Carmen Rosa inició un gesto de desagrado. No tenía todavía un concepto definido de la muerte, pero no le caía en gracia la muerte, como no le caían en gracia el dolor, ni el llanto, ni la melancolía. Martica, por su parte, rompió a llorar, aterrada. Olegario gruñó una reprimenda:
—¡Ah, muchacha más zoqueta!
Pero Panchito sepultó nuevamente la calavera en el negro boquete que la anidada y se acercó a consolar a la afligida:
—Si yo hubiera sabido que te ibas a poner a llorar, no la saco. Pero ¿sabes? Ese hombre se murió hace como cien años. A lo mejor no era ningún hombre sino un araguato. ¿Tú no has oído decir que los araguatos tienen los huesos igualitos a los hombres? Además, Martita, te pones muy fea, cuando lloras. Y a mí no me gusta verte fea.
Este último argumento resultó tal vez el más poderoso. Martica dejó de llorar, enjugó las dos últimas lágrimas con el extremo de la manga de su vestido y esbozó una tenue y confiada sonrisa.
Para aquel entonces Panchito tenía once años y Martica no pasaba de ocho.
El padre de Carmen Rosa estaba vivo. Estuvo vivo mucho tiempo, sin estarlo. Antes de «la tragedia», que así decían todos en el pueblo al referirse al suceso que mató en vida al señor Villena, el padre de Carmen Rosa fue uno de los hombres más importantes de Ortiz, tal vez el más importante en la balanza del respeto público. El señor Cartaya se le había repetido muchas veces:
—Tu padre era un hombre recto como el tronco del tamarindo. Y trabajaba como no ha trabajado jamás nadie en este país de zánganos. Aunque nació muchos años después que yo, la verdad es que yo lo trataba con la consideración que se debe a los mayores.
Pero no era solamente el señor Cartaya. Carmen Rosa oía hablar en todas partes de su padre como si estuviera muerto, aunque en realidad seguía estando vivo y comiendo con ellos en la misma mesa y paseándose al despuntar la mañana por entre las matas del jardín. Y en todas partes elogiaban por igual su extinta laboriosidad infatigable, su extinto corazón frente a la vida, su extinta lucidez de pensamiento.
Su padre había sido agricultor, ganadero, comerciante. Tuvo una hacienda, entre Ortiz y San Francisco de Tiznados, de café y tabaco. Dentro de la hacienda estaba el hato, con cincuenta vacas lecheras. A Carmen Rosa la llevaron una vez a la hacienda, cuando tuvo la tos ferina. Pero sólo le quedaron dos recuerdos gratos: el bucare florecido que moteaba la grana el anchuroso verdor del cafetal y el llanto afanoso de los becerros en demanda de la ubre. Lo demás fue ahogarse de tos entre las faldas de su madre.
Además de la hacienda y el hato, don Casimiro Villena tenía el almacén de Ortiz, «La Espuela de Plata. Detal de Licores», encajado en un ángulo de la casa con puertas hacia la calle lateral y hacia la plaza Las Mercedes. Aquí y allá se prodigaba con singular diligencia. Se levantaba de madrugada, montaba el caballo ensillado por Olegario y llegaba al hato con el amanecer, a vigilar el ordeño de las vacas, a cooperar en el ordeño con sus propias manos. Llevaba él mismo las cuentas de la hacienda y sabía exactamente el número de matas, dónde estaban sembradas, cuánto producían en cada cosecha. Iba hasta Villa de Cura en mula, a negociar los productos de la hacienda y a comprar mercancías para «La Espuela de Plata». Despachaba tras el mostrador, cuando estaba en la casa, quitándole el puesto a Olegario.
—¡Medio de manteca, don Casimiro! —y servía la manteca.
—¡Dos torcos, don Casimiro! —y llenaba los vasitos de torco.
—¡Una vara de zaraza, don Casimiro! —y medía la vara de zaraza.
Y cuando no había nada que hacer en la tienda, o era domingo, don Casimiro desclavaba cajones, fabricaba taburetes y repisas, curaba el moquillo a las gallinas o desarmaba un despertador maltrecho para hacerlo marchar de nuevo.
Carmen Rosa recordaba solamente las postreras manifestaciones de aquella permanente, febril actividad, de aquel siempre estar haciendo algo útil que delineaba la imagen de su padre, no como la de un ser humano con debilidades y desfallecimientos, sino como la de una operante maquinaria con apariencia de hombre.
Después sobrevino «la tragedia». La tragedia se produjo durante la peste española, al concluir la guerra europea. Sobre aquel pobre pueblo llanero, ya devastado por el paludismo y la hematuria, ya terrón seco y ponedero de plagas, cayó la peste como zamuro sobre un animal en agonía. Murieron muchos orticeños, cinco por día, siete por día, y fueron enterrados quién sabe dónde y quién sabe por quién. Otros, familias enteras, huyeron despavoridos, dejando la casa, los enseres, las matas del patio, el perro. Desde entonces adquirió definitivamente Ortiz ese atormentado aspecto de aldea abandonada de ciudad aniquilada por un cataclismo, de misterioso escenario de una historia de aparecidos.
Don Casimiro Villena cayó enfermo. La peste lo derribó con una fiebre que iba más allá del límite previsto por los termómetros. Su piel quemaba a quienes la tocaban, como las piedras de un fogón encendido. A las pocas horas de aquella ininterrumpida combustión interior, don Casimiro comenzó a delirar, a balbucir frases incoherentes, a relatar episodios que nunca habían sucedido, a ver fantasmas en los rincones del cuarto.
—¡Déjame en paz, alma de Julián Carabaño, déjame en paz!
Incluso voceaba palabras soeces que doña Carmelita jamás había escuchado antes y que oía entonces sin entenderlas, sacudida de espanto, acurrucada en el mecedor de esterilla y encomendándose a las ánimas del purgatorio.
Finalmente, después de muchos días de arder como un pabilo, cedió la fiebre. Pero quedó el delirio, el desvarío, la ausencia. Don Casimiro Villena dejó de ser quien era para transformarse en una sombra que vagaba por los corredores de la casa gruñendo murmullos que no llegaban a palabra, articulando palabras que no llegaban a frase. Doña Carmelita sostenía que no fueron la peste ni la fiebre las causas verdaderas de «la tragedia», sino el tanto trabajar, el escaso dormir, el demasiado hacer y pensar, la preocupación trascendental de don Casimiro por los problemas grandes o pequeños de este mundo. Ella lo aseaba, lo vestía, le servía la comida en la boca como a un niño. Ella interpretaba a su manera los gruñidos y sostenía con él extraños diálogos:
—Yo creo, Casimiro, que debemos realizar a cualquier precio esa pieza de género blanco que nos queda en «La Espuela de Plata». El turco Samuel, que pasa por Ortiz cada cuatro semanas, vende género más barato y por cuotas...
—¡Uhm!... —rezongaba ausente don Casimiro.
—Me contenta que estés de acuerdo, hijo —continuaba ella imperturbable—. También quería consultarte sobre Martica. Sigue llorosa y deja la comida. Yo creo que esa muchacha necesita un reconstituyente y habrá que pedirlo a San Juan...
No así Carmen Rosa. Carmen Rosa comprendía cabalmente que don Casimiro Villena, su padre, aunque comiera con ellas en la mesa y paseara por los anchos corredores al despuntar la mañana, estaba muerto desde hacía mucho tiempo.
No el padre, no la madre, sino la señorita Berenice, maestra de escuela, fue el personaje de mayor relieve en el transcurso de la infancia de Carmen Rosa. El padre, don Casimiro Villena en pleno goce de sus facultades fue siempre una energía inaccesible. Entre la hacienda, las vacas lecheras, los viajes a La Villa, «La Espuela de Plata», los pequeños quehaceres que él se inventaba, se le iban como agua entre las manos las horas del día. Tiempo para hablar con las niñas, para acariciar a las niñas, nunca le sobró. Carmen Rosa recordaba, como suceso excepcional e inusitado, la ocasión en que don Casimiro la llevó de la mano hasta la plaza. Era domingo y pasó por Ortiz un italiano con una osa domesticada. La osa se llamaba Maruka y movía los pies torpemente al son de una pandereta que golpeaba su dueño. Era un italiano triste, de largos bigotes lacios, una osa triste, simulando una música y un baile a la vera de un pueblo triste. Pero Carmen Rosa aplaudió hasta enrojecerse las manos y gritó una y otra vez con el italiano:
—¡Baila, Maruka!
Don Casimiro le compró esa tarde caramelos en la bodega de Epifanio, unos largos caramelos de menta rayados en blanco y rojo, y hasta la montó a cabrito en sus hombros, al regreso, cuando ella se mostró cansada. Carmen Rosa se entusiasmó tanto que, una vez en la casa, se atrevió a pedir:
— Papaíto, ¡cuéntame un cuento!
Pero don Casimiro, sorprendido del tono y de la demanda, se limitó a responder con su gravedad de todos los días:
—Yo no sé de cuentos, hija.
En cuanto a la madre, doña Carmelita, siempre había sido una sombra. Una sombra de don Casimiro primero, una sombra de don Casimiro luego, una sombra de la propia Carmen Rosa más tarde. Era dulce y buena doña Carmelita. Gustaba de socorrer a los pobres y de consolar a los afligidos. Rezaba sus oraciones con ejemplar devoción y se multiplicaba ante el lecho de los enfermos. Pero por la infancia de Carmen Rosa pasó como una sombra amable que la vestía diariamente de limpio, le anudaba hermosos lazos azules en el pelo y la reprendía muy de tiempo en tiempo, cuando era imposible dejar de hacerlo:
—Carmen Rosa, ¡no te subas a las ramas del cotoperí que tú no eres un muchacho varón!
La señorita Berenice era muy diferente. Ella nunca se había casado, ni había tenido hijos soltera, «ni para Dios, ni para el diablo», como hubiera dicho el padre Tinedo. Su vida era un pequeño territorio que limitaba por todas partes con la escuela y con las matas de guayaba. Unas guayabas grandes como peras, de carne blanca y agridulce, que la señorita Berenice defendía heroicamente del sol y del viento, de la lluvia y de los pájaros, pero no de sus discípulas.
Era una mujer pálida, de una pulcritud impresionante, siempre olorosa a jabón y a agua del río, siempre recién bañada y vestida de blanco. Cuando el pelo rubio comenzó a encanecer y, más aún, cuando encaneció totalmente, Berenice fue adquiriendo visos de lirio, de nube, de velero.
No era Carmen Rosa la consentida, como pensaban las otras, sino el orgullo de la señorita Berenice. Había pasado muchos años dando clases en aquella escuelita —algún día la jubilaría el Ministerio de Instrucción, ya se lo habían prometido— y jamás se sentó en los bancos de su corredor una muchacha más atenta, más estudiosa, más curiosa que aquella. Llegaba la primera, con Martica a rastras y se marchaba la última, después de comerse las mejores guayabas y de hacer mil preguntas fuera de clase que las más veces ponían en grave aprieto a la maestra:
—Señorita Berenice, ¿a qué distancia de nosotros queda la estrella más lejana?
—Señorita Berenice, ¿por qué no se derrama el agua de los mares cuando la tierra da vueltas?
—Señorita Berenice, ¿por qué las gallinas necesitan un huevo para tener sus hijos?
—Señorita Berenice, ¿de dónde salió la madre de los hijos de Caín?
Tal vez Berenice escondía la añoranza de haber tenido una hija exactamente igual a Carmen Rosa. Tal vez pensaba acongojadamente en ese deseo no cumplido, a la hora del ángelus, cuando la casa se quedaba sola y la luz amarillenta de la lámpara de carburo hacía más desolada su soltería. Pero eso no significaba que Carmen Rosa fuera la consentida.
Cuando se realizaron los exámenes de instrucción primaria, la señorita Berenice tuvo la oportunidad de demostrar a las demás alumnas, y de demostrárselo a sí misma, que su interés hacia Carmen Rosa no se debía a una predilección caprichosa, ni a una injusta discriminación para con las otras niñas del pueblo. Había llegado un bachiller desde Calabozo, representando al Consejo de Instrucción, y constituyó el jurado examinador junto con ella misma y el señor Núñez, maestro de la escuela de varones.
Por mucho tiempo recordaron en Ortiz aquellos aciagos exámenes que no pasaron de la prueba escrita. Se presentaron diecisiete alumnos, entre hembras y varones, de edades muy diversas. Pericote, por ejemplo, que era el mayor, ya usaba pantalones largos y se afeitaba el bigote. Aspiraban todos a pasar al quinto grado, a servir de semilla para la creación de un quinto grado en Ortiz, que no existía desde mucho antes de la peste española. El señor Núñez y la señorita Berenice, infinitamente más nerviosos que sus discípulos, sabían de antemano que aquello no era posible. Con anquilostomos, con paludismo, con miseria, con olvido no era posible que aquel puñado de rapaces infelices aprendiera lo suficiente para aprobar un examen que iba a cumplirse de acuerdo con las sinopsis elaboradas en Caracas para niños sanos y bien nutridos. La señorita Berenice estaba más lirio que nunca y el señor Núñez se secaba el sudor con un pañuelo a cuadros mientras el bachiller de Calabozo dictaba las tesis correspondientes a la prueba escrita: «El Estado Trujillo. Población, ríos, distritos y municipios...». O la de gramática: «El adverbio. Definición y clasificación». O la de Instrucción Cívica: «Derechos constitucionales de los venezolanos».
Al día siguiente sucedió lo inevitable. El bachiller de Calabozo llegó apenadísimo a la escuela del señor Núñez, donde había de celebrarse la prueba oral. Como quien lanza al agua un objeto inútil, dejó caer sobre el pupitre del maestro un espeso fajo de cuartillas.
—Ni haciendo un esfuerzo caritativo pueden aprobarse —dijo—. Casi todos dejaron páginas enteras en blanco y los que intentaron desarrollar algún tema lo hicieron cometiendo infinidad de errores. Y luego la caligrafía, tan rudimentaria, como si fueran niños de seis años. Y la ortografía, no se diga. Ustedes deben comprender...
Núñez y Berenice comprendían demasiado. Inclusive deseaban hablar de otro asunto, del verano que había sido muy riguroso ese año, de la salud del obispo que se venía haciendo precaria. Pero el bachiller de Calabozo, insistió, esta vez sonreído:
—Por supuesto que hay una excepción. Las tesis de esta niña son excelentes.
Y extrajo de una carpeta de cuero las páginas que había escrito Carmen Rosa. Un carmín candoroso se extendió por el rostro de la señorita Berenice. El propio señor Núñez, conmovido, estrechó efusivamente la mano de la maestra.
Al bachiller de Calabozo le correspondía el trago amargo de anunciar la hecatombe al tropel anhelante que esperaba a la puerta de la escuela.
—Pueden regresar a sus casas. No hay prueba oral.
Y la señorita Berenice, tomando de un brazo a Carmen Rosa:
—Tú te quedas.
Presentó la prueba oral, única a responder ante tres examinadores, sin darse cuenta exacta de lo que estaba sucediendo. Y luego, cuando comprendió que había llegado sola y sobresaliente a un quinto grado que nunca existiría, se echó a llorar.