Sir Leicester tiene por lo menos veinte años más que Milady. Ya no cumplirá los sesenta y cinco, ni quizá los sesenta y seis, ni los sesenta y siete. De vez en cuando tiene un ataque de gota, y anda un poco tieso. Tiene una magnífica presencia, con su pelo y sus patillas de color gris claro, sus finas camisas de encaje, su chaleco de un blanco inmaculado y su levita azul, cuyos botones brillantes siempre están abotonados. Es ceremonioso, solemne, muy cortés con Milady en todo momento, y tiene la mayor estima por todos los atractivos personales de Milady. Su galantería para con Milady, que no ha variado desde que la cortejaba, es el único detalle romántico de su persona.
De hecho, se casó con ella por amor. Todavía se rumorea que ella no tenía ni familia; pero Sir Leicester tenía tanta familia que quizá le bastara con la suya y pudiera renunciar a adquirir más. Pero ella tenía belleza, orgullo, ambición, una determinación insolente y suficiente buen sentido como para dotar a una legión de damas finísimas. Cuando a todo eso se añadieron riqueza y posición social, ascendió rápidamente, y desde hace años Milady Dedlock está en el centro del gran mundo, en la cúspide de la pirámide del gran mundo.
Todo el mundo sabe que Alejandro lloró cuando ya no le quedaron más mundos que conquistar, o más bien debería saberlo, pues es un asunto del que ya se ha hablado mucho. Cuando Milady Dedlock conquistó su mundo, no cayó en un estado de aflicción, sino de gelidez. Los trofeos de su victoria son un gesto de cansancio, una placidez gastada, una ecuanimidad fatigada que no pueden agitar el interés ni la satisfacción. Tiene unos modales perfectos. Si mañana la subieran al Cielo, es de prever que ascendería sin el menor gesto de delirio.
Todavía conserva su belleza, y aunque ya no esté en su apogeo, tampoco se halla en el otoño. Tiene una hermosa faz, inicialmente de un tipo al que se hubiera calificado de guapa, más que de hermosa, pero que ha ido mejorando hasta convertirse en clásica gracias a la expresión que le ha ido dando su elevada condición. Tiene una figura elegante, y da la impresión de ser alta. No es que lo sea, sino que, como ha afirmado en varias ocasiones el Honorable Bob Stables, «aprovecha al máximo todas sus ventajas». La misma autoridad afirma que se atavía perfectamente, y observa, al elogiar en especial sus cabellos, que es la mujer mejor peinada de toda la cuadra.
Revestida de todas sus perfecciones, Milady Dedlock ha llegado de su residencia de Lincolnshire (perseguida en todo momento por los rumores del gran mundo) a pasar unos días en su casa de Londres antes de irse a París, donde Su Señoría se propone pasar unas semanas, y después no sabe adónde ir. Y en su casa de Londres se presenta, en esta tarde sombría, un caballero anticuado y viejo, que es abogado y además consejero del Alto Tribunal de Cancillería, que tiene el honor de ser el asesor jurídico de los Dedlock y tiene en su despacho tantas cajas de hierro con el nombre de éstos escrito en el exterior como si el baronet actual fuera la moneda del truco del prestidigitador y alguien lo estuviera pasando constantemente de un lado a otro del escenario. Un Mercurio empolvado lo conduce por el vestíbulo, las escaleras, los pasillos y las salas, que brillan durante la temporada y se entenebrecen después de ella (como un país de las hadas para el visitante, pero un desierto para quien allí habita) hasta llegar a la presencia de Milady.
El viejo caballero tiene un aspecto oxidado, pero también fama de haber obtenido bastantes beneficios con contratos de matrimonios aristocráticos y aristocráticos testamentos, y de ser muy rico. Está rodeado de un aura misteriosa de confidencias familiares, de las que se sabe que es depositario silencioso. Hay nobles mausoleos, iniciados hace siglos en claros retirados de muchos parques, que quizá contengan menos secretos de la nobleza que los que en el mundo de los hombres encierra el pecho de Tulkinghorn
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. Pertenece a eso que se llama la vieja escuela (término que, por lo general, significa toda escuela que jamás parece haber sido joven) y lleva calzones hasta la rodilla atados con lazos, así como polainas o medias. Una peculiaridad de su ropa negra, y de sus negras medias, sean de seda o de estambre, es que nunca brillan. Su atavío, mudo, apretado, insensible a cualquier luz que incide sobre él, es igual que él mismo. Nunca conversa, salvo que se le haga una consulta profesional. A veces se le ve, sin decir una palabra, pero perfectamente a sus anchas, sentado al extremo de una mesa durante un banquete en una de las grandes casas, o junto a las puertas de un salón, en acontecimientos de los que los rumores del gran mundo siempre tienen mucho que decir; todo el mundo lo conoce, y la mitad de la Alta Nobleza se detiene a decir: «¿Cómo está usted, señor Tulkinghorn?». Él recibe estos saludos gravemente y los entierra junto con el resto de las cosas que sabe.
Sir Leicester Dedlock está con Milady y celebra ver al señor Tulkinghorn. Éste tiene un aire de prescripción legal que siempre agrada a Sir Leicester; lo recibe como una especie de homenaje. Le agrada cómo viste el señor Tulkinghorn; también eso es como un homenaje. Es eminentemente respetable y, al mismo tiempo, como una especie de uniforme de servicio distinguido. Expresa, por así decirlo, la administración de los servicios jurídicos, la mayordomía de la bodega jurídica, de los Dedlock.
¿Tiene alguna idea de todo esto el señor Tulkinghorn? Quizá sí y quizá no, pero existe una notable circunstancia que observar en todo lo relacionado con Milady Dedlock como parte de una clase, como parte de los líderes y representantes de su pequeño mundo. Ella se considera un Ser inescrutable, totalmente fuera del alcance y la comprensión de los ordinarios mortales, cuando se contempla ante el espejo, y entonces efectivamente parece serlo. Pero todas las estrellas menores que giran a su alrededor, desde su doncella hasta el director de la ópera Italiana, conocen sus debilidades, sus prejuicios, sus locuras y sus caprichos, y viven con un cálculo y una medida tan exactos de su carácter moral como los que toma su modista de sus proporciones físicas. ¿Hay que preparar un nuevo vestido, un nuevo atavío, un nuevo cantante, un nuevo bailarín, un nuevo enano o un gigante, una nueva capilla, un nuevo lo que sea? Existe una serie de personas diferentes, en una docena de oficios, de quienes Lady Dedlock no sospecha que hagan otra cosa que postrarse ante ella, que pueden deciros cómo manejarla como si fuera un bebé, que la guían a todo lo largo de su vida, que aceptan humildemente seguirla con total sumisión, y que en realidad la guían a ella y a todo su grupo; que al enganchar a una, enganchan a todos ellos, igual que Lemuel Gulliver arrastró tras de sí a la solemne flota del majestuoso Lilliput. «Si quiere usted tratar con nuestro personal, señor mío», dicen los joyeros Blaze y Sparkle
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(que al decir «personal» se refieren a Milady Dedlock y el resto), «ha de recordar que no está tratando con el público en general; hay que dar a esa gente en su punto flaco, y ése es su punto flaco». «Señores, para hacer que este artículo se venda», dicen Sheen y Gloss, los pañeros, a sus amigos los fabricantes, «tienen que venir a nosotros, porque nosotros sabemos adónde llevar al gran mundo, y hacer que algo se ponga de moda». «Si quiere usted hacer que esta litografía llegue a los salones de mis altas relaciones, señor mío», dice el señor Sladdery, el librero, «o si quiere usted llevar a tal gigante o a cual enano a las casas de mis altas relaciones, señor mío, o si quiere usted conseguir para esta compañía el patrocinio de mis altas relaciones, señor mío, tenga usted la bondad de dejarlo en mis manos, pues estoy acostumbrado a estudiar a las principales de mis altas relaciones, señor mío, y puedo decirle sin vanidad que hacen lo que yo les digo», en lo cual el señor Sladdery, que es hombre honrado, no exagera en absoluto.
Por ende, si bien es posible que el señor Tulkinghorn no sepa lo que pasa ahora por las cabezas de los Dedlock, también es muy posible que sí lo sepa.
—¿Ha vuelto a verse hoy la causa de Milady ante el Canciller, señor Tulkinghorn? —pregunta Sir Leicester al darle la mano.
—Sí. Hoy se ha vuelto a ver —replica el señor Tulkinghorn con una de sus leves reverencias a Milady, la cual está sentada en un sofá frente a la chimenea, protegiéndose el rostro con una pantalla de mano.
—Supongo que es inútil preguntar —dice Milady, presa todavía de la monotonía de la residencia de Lincolnshire— si se ha hecho algo.
—Hoy no se ha hecho nada que pudiera
usted
calificar de algo —contesta el señor Tulkinghorn.
—Y nunca se hará —observa Milady.
Sir Leicester no tiene ninguna objeción a un pleito interminable en Cancillería. Es un trámite lento, caro, británico, constitucional. Claro que a él en ese pleito no le va nada vital, pues lo único que aportó Milady a su matrimonio fue su participación en ese pleito, y tiene una vaga impresión de que el que su nombre —el nombre de Dedlock— figure en esa causa y no sea el título de esa misma causa constituye el más ridículo de los accidentes. Pero considera que el Tribunal de Cancillería, pese a entrañar algún que otro retraso en la justicia, y un cierto volumen de confusión, es algo ideado, junto con muchas otras cosas, por la perfección de la sabiduría humana y para la solución eterna (en términos humanos) de todas las cosas. Y opina, en general, decididamente que el dar la sanción de su aprobación a cualquier crítica respecto de ese Tribunal equivaldría a alentar a alguien de las clases inferiores a que se rebelara en alguna parte, a alguien como Weat Tyler
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—Como se han inscrito unas cuantas declaraciones juradas nuevas, y como son breves, y como parto del incómodo principio de solicitar a mis clientes que me permitan informarles de todas las novedades de una causa —dice el señor Tulkinghorn, que cautelosamente no acepta más responsabilidades que las necesarias—, y además como se va usted a París, los he traído en el bolsillo.
(Sir Leicester también iba a París, pero lo que interesaba al rumor del gran mundo era que fuese Milady.)
El señor Tulkinghorn saca sus documentos, pide permiso para depositarlos en una mesa que es un talismán dorado puesto al lado de Milady, y empieza a leer a la luz de una lámpara de mesa.
«En Cancillería. Entre John Jarndyce…»
Milady interrumpe y le pide que prescinda de todas las pesadeces formales que sea posible.
El señor Tulkinghorn mira por encima de sus impertinentes y vuelve a empezar más abajo. Milady, distraída y despectivamente, va desviando su atención. Sir Leicester, sentado en un butacón, contempla la chimenea, y parece sentir un agrado ceremonioso por las reiteraciones y las prolijidades jurídicas, como si formaran parte de los bastiones de la nación. Da la casualidad de que donde está sentada Milady el fuego de la chimenea calienta mucho, y de que la pantalla de mano es más bonita que útil, y es inapreciable, pero pequeña. Milady cambia de postura y ve los papeles que hay en la mesa, los contempla más de cerca, cada vez más de cerca, y pregunta impulsivamente:
—¿Quién hizo esas copias?
El señor Tulkinghorn se interrumpe, sorprendido ante la agitación de Milady y su tono desusado.
—¿Es eso lo que llaman ustedes letra cancilleresca? —pregunta ella, que lo mira a los ojos, una vez más con gesto inexpresivo y jugando con la pantalla.
—No exactamente. Probablemente —y el señor Tulkinghorn examina el documento mientras habla—, ese aspecto jurídico que tiene se adquiriese después de que se fuera formando la letra del copista. ¿Por qué me lo pregunta?
—Cualquier cosa con tal de variar esta detestable monotonía. ¡Pero siga, siga!
El señor Tulkinghorn vuelve a leer. El calor va en aumento y Milady vuelve a protegerse el rostro con la pantalla. Sir Leicester da una cabezada, se despierta de repente y exclama:
—¿Eh? ¿Qué decía?
—Decía que me temo —contesta el señor Tulkinghorn, que se ha levantado apresuradamente— que Milady Dedlock se siente mal.
—Un vahído —murmura Milady, a quien se le han puesto blancos los labios—; nada más, pero me siento muy débil. No me digan nada. ¡Llamen para que me lleven a mis aposentos!
El señor Tulkinghorn se retira a otra sala; suenan timbres, ruidos de pasos, primero lentos y después a la carrera; después, silencio. Por fin, Mercurio ruega al señor Tulkinghorn que vuelva.
—Ya está mejor —dice Sir Leicester, con un gesto al abogado para que se siente y siga leyendo ante él sólo—. Me he asustado mucho. Nunca había visto desmayarse a Milady. Pero hace un tiempo terrible, y la verdad es que se ha muerto de aburrimiento en nuestra residencia de Lincolnshire.
Me resulta muy difícil empezar a escribir mi parte de estas páginas, pues sé que no soy lista. Siempre lo he sabido. Recuerdo que cuando era muy pequeña solía decirle a mi muñequita, cuando nos quedábamos a solas:
«Vamos, Muñequita, sabes perfectamente que no soy muy lista, y tienes que ser buena y tener paciencia conmigo!». Y ella se quedaba sentadita en una gran butaca, con la tez tan bonita y los labios sonrosados, contemplándome, o más bien contemplando la nada, mientras yo me ocupaba en mis labores y le contaba cada uno de mis secretos.
¡Cuánto quería yo a aquella muñeca! Entonces era yo tan tímida que apenas me atrevía a abrir la boca, y jamás me atrevía a revelar mis pensamientos ante nadie, más que ella. Casi me echo a llorar cuando recuerdo cómo me tranquilizaba, al volver de la escuela, el subir corriendo las escaleras hasta mi habitación y exclamar: «¡Ay, muñequita fiel; ya sabía yo que me estarías esperando!», y luego me sentaba en el suelo, apoyada en el brazo de su butacón, y le decía todo lo que había visto desde que nos separamos. Yo siempre había sido muy observadora —¡aunque no muy viva, eso no!—, una observadora silenciosa de lo que pasaba ante mí, y solía pensar que me gustaría comprenderlo todo mejor. No es que sea de comprensión muy rápida. Cuando quiero muchísimo a alguien, parece que comprendo mejor. Pero también es posible que eso sea una vanidad mía.
Desde mis primeros recuerdos, quien me crió fue mi madrina, igual que a algunas de las princesas de los cuentos de hadas, sólo que yo no era nada encantadora. ¡Mi madrina era una mujer buenísima! Iba a la iglesia tres veces todos los domingos, y a las oraciones de la mañana los miércoles y los viernes, y a los sermones cuando los había, y no fallaba nunca. Era hermosa, y si alguna vez hubiera sonreído (pensaba yo entonces), hubiera sido como un ángel, pero nunca sonreía. Siempre estaba muy seria, y era muy estricta. A mí me parecía que como ella era tan buena, la maldad de los otros le hacía pasarse la vida con el ceño fruncido. Me sentía tan diferente de ella, incluso si se tienen en cuenta todas las diferencias que hay entre una niña y una mujer; me sentía tan pobre, tan insignificante, que nunca podía actuar con naturalidad ante ella; no, ni siquiera podía quererla como yo hubiera deseado. Me sentía muy triste al pensar lo buena que era ella y lo indigna de ella que era yo, y solía confiar ardientemente en que más adelante tendría yo mejor corazón, y hablaba mucho de eso con mi querida Muñequita, pero nunca quise a mi madrina como hubiera debido quererla, y como creía que debía quererla si yo hubiera sido una niña más buena.