Casas Muertas
es un clásico de la novela latinoamericana, que situó a Miguel Otero Silva en un primerísimo lugar entre los escritores de su generación. Es la crónica de un pueblo tropical, Ortiz, condenado a desaparecer por la decrepitud de sus propias estructuras y el desánimo de sus antiguos pobladores. Magistralmente escrita, con serenidad y concisión, pero también con melancolía y momentos de concentrado lirismo, sus personajes cautivan por su intensidad sin estridencias ni detalles superfluos.
Miguel Otero Silva
CASAS MUERTAS
ePUB v1.0
Horus0101.11.11
Primera edición: 1955
(Editorial Losada, S.A. Buenos Aires)
Cubierta: Joan Batallé
© 1955 y 1980: Miguel Otero Silva
U
N ENTIERRO
E
SA MAÑANA
enterraron a Sebastián. El padre Pernía, que tanto afecto le profesó, se había puesto la sotana menos zurcida, la de visitar al Obispo, y el manteo y el bonete de las grandes ocasiones. Un entierro no era un acontecimiento inusitado en Ortiz. Por el contrario, ya el tanto arrastrarse de las alpargatas había extinguido definitivamente la hierba del camino que conducía al cementerio y los perros seguían con rutinaria mansedumbre a quienes cargaban la urna o les precedían señalando la ruta mil veces transitada. Pero había muerto Sebastián, cuya presencia fue un brioso pregón de vida en aquella aldea de muertos, y todos comprendían que su caída significaba la rendición plenaria del pueblo entero. Si no logró escapar de la muerte Sebastián, joven como la madrugada, fuerte como el río en invierno, voluntarioso como el toro sin castrar, no quedaba a los otros habitantes de Ortiz sino la resignada espera del acabamiento.
Al frente del cortejo marchaba Nicanor, el monaguillo, sosteniendo el crucifijo en alto, entre dos muchachos más pequeños y armados de elevados candelabros. Luego el padre Pernía, sudando bajo las telas del hábito y el sol del Llano. En seguida los cuatro hombres que cargaban la urna y, finalmente, treinta o cuarenta vecinos de rostros terrosos. El ritmo pausado del entierro se adaptaba fielmente a su caminar de enfermos. Así, paso a paso, arrastrando los pies, encorvando los hombros bajo la presión de un peso inexistente, se les veía transitar a diario por las calles del pueblo, por los campos medio sembrados, por los corredores de las casas.
Carmen Rosa estaba presente. Ya casi no lloraba. La muerte de Sebastián era sabida por todos —ella misma no la ignoraba, Sebastián mismo no la ignoraba— desde hacía cuatro días. Entonces comenzó el llanto para ella. Al principio luchó por impedir que llegara hasta sus ojos esa lluvia que le estremecía la garganta. Sabía que Sebastián, como confirmación inapelable de su sentencia a muerte, sólo esperaba ver brotar sus lágrimas. Observaba los angustiados ojos febriles espiándole el llanto y ponía toda su voluntad en contenerlo. Y lo lograba, merced a un esfuerzo violento y sostenido para deshacer el nudo que le enturbiaba la voz, mientras se hallaba en la larga sala encalada donde Sebastián se moría. Pero luego, al asomarse a los corredores en busca de una medicina o de un vaso de agua, el llanto le desbordaba los ojos y le corría libremente por el rostro. Más tarde, en la noche, cuando caminaba hacia su casa por las calles penumbrosas y, más aún, cuando se tendía en espera del sueño, Carmen Rosa lloraba inacabablemente y el tanto llorar le serenaba los nervios, le convertía la desesperación en un dolor intenso pero llevadero, casi dolor tierno después, cuando el amanecer comenzaba a enredarse en la ramazón del cotoperí y ella continuaba tendida, con los ojos abiertos y anegados, aguardando un sueño que nunca llegaba.
Ahora marchaba sin lágrimas, confundida entre la gente que asistía al entierro. Habían dejado a la espalda las dos últimas casas y remontaban la leve cuesta que conducía a la entrada del cementerio. Ella caminaba arrastrando los pies como todos, en la misma cadencia de todos, pero se sentía tan lejana, tan ausente de aquel desfile cuyo sentido se negaba a aceptar, que a ratos parecíale que ella y la que caminaba con su cuerpo eran dos personas distintas y que bien podía la una seguir con pasos de autómata hasta el cementerio, en tanto que la otra regresaba a la casa en busca del llanto.
Dos mujeres la acompañaban. A un lado su madre, doña Carmelita, con el mohín de niño asustado que la vejez no había logrado borrar, llorando no tanto por Sebastián muerto, como por el dolor que sobre Carmen Rosa pesaba, sintiéndose infinitamente pequeña y miserable por no haber podido evitarle a la hija aquel infortunio. A la izquierda iba Marta, la hermana, preñada como el año pasado, heroicamente fatigada por aquella lenta marcha bajo el sol. Carmen Rosa advertía en la atmósfera la fluencia del amor de las dos mujeres, la ternura de ambas sosteniéndola para que no diera consigo en tierra.
En el trecho final cargaron la urna cuatro hombres jóvenes como Sebastián, aunque no vigorosos como lo fuera él antes de caer. Eran cuatro perfiles en ocre, aguzados como la cabeza del gavilán. Su juventud naufragaba en las miradas tardas, en los desfiladeros de los pómulos, en los pliegues que circundaban los ojos. Uno de ellos, primo hermano de Sebastián, había venido en burro desde Parapara. Los otros tres eran de Ortiz y Carmen Rosa los conocía desde niños. Había corrido con ellos por las márgenes del Paya, había matado palomas montañeras junto con ellos. El más alto, Celestino, sobre cuyos hombros caía poco menos del peso total de la urna, había estado siempre enamorado de ella, desde que corrían a la par del río y mataban pájaros. Ahora cargaba el cadáver de Sebastián, soportando el mayor peso por ser el más alto, y dos lágrimas de hombre le bajaban por los pómulos angulosos.
Se divisaba ya la tapia del cementerio, su humilde puerta con cruz de hierro en el tope y festones encalados a los lados. Carmen Rosa recordaba el texto del cartelito, escrito en torpes trazos infantiles, que colgaba de esa puerta: «No salte la tapia para entrar. Pida la llave». La tapia era de tan escasa altura que bien podía saltarse sin esfuerzo. Y no había a quien pedir la llave porque nadie cuidaba del cementerio desde que murió el viejo Lucio. El gamelote y la paja sabanera se hicieron dueños de aquellas tierras sin guardián, campeaban entre las tumbas y por encima de ellas, ocultaban los nombres de los difuntos, asomaban por sobre de la tapia diminuta.
A escasa distancia de la puerta, la marcha del cortejo se tornó lentísima. Los cuatro hombres que llevaban la urna iniciaron, con gravedad de ceremonia ritual, un viraje de sus pasos destinado a hacer girar el ataúd hasta situarlo de frente al portal del cementerio. Como en una conversión de escuadra militar, pero incalculablemente más despacio, tres de los cargadores giraban alrededor de aquel que se mantenía en el ángulo delantero izquierdo. Este último se limitaba a mover los pies, levantando humaredas de polvo seco, simulando pasos que no daba. Era una evolución muy semejante a la que cumplían los cargadores de la imagen de Santa Rosa, cuando la procesión doblaba la última esquina de la plaza y tomaba el rumbo de la iglesia. Cesaron los murmullos y los rezos, las mujeres acallaron el llanto por un instante, y sólo se oyó el arrastrarse isócrono de los pies, un largo y patético chas-chas que encerraba para aquellos hombres una honda expresión de despedida.
Después lo enterraron. Eso no lo vio Carmen Rosa. Cerró los ojos con desesperada fuerza, reclinó la cabeza sobre el hombro de la madre, sintió en la garganta una sal de lágrimas que ya no salían y en el costado una herida casi física, como de lanza. A sus oídos llegaron confusamente los latinazos roncos del padre Pernía y la voz atiplada del monaguillo que decía «Amén» pensando en otra cosa.
Regresaron por la misma ruta, ya sin la urna. Marchaban, también de vuelta, al paso lento y desgonzado de los que no quieren llegar a donde van. Tal vez era domingo. Sin duda era domingo, pero nadie pensaba en eso. Ninguna diferencia existía entre un martes y un domingo para ellos. Ambos eran días para tiritar de fiebre, para mirarse la úlcera, para escuchar frases aciagas: «La comadre Jacinta está con la perniciosa»; «Nació muerto el muchachito de Petra Matute»; «A Rufo, el de la calle real, se lo llevó la hematuria». Apenas el padre Pernía se preocupaba por recordarles cuándo era domingo, desatando la voz de las campanas para anunciar su misa. Pero aquel día, domingo o lo que fuera, el padre Pernía presenció la dura agonía de Sebastián, amaneció junto al cadáver y las campanas no llamaron a misa porque estaban doblando desde muy temprano.
Carmen Rosa volvió a la casa, apoyada en el débil brazo de doña Carmelita y seguida por un irresoluto tropel de hombres y mujeres que no se despedían de ella porque no disponían de ánimo para hacerlo. Entraron todos por el portal de la casa, se agolparon largo rato en los corredores hablando a media voz o mirando a Carmen Rosa silenciosamente y se marcharon al fin, ya mucho después del mediodía, escurriéndose por el ancho zaguán que daba a la plaza.
El patio era el más hermoso de Ortiz, posiblemente el único patio hermoso de Ortiz. En sembrarlo, en cuidarlo, en hacerlo florecer había empecinado Carmen Rosa su fibra juvenil, tercamente afanada en construir algo mientras a su alrededor todo se destruía. Tan sólo el tamarindo y el cotoperí, plantados allí desde hacía mucho tiempo, nada les debían, salvo el riego y la ternura, a las manos de Carmen Rosa. Nacieron para soportar aquel sol, para endurecer sus troncos en la penuria, e igualmente erguidos se hallarían en el patio aunque Carmen Rosa no hubiera nacido después que ellos para regarlos y amarlos.
No así las otras plantas. Ni siquiera las añosas trinitarias que trepaban a uno y otro extremo del corredor desde que el padre Tinedo, cuando fue cura del pueblo, las sembró para doña Carmelita. Pero era Carmen Rosa quien las limpiaba de hojas secas, quien las podaba con las tijeras de la costura, quien las humedecía con agua del río cuando el cielo negaba su lluvia. Y ellas retribuían el esmero cubriéndose de flores para Carmen Rosa, farolillos encarnados la de la izquierda, farolillos púrpura la de la derecha, y elevándose ambas hasta el techo para servir de pórtico florido a todo el jardín.
Tampoco las cayenas, éstas sí sembradas por Carmen Rosa, que se alejaban hasta el confín del patio y cuyas flores rojas y amarillas sabían mecerse alegremente al ritmo seco de la brisa llanera. Mucho menos los helechos, plantados en latas que fueron de querosén o en cajones que fueron de velas, alineados como banderas verdes en el pretil, los más gozosos a la hora de beber ávidamente el agua cotidiana que Carmen Rosa distribuía. Y aún menos los capachos, nunca hechos para ser abatidos por aquel viento áspero, a los cuales la solicitud de Carmen Rosa y la sombra del cotoperí hacían reventar en flores rojas cual si se hallasen en otra altura y bajo otro clima.
Ni otras plantas más humildes que no engalanaban por las flores sino por la gracia de sus hojas y cuyos nombres sólo Carmen Rosa conocía en el pueblo: una de hojas largas veteadas en tonos rojos y pardos; otra de hojas redondas y dentadas, casi blancas, como de cristal opaco; otra de hojas menuditas que ascendían y caían de nuevo con la elegancia de un surtidor. Todas ellas, y la pascua con sus grandes corolas rosadas, y los llamativos racimos de las clavellinas, y el guayabo cuyos frutos eran protegidos desde pintones con fundas de lienzo que los libraban de la voracidad de los pájaros, todas aquellas plantas debían su lozanía, su vigor, su existencia misma a las manos de Carmen Rosa.