—. Aquí estoy yo, desgranando obviedades que hace tiempo que tú mismo habías pensado. ¿Cuántos casos de asesinato has investigado? ¿Con cuántos asesinos con facultades mentales mermadas te has topado? Has leído tomos y tomos de libros sobre esto. Estás pescando, crees que ya he mordido el anzuelo. Por alguna razón absurda es importante para ti que me implique en el caso. Yo no me dejo engañar.»

—¿Café? —preguntó con ligereza y empezó a llenar la cafetera de agua.

—Ya sabes cómo trabaja un
profiler
—dijo Yngvar.

El agua empezó a correrle por la muñeca; hacía rato que la cafetera estaba llena.

—Primero habrías leído todos nuestros documentos —continuó Yngvar—. Todas las pruebas y datos objetivos que hemos reunido. Después habrías trazado el perfil de cada una de las víctimas, cosa que en este caso resultaría bastante sencilla, al tratarse de niños, y a la vez increíblemente complicada, porque te verías obligada a trazar también el perfil de los padres para completar la imagen. Después empezarías, lentamente, desde la base, a construir a nuestro hombre. Si es que tienes razón en que se trata de un hombre, claro está. Esto es lo que harías. Si estuvieras dispuesta a ayudarme.

La intensidad con la que Yngvar pronunció la última frase la asustó. Inger Johanne cerró el grifo y estuvo a punto de dejar caer la cafetera al suelo.

—¿Por qué? ¿Por qué? —Se volvió bruscamente y asestó una fuerte palmada con la mano que tenía libre en el banco de la cocina—. ¿Podrías darme una sola razón por la cual un experimentado inspector de Kripos iba a perder un montón de tiempo y a recurrir, dicho con suavidad, a sutiles métodos para conseguir que una simple investigadora lo ayude con un caso que es tan aberrante que nunca habíamos visto nada igual en este país? ¿Podrías explicarme por qué tengo la impresión de que eres completamente incapaz de aceptar un no por respuesta?

Se hizo el silencio. Él se miraba las manos. Inger Johanne le dio la espalda para retirar del fuego el café, que había empezado a hervir. Al otro lado de la ventana de la cocina, por la calle que en teoría estaba cerrada al tráfico, avanzaba un Golf rojo, deteniéndose ante los buzones.

—Tengo miedo —dijo Yngvar calladamente, como buscando las palabras— de que creas que estoy tan loco como... De que creas que he perdido la cabeza.

Ella seguía sin volverse. El Golf rojo se había parado frente al número 16.

—Cuando era más joven, hasta cierto punto me enorgullecía de ello —continuó él con voz queda—. Incluso presumía de mi intuición. Los chicos me llamaban Stubø
el Vidente.
Yo... No es que sea realmente vidente, yo no creo en esas cosas y no tengo visiones de dónde está la gente que ha desaparecido. Pero... he dejado de hablar de eso. Los compañeros empezaron a mirarme como a un bicho raro, murmuraban por los rincones y a mis espaldas. Yo no decía nada, pero tengo la capacidad..., no, no la capacidad: la tendencia. Tiendo a tener sensaciones sobre los casos en los que estoy trabajando. Es difícil de explicar, la verdad. Entro en una especie de estado de hipersensibilidad. Sueño con los casos. Veo cosas.

El conductor del Golf rojo tiró una colilla por la ventanilla y dio media vuelta con el coche. Inger Johanne no alcanzaba a ver lo que había dejado, pero la tapa del buzón del número 16 ya no cerraba del todo.

—Tampoco es para tanto —repuso ella con ligereza—. Todos los buenos detectives tienen intuición. No hay nada paranormal o sobrenatural en eso. La intuición no es más que el tratamiento por parte del inconsciente de una serie conocida de factores. Proporciona respuestas a las que uno no es capaz de llegar por medio de un análisis consciente. —Por fin se volvió hacia Yngvar—. Algunos lo llaman sabiduría. —Sonrió levemente—. Quizá por eso se suele decir que es una cualidad femenina. Pero ¿qué tiene esto que ver conmigo?

—Te vi en la tele —señaló él—. Y me quedé impresionado. Me pasó por la cabeza la posibilidad de hablar contigo, pero al día siguiente me había olvidado de toda la historia. A media tarde me llamó un amigo desde Estados Unidos, Warren Scifford.

—Warren Sci...

—Sí, del FBI.

Ella sintió que se le erizaban los pelos de los brazos, de forma repentina y desagradable.

—Por cuestión de rutina hemos informado a la Interpol de los secuestros. Warren había llegado al caso a través de otro asunto. Cuando llamó hacía más de medio año que no hablábamos. Al final de la conversación me preguntó si por casualidad conocía a una mujer llamada Inger Johanne Vik. Cuando le hablé de ti y de lo que andabas haciendo, me recomendó que acudiera a ti. La verdad es que fue la recomendación más insistente que me han hecho nunca. Pasó el día y yo tenía mucho que hacer. Esa misma noche tuve un sueño, o más bien una pesadilla. No te voy a molestar contándote el sueño, entonces sí que pensarías que estoy loco. —Soltó una risita algo forzada—. Sea como fuere, tenías un papel en el sueño, un papel que hace que sea importante para mí hablar contigo. Tienes que ayudarme. Pero no quieres. Será mejor que me vaya.

—No. —Inger Johanne volvió a sentarse en la silla, justo enfrente de Yngvar—. Espero que Warren no te confundiera —dijo en voz baja—. Yo no soy
profiler,
sólo hice aquel curso y...

—Y fuiste la mej...

—Espera —lo interrumpió ella mirándolo directamente a los ojos—. Me has engañado. Me has tenido engañada al no confesarme desde el principio que habías escarbado en mi pasado. No es un buen punto de partida para una colaboración.

Habría jurado que él se sonrojaba, que le asomaba un débil rubor justo debajo de los ojos.

—A pesar de todo, te doy cinco minutos para que me digas qué estás pensando —agregó ella echándole una ojeada al reloj del horno—. Cinco minutos.

—Esta investigación es un caos —reconoció él—. Hay un orden en ese caos, está en algún sitio, pero pierdo la perspectiva cada vez con mayor frecuencia. Cuando desapareció la primera niña, Emilie, todo era abarcable con la vista. Yo tenía la responsabilidad principal, éramos un grupo limitado de investigadores. Después todo ha saltado por los aires. Ahora que hemos acaparado la atención de los medios de comunicación, todo se ha elevado a un plano más alto. Nadie está autorizado a realizar declaraciones públicas excepto el mismísimo jefe de Kripos, pero como él apenas hace otra cosa que hablar con los medios de comunicación, no está bien informado. A veces hace afirmaciones precipitadas, los subordinados cargamos con la culpa. No lo critico, de verdad que no. No le envidio a nadie el papel de tener que dar la cara para responder sobre un caso en el que mueren niños como moscas y... —Yngvar dirigió la mirada a la cafetera, luego se levantó y vertió el contenido en un termo azul—, y no tenemos una puta pista, joder —dijo finalmente con énfasis.

Inger Johanne nunca lo había oído soltar tacos. En cierto sentido le sentaba bien.

—O tenemos un millón de pistas —añadió él—, pero que no llevan a ningún sitio. —Sirvió una taza de café para cada uno—. También lo complica todo el hecho de que la Policía Municipal de Oslo haya entrado en escena. Normalmente no necesitan nuestra ayuda para sus investigaciones, cuentan con un montón de gente buena, no es eso. Pero ahora tienen más jaleo que una guardería en día de fiesta.

—Pero si ya hay tanta gente envuelta en la investigación, ¿para qué me quieres a mí?

Él bajó la taza despacio hasta dejarla encima de la mesa. El asa era demasiado pequeña para sus dedos.

—Te veo en el papel de una especie de consejera, alguien que me sirva de apoyo. Yo puedo transmitir tus ideas a quienes trabajan en el caso. Al principio quizá se muestren escépticos ante alguien como tú, por lo que te sería cómodo tener un mediador: yo. —Hizo una mueca, como si le pareciera necesario disculpar a sus colegas—. Necesito a alguien que me sirva de apoyo —dijo con sinceridad—. Alguien ajeno a la policía. Ajeno al caos, por así decirlo.

—¿Y cómo habías pensado —preguntó ella secamente— que yo podría tener acceso a los documentos del caso mientras no llegase a un acuerdo formal de colaboración con Kripos?

—Esa responsabilidad me la tienes que dejar a mí.

—Es responsabilidad mía el no dejar que me muestren documentos clasificados.

Él sacudió la cabeza con desánimo.

—¿No sería mejor que me contestaras? Es la última vez que te lo pido. Incluso para mí hay límites, aunque no lo parezca.

Inger Johanne se puso en la lengua un terrón de azúcar que se le deshizo contra el paladar mientras el dulzor se le pegaba a los dientes. Era evidente que él tenía la intención de marcharse y de no volver a verla.

—Sí —respondió ella con ligereza, como si fuera la primera vez que el hombre se lo pedía—. Te voy a ayudar, si es que puedo.

Inger Johanne tuvo la impresión de que él se pondría a batir palmas. Por suerte no lo hizo, sino que se puso a recoger la mesa, como si estuviese en su casa.

Yngvar Stubø no se fue de casa de Inger Johanne Vik hasta las siete de la tarde. Inger Johanne ya había abierto la puerta de la entrada. Como él no sabía qué hacer con las manos, enganchó los pulgares a la cintura del pantalón.

—Me recuerdas tanto a ella... —comentó Yngvar tranquilamente mientras se abrochaba la chaqueta.

—¿A tu hija? ¿Te recuerdo a... Trine?

—No. —Se dio una palmadita en el pecho—. Me recuerdas a mi mujer.

Line subió corriendo las escaleras.

—¡Ah! ¡Hola!

La amiga observó con curiosidad al desconocido.

—Yngvar Stubø —los presentó Inger Johanne—. Line Skytter.

—¡Encantada!

—Bueno, pues adiós. —Yngvar Stubø le tendió la mano, pero antes de que Inger Johanne alcanzara a estrechársela, se la había vuelto a meter indeciso en el bolsillo de la chaqueta. Después asintió con la cabeza y se marchó.

—¡Vaya tío! —exclamó Line cerrando la puerta a su espalda—. Pero a ti no te conviene nada. Nada en absoluto.

—En eso tienes razón —convino Inger Johanne, irritada—. ¿Por qué has venido?

—Es demasiado fuerte para ti —parloteaba Line camino del salón—. Tras la historia esa con Warren, quedó claro que los hombres fuertes no le van a Inger Johanne Vik. —Se dejó caer sobre el sofá, sentándose sobre sus pies—. A ti te van los tipos como Isak: hombres dulces y pequeños que no son tan listos como tú.

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