Castigo (16 page)

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Authors: Anne Holt

BOOK: Castigo
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No podían despedirlo, esto era una tontería. Era la primera vez que le pasaba algo así, o por lo menos la primera vez que lo pillaban. ¡No podían echarlo por algo así! Los policías habían abierto la puerta trasera de la furgoneta y estaban examinando el único paquete que quedaba, el último paquete del día. Era bastante grande, de unos ciento treinta centímetros de largo, y bastante estrecho.

—¿Pesa?

El hombre del bigote se volvió hacia él.

—Sí, bastante. Compruébalo, hombre.

Ahora estaba intentando ser amable. A lo mejor sólo querían echarle un vistazo al maldito paquete, auscultarlo con algún tipo de aparato, o averiguar de alguna otra manera si contenía una bomba. Si él respondía a sus preguntas y les dejaba hacer, seguro que le permitían irse. Ahora mismo le importaba un bledo el paquete; era capaz de dejarlo en cualquier esquina con tal de que lo dejaran marchar.

Pero ellos no tocaron el paquete.

En cambio, se oyó el sonido de sirenas que se acercaban. Cuando el conductor vio los cuatro coches patrulla y el furgón policial, comprendió que había cometido algún error fatal. Algo en él lo impulsaba a salir pitando. «¡Corre! ¡Corre, joder! Lo que les importa es el paquete, no tú. ¡Lárgate!» Después suspiró abatido y se sonó las narices con los dedos. Lo peor que le podía pasar es que lo despidieran, que tuviese algún problema con Hacienda, en el peor de los casos, pero no había pruebas contra él.

—Qué carajo, no pueden demostrar nada —murmuró para sí cuando una amable agente de policía lo acompañó al furgón—. Por lo menos no más que esto.

Tres horas más tarde, el paquete descansaba sobre una mesa, alrededor de la cual se encontraban un forense con barba de chivo, el inspector Yngvar Stubø, su ayudante en Kripos, Sigmund Berli, y dos agentes del departamento técnico criminal. En el paquete no había ninguna bomba, eso estaba claro. Sus dimensiones eran 134 X 30 X 45 centímetros, y pesaba treinta y un kilos. Por ahora daba la impresión de que sólo había huellas de una persona en el paquete, probablemente las del repartidor que lo había manipulado sin guantes. Les llevaría un par de días averiguarlo con seguridad, pero por el momento todo apostaba a que alguien había limpiado el paquete casi clínicamente antes de que el repartidor pasara a recogerlo. Uno de los técnicos practicó en el cartón un corte largo y recto, de arriba abajo, a lo largo de uno de los laterales, como si se tratara de una autopsia. El forense lo observaba con el rostro inexpresivo. El técnico levantó una esquina del envoltorio con sumo cuidado. Dos bolitas de poliestireno cayeron al suelo. El agente abrió el paquete del todo.

Una mano infantil asomó entre el poliestireno.

Tenía el puño un poco encogido, como si acabara de soltar algo. En el pulgar se apreciaban restos de laca de uñas roja, y la uña estaba mordida. Un anillo dorado de bisutería brillaba en el dedo corazón; tenía una piedra de color azul claro.

Nadie dijo nada.

Lo único en lo que conseguía pensar Yngvar Stubø era en que le iba a tocar hablar con Lena Baardsen. Le escocían los ojos, estaba conteniendo la respiración. Apartó con cuidado más bolas blancas que semejaban caviar recubierto de nieve seca. El brazo quedó al descubierto. Sarah Baardsen estaba tumbada boca abajo, con las piernas ligeramente abiertas. Cuando dos de los hombres le dieron la vuelta, apareció el mensaje. Estaba pegado con cinta adhesiva al vientre de la niña. Era un papel grande con letras rojas.

«Ahí tienes lo que te merecías.»

—En negro..., ¿vale? ¡Sólo estaba sacándome un dinero extra!

El repartidor se sorbía los mocos, con los ojos arrasados en lágrimas.

—¿No podríais darme un pedazo de papel? ¡Tengo un catarro de caballo, por si no os habéis dado cuenta!

—Yo te recomendaría que te lo tomaras con un poco de calma.

—¡Con calma! ¡Llevo aquí sentado cinco horas, joder! ¡Cinco horas! Y no consigo ni un pañuelo, ni un abogado.

—No necesitas abogado, porque no estás detenido. Estás aquí por tu propia voluntad, para ayudarnos.

Yngvar Stubø sacó su propio pañuelo y se lo tendió al repartidor.

—¿Ayudaros con qué?

El hombre parecía verdaderamente desesperado. Sus ojos enrojecidos evidenciaban que tenía fiebre, y le costaba respirar.

—Escuchadme, por favor —dijo—. Yo os ayudo encantado, ¡pero es que ya os he contado todo lo que sé! Recibí una llamada, como ya os he dicho, a mi móvil privado. —Se sonó los mocos con fuerza y sacudió la cabeza con desánimo—. Era para que fuera a buscar un paquete, lo iban a dejar en un portal de la calle Urte. Van a tirar el edificio, así que la puerta del portal está abierta. Sobre el paquete me iban a dejar una nota con la dirección de entrega y un sobre con dos mil coronas. Era una buena suma.

—Ya veo, y esto a ti te parecía fenomenal.

—Fenomenal, fenomenal... Nuestros encargos tienen que pasar por la central, y ya sé que...

—No estoy pensando exactamente en eso. Estoy pensando en que un desconocido, que ni siquiera se identifica, puede conseguir que entregues un paquete con sólo tentarte con un par de billetes de mil. En eso estoy pensando. Lo encuentro... bastante curioso, para serte franco.

Yngvar Stubø sonrió, y el repartidor le sonrió a su vez, forzadamente. Había algo en este policía que no encajaba.

—¿Y si en el paquete hubiera habido una bomba? ¿O drogas? —La sonrisa de Yngvar Stubø se ensanchó.

—Nunca me ha pasado nada de eso.

—Vaya, nunca. Así que esto lo haces cada dos por tres.

—No, no, no... ¡No quería decir eso!

—¿Qué querías decir entonces?

—Escucha... —empezó el mensajero.

—Yo te escucho todo el rato.

—Pues sí, a veces acepto algún que otro encargo extra. Eso no es tan raro, todo el mundo...

—No, no todo el mundo. Casi todas las empresas de mensajería están organizadas de tal modo que cada mensajero lleva su propio negocio, pero BigBil no. Y tú trabajas para ellos. Cuando recibes encargos extras los estás estafando a ellos. Bueno, y a mí. A la comunidad, de alguna manera. —Yngvar Stubø soltó una risita—. Pero esto, por ahora, lo vamos a dejar correr. ¿Así que no pudiste ver el número desde el que te llamaba?

—No me acuerdo, de verdad, yo me limité a contestar la llamada.

—No te extrañó que el hombre..., porque era un hombre, ¿verdad?

—Sí.

—¿Joven o mayor?

—No lo sé.

—¿Tenía la voz aguda? ¿Grave? ¿Hablaba en algún dialecto?

—¡Pero si ya he respondido a todo eso! No recuerdo cómo tenía la voz. No me extrañó gran cosa que no se identificara. ¡Necesitaba el dinero! Tan sencillo como eso. Dos mil coronas de una sola vez. Dinero fácil.

—¿No podrías haberte llevado el dinero y haber dejado el paquete donde estaba? —Yngvar Stubø enarcó las cejas mientras se acariciaba la barbilla.

—Yo... —El mensajero estornudó. Tenía ya el pañuelo empapado.

Yngvar Stubø desvió la vista.

—¿Tú qué?

—Si hiciera eso, no me volverían a llamar. Para otros trabajos, quiero decir. —Había adoptado una actitud más sumisa. Ahora hablaba más bajo.

—Claro. ¿Así que no eras consciente de que algo olía a chamusquina en ese encargo? ¿No te parecía raro que alguien te pagase dos mil coronas para que le llevases un paquete a una dirección situada a sólo tres kilómetros cuando podía conseguir un transporte legal por un par de cientos? ¿Estás seguro de que a tu capacidad de comprensión no le pasa nada?

El policía ya no sonreía. El mensajero escondió la cara en el pañuelo.

—¿Qué había en el puto paquete? —masculló—. ¿Qué coño había en el paquete?

—Creo que en realidad preferirías no saberlo —le aseguró Yngvar Stubø—. Puedes irte, ya nos pondremos en contacto contigo. Que te mejores. Te puedes quedar con el pañuelo. Adiós.

29

Sarah desapareció de pronto. Cuando Emilie se despertó, estaba sola. Le dolía mucho la cabeza y, por una vez, el cuarto estaba completamente oscuro. Emilie debía de haberse quedado ciega. Permaneció un buen rato completamente quieta mirando al techo. Abría los ojos y los volvía a cerrar, una y otra vez. No notaba ninguna diferencia. Quizá veía un poco más de luz cuando cerraba los ojos, si se fijaba bien. Aparecían puntitos danzantes ante ella. Si apretaba con fuerza los párpados, los puntos se convertían en grandes burbujas, rojas y azules y verdes. Emilie se reía y se había quedado ciega. Quería dormir más. Le dolía la cabeza y sonreía. Quería dormir. Luego se acordó de Sarah.

—Sarah —llamó en voz alta—. ¿Dónde estás?

Ella no respondió, y tampoco estaba tumbada a su lado. Bueno. En realidad en la cama no había sitio para las dos. De todos modos, Sarah no era especialmente simpática. Presumía mucho. Presumía y lloraba, todo el rato. No soportaba que viniera el señor. En cuanto aparecía, ella se ponía a chillar y se acurrucaba contra la pared. No entendía nada, no entendía que el señor era el que se preocupaba de que tuvieran suficiente aire. Cuando Emilie echó la sopa de tomate al váter para que el señor no se molestara porque a ella no le gustaba la comida, Sarah amenazó con chivarse.

—¿Sarah? ¿Sarahsarahsarahsarah?

No, no estaba ahí.

Un torrente de luz entró por el techo e inundó de repente la habitación. Emilie jadeó y se encogió protegiéndose la cabeza con las manos. La luz se le clavaba en la cara como mil flechas. Sentía que los ojos estaban a punto de hundírsele en la cabeza y de desaparecer.

—¿Emilie?

El señor la estaba llamando. Ella quería contestar, pero no era capaz de abrir la boca, había demasiada luz, el cuarto estaba completamente bañado en un resplandor blanco. Todo era blanco, y plateado, y amarillo, una especie de purpurina que le cortaba los ojos.

—Emilie, ¿estás dormida?

—Nsnooffsh...

—Me ha parecido que te haría bien pasar un rato con la luz apagada. Has dormido muy profundamente.

La voz no venía de cerca de la cama, sino de la puerta, de la puerta fría. El señor tenía miedo de que se le cerrara, como casi siempre. Rara vez entraba. Emilie dejó caer los brazos sobre el colchón. Respirar. Hacia dentro y hacia fuera. Abrir los ojos. La purpurina la deslumbró. Lo intentó de nuevo. Ya no estaba ciega. Cuando volvió la cara hacia la voz, advirtió que el señor se había arreglado.

—Vas muy elegante —comentó en voz baja—. La chaqueta es muy bonita.

El señor sonrió.

—¿Tú crees? Me voy de viaje, así que te vas a quedar sola un rato.

—El pantalón también está bien.

—No pasa nada por que te quedes sola. Aquí en el rincón te dejó una buena cantidad de agua, pan, mermelada y copos de maíz.

Depositó dos bolsas en el suelo.

—Tendrás que apañártelas sin leche. Se te iba a poner agria.

—Mmm.

—Si te portas bien y no te metes en líos mientras yo esté fuera, te dejaré subir una noche a ver la tele conmigo. Incluso te daré chucherías. El sábado, quizá. Pero sólo quizá. Depende de cómo te portes. ¿Quieres que te deje la luz encendida o apagada?

—Encendida —pidió ella inmediatamente—. Por favor.

A él se le escapó una risa rara, sonaba como la de un niño pequeño que no sabía bien de qué se reía. Era como si se obligara a reír a carcajadas sin que hubiera algo que le hiciera gracia.

—Ya me imaginaba —dijo secamente y se marchó.

Emilie intentó incorporarse. Esperaba que el señor no apagase la máquina del aire ahora que se iba de viaje. Sintiéndose muy débil, se echó a un lado de la cama.

—No apagues la máquina del aire —lloraba—. Por favor. ¡No apagues la máquina del aire!

Si hubiera sabido cuál de los clavos era la cámara, le habría rogado con las manos, pero como no lo sabía se limitó a acercar la boca a una pequeña mancha que había en la pared, justo sobre la cama.

—Por favor —gemía, deseando con todas sus fuerzas que la mancha fuera un micrófono—. Por favor, dame aire. ¡Voy a ser la niña más buena del mundo, pero no apagues el aire!

30

Los periódicos habían sacado dos ediciones especiales desde que salieron los primeros ejemplares de prensa amarilla hacia las dos de la mañana del sábado 27 de mayo. Las portadas llamaron inmediatamente la atención de Inger Johanne Vik cuando echó un vistazo a la gasolinera antes de girar hacia ICA, en Ullevaal Stadion. No era fácil encontrar sitio para aparcar. Normalmente el supermercado atraía a mucha gente, sobre todo los sábados por la mañana, pero ahora reinaba el caos más absoluto. Era como si la gente no supiera qué hacer. Estaba claro que no querían quedarse en casa, que tenían que salir. Buscaban la compañía de otros que no tuvieran tanto miedo como ellos, que estuvieran igual de furiosos. Las madres agarraban a los niños de la mano, los más pequeños estaban sujetos a los cochecitos por medio de las correas. Los padres llevaban a los niños algo más grandes a hombros, para no correr riesgos. La gente se apiñaba en grupos con personas que conocían y con extraños. Todos llevaban periódicos, y algunos iban escuchando las noticias de la radio con auriculares. Eran las doce en punto. Miraban fijamente al frente y repetían lentamente las noticias para los demás:

—La policía sigue sin tener pistas.

Luego todos suspiraban. Un suspiro colectivo, desesperanzado, recorrió el aparcamiento.

Inger Johanne se abrió pasó entre el gentío. Había salido a comprar, pues tenía la nevera vacía tras el viaje. Había dormido mal y la ponían nerviosa los cochecitos de bebé que bloqueaban las grandes puertas automáticas. La lista de la compra se le cayó al suelo, se pegó a la suela de un señor y desapareció para siempre.

—Perdón —dijo y consiguió hacerse con un carro libre.

Por lo menos necesitaba plátanos. Algo para desayunar y plátanos. Leche, pan y fiambres. Algo sencillo de preparar para hoy, porque iba a estar sola, y, para mañana, cuando Isak trajera a Kristiane, albóndigas. Pero primero, plátanos.

—Hola.

No solía ruborizarse, pero ahora notaba el calor en las mejillas. Yngvar Stubø estaba de pie frente a ella, con un racimo en la mano. «Este hombre siempre está sonriendo —pensó ella—. Ahora no debería sonreír. No hay motivos para alegrarse.»

—No nos llamó —señaló él.

—¿Cómo averiguó usted dónde estaba? ¿En qué hotel?

—Soy policía, me llevó una hora averiguarlo. Tienes una hija, no puedes irte a ninguna parte sin dejar un montón de huellas.

Stubø dejó los plátanos en el carro de ella.

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