Casa desolada (2 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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¿Y quién está en la Sala del Lord Canciller esta tarde sombría, además del Lord Canciller, el abogado de la causa, dos o tres abogados que nunca tienen una causa y el foso de abogados antes mencionado? Está el escribano, sentado más abajo del magistrado, con su peluca y su toga, y hay dos o tres maceros, o bolseros, o saqueros, o lo que sean, con los uniformes de su oficio.
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Todos ellos bostezan, porque ya no es posible divertirse con JARNDYCE Y JARNDYCE
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(que es la causa de la que se trata), que quedó exprimida hasta el tuétano hace años. Los taquígrafos, los secretarios de tribunales y los periodistas de tribunales se marchan siempre que reaparece Jarndyce y Jarndyce. Sus sitios se quedan vacíos. Subida en una silla a un lado de la sala, con objeto de ver mejor el santuario encortinado, hay una ancianita loca tocada con un gorro fruncido, que siempre está en el tribunal, desde que empieza la sesión hasta que se levanta, y que siempre espera que se pronuncie algún fallo incomprensible en su favor. Hay quien dice que efectivamente es, o fue alguna vez, parte en un pleito, pero nadie está seguro, porque a nadie le importa. Lleva en su ridículo cachivaches a los que califica de documentos; se trata fundamentalmente de fósforos, de papel y de lavanda seca. Aparece un preso cetrino, detenido por sexta vez, a fin de presentar una instancia personal «para purgar su desacato», pero como se trata del único superviviente de una familia de albaceas, y ha caído en un estado de confusión de cuentas, de las cuales nadie le acusa de haber sabido nada, no es en absoluto probable que lo vaya a lograr. Entre tanto, no tiene ningún futuro en la vida. Otro pleiteante arruinado, que llega periódicamente desde Shropshire, y se esfuerza por hablar con el Canciller a última hora del día, y al que no hay medio de hacer comprender que el Canciller ignora legalmente su existencia después de habérsela destrozado durante un cuarto de siglo, se planta en un buen sitio y mira atentamente al Magistrado, dispuesto a exclamar «¡Señoría!» con sonora voz de queja en el momento en que Su Señoría se levante. Unos cuantos pasantes de abogados y otros que conocen de vista al pleiteante deambulan por allí, por si hace algo divertido, y anima un poco este día tan triste.

Jarndyce y Jarndyce se arrastra. Este pleito de espantapájaros se ha ido complicando tanto con el tiempo que ya nadie recuerda de qué se trata. Quienes menos lo comprenden son las partes en él, pero se ha observado que es imposible que dos abogados de la Cancillería lo comenten durante cinco minutos sin llegar a un total desacuerdo acerca de todas las premisas. Durante la causa han nacido innumerables niños; innumerables jóvenes se han casado; innumerables ancianos han muerto. Docenas de personas se han encontrado delirantemente convertidas en partes en Jarndyce y Jarndyce, sin saber cómo ni por qué; familias enteras han heredado odios legendarios junto con el pleito. El pequeño demandante, o demandado, al que prometieron un caballito de madera cuando se fallara el pleito, ha crecido, ha poseído un caballo de verdad y se ha ido al trote al otro mundo. Las jovencitas pupilas del tribunal han ido marchitándose al hacerse madres y abuelas; se ha ido sucediendo una larga procesión de Cancilleres que han ido desapareciendo a su vez; la legión de certificados para el pleito se ha transformado en meros certificados de defunción; quizá ya no queden en el mundo más de tres Jarndyce desde que el viejo Tom Jarndyce, desesperado, se voló la tapa de los sesos en un café de Chancery Lane, pero Jarndyce y Jarndyce sigue arrastrándose monótono ante el Tribunal, eternamente un caso desesperado.

Jarndyce y Jarndyce se ha convertido en un tema de broma. Es lo único bueno que ha producido. Ha acarreado la muerte a mucha gente, pero en la profesión es motivo de risa. Todos los procuradores en Cancillería tienen algo que contar a su respecto. Todos los Cancilleres han «estado en él» en nombre de unos o de otros, cuando eran meros abogados. Han hablado bien del caso viejos magistrados de narices rojas y gruesos zapatos en comités selectos mientras tomaban su oporto después de cenar en sus oficinas. Los abogadillos que están haciendo sus pasantías han profundizado en él sus conocimientos jurídicos. El último Lord Canciller lo manejó muy bien cuando, al corregir al señor Blowers, el eminente Abogado de la Corona, que había dicho de algo que no pasaría hasta que las ranas criaran pelo, le señaló: «O hasta que hayamos terminado con Jarndyce y Jarndyce, señor Blowers», broma que hizo particular gracia a los maceros los bolseros y los saqueros.

Sería muy difícil saber a cuántas de las personas implicadas en el pleito ha tocado Jarndyce y Jarndyce con su mano enferma para deformarlas y corromperlas. Desde el procurador, en cuyos archivos las resmas polvorientas de atestado para Jarndyce y Jarndyce han ido arrugándose en sombrías y múltiples formas, hasta el copista de la Oficina de los Seis Secretarios
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, que ha copiado docenas de miles de páginas de folios oficiales de la Cancillería bajo ese epígrafe eterno, nadie ha llegado a ser una persona mejor gracias al pleito. El engaño, la evasión, los aplazamientos, el saqueo, el hostigamiento, las falsedades de todo tipo, no contienen influencia alguna que pueda jamás llevar a nada bueno. Es posible que hasta los meritorios de los procuradores, que han mantenido a distancia a los sufridos pleiteantes, con sus permanentes protestas de que el señor Chizzle, Mizzle
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, o lo que fuera, estaba muy ocupado y tenía visitas hasta la hora de cenar, se hayan visto moralmente influidos por Jarndyce y Jarndyce. El administrador judicial de la causa ha adquirido una buena suma de dinero gracias a ella, pero también ha llegado a desconfiar hasta de su propia madre y a despreciar a sus propios colegas. Chizzle, Mizzle, o quienes sean, han caído en el hábito de prometerse a sí mismos que van a estudiar ese asuntillo pendiente y ver lo que se puede hacer por Drizzle —al que no se le ha tratado demasiado bien— cuando el bufete pueda terminar con Jarndyce y Jarndyce. La malhadada causa ha esparcido por todas partes la pereza y la codicia, en todas sus múltiples formas, e incluso quienes han contemplado su historia desde el círculo más remoto de tanta perversión se han visto insensiblemente tentados a dejar que la maldad siguiera su mal camino y a opinar vagamente que si el mundo va mal era porque, quizá por distracción, nadie pretendió nunca que fuera bien.

Así, en medio del barro y en el centro de la niebla está el Lord Gran Canciller sentado en su Alto Tribunal de Cancillería.

—Señor Tangle
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—dice el Lord Gran Canciller, que últimamente se está cansando un tanto de la elocuencia del erudito jurista.

—Señoría —dice el señor Tangle. El señor Tangle sabe más que nadie del caso Jarndyce y Jarndyce. Esa fama tiene; se dice que desde que salió de la Facultad no se ha ocupado más que de él.

—¿Le queda mucho por exponer?

—No, señoría…, varios aspectos…, me siento obligado a señalar… señoría —es la respuesta que susurra el señor Tangle.

—Creo que todavía han de intervenir varios letrados, ¿no? —dice el Canciller con una leve sonrisa. Dieciocho distinguidos colegas del señor Tangle, cada uno de ellos armados con un breve resumen de 1800 folios, asienten subiendo y bajando las cabezas como 18 teclas de un piano, hacen 18 reverencias y vuelven a ocupar sus 18 asientos anónimos.

—Continuaremos la audiencia del miércoles en quince días —anuncia el Canciller. Pues el tema en estudio no es más que una cuestión de costas, una mera gota en el océano del pleito principal, y ésta sí que se va a resolver en cuestión de días.

El Canciller se pone en pie; llevan al preso a toda prisa al frente; el hombre de Shropshire exclama:: «¡Señoría!». Maceros, bolseros y saqueros exigen silencio, indignados, y miran ceñudos al hombre de Shropshire.

—Por lo que hace —continúa el Canciller, que sigue refiriéndose a Jarndyce y Jarndyce— a la jovencita…

—Con la venia de Su Señoría…, el joven —dice el señor Tangle prematuramente.

—Por lo que hace —continúa el Canciller, vocalizando exageradamente— a la jovencita y al joven, los dos menores —el señor Tangle queda aplastado—, que ordené estuvieran presentes hoy, y que se hallan en estos momentos en mi despacho, voy a verlos para ver si procede que ordene que pasen a residir con su tío.

El señor Tangle vuelve a ponerse en pie:

—Con la venia de Su Señoría…, fallecido.

—Con su… —y el Canciller contempla los papeles que tiene en la mesa a través de los anteojos—, su abuelo.

—Con la venia de Su Señoría…, víctima de acto temerario…, tapa de los sesos.

De pronto, un abogado muy bajito, con tremenda voz tonante, se levanta, todo inflado, en medio de los bancos traseros de niebla, y dice:

—¿Permite Su Señoría? Actúo yo en su nombre. Se trata de un primo lejano. De momento no puedo informar al Tribunal de cuál es el grado de parentesco, pero es su primo.

Tras dejar que este discurso (pronunciado como un mensaje de ultratumba) resuene hasta las vigas del techo, el abogado bajito se deja caer en el asiento y desaparece en la niebla. Todo el mundo lo busca. Nadie lo ve.

—Voy a hablar con los dos jóvenes —vuelve a hablar el Canciller— para ver si procede que pasen a residir con su primo. Hablaré del asunto cuando vuelva a la Sala, mañana por la mañana.

El Canciller está a punto de hacer una inclinación a los abogados cuando comparece el preso. Imposible hacer nada respecto del confuso estado de sus asuntos, salvo volverlo a enviar a la cárcel, y eso es lo que se hace inmediatamente. El hombre de Shropshire aventura otro «¡Señoría!» de reproche, pero el Canciller ya ha advertido su presencia y ha desaparecido hábilmente. Todo el mundo desaparece a gran velocidad. Se llena una batería de sacas azules
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con grandes cargas de papeles que se llevan los secretarios; la viejecita loca se marcha con sus documentos; la sala vacía se cierra con siete llaves. ¡Si todas las injusticias que se han cometido en ella y todos los pesares que ella ha causado pudieran encerrarse con ella y quemarlo todo en una enorme pira funeraria, tanto mejor para otras partes, además de las partes en Jarndyce y Jarndyce!

2. El gran mundo

Lo único que queremos en esta tarde neblinosa es echar un vistazo al gran mundo. No es tan diferente del Tribunal de Cancillería como para que no podamos pasar de una escena directamente a la otra. Tanto en el gran mundo como en el Tribunal de Cancillería imperan los precedentes y las costumbres; son Rip Van Winkles que han dormido demasiado, que se dedican a extraños juegos en medio de las mayores tormentas; bellas durmientes a las que algún día despertará el Príncipe, cuando todos los asadores inmóviles en la cocina se pongan a girar a velocidad prodigiosa.

No es un mundo muy grande. En comparación incluso con este mundo nuestro, que también tiene sus límites (como averiguará Vuestra Alteza cuando lo haya recorrido y hayamos llegado al borde del Más Allá), es como una mota de polvo. Tiene muchos aspectos buenos; mucha de la gente que pertenece a él es buena y leal; tiene un papel que desempeñar. Pero lo malo que tiene es que es un mundo envuelto en tanto algodón y lana fina de joyero, y es incapaz de escuchar el tumulto de mundos más anchurosos, y es incapaz de ver cómo giran éstos alrededor del Sol. Es un mundo amortiguado, y su vegetación se marchita a veces por falta de aire.

Milady Dedlock
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ha vuelto a su casa de Londres a pasar unos días antes de irse a París, donde Milady se propone pasar unas semanas; después de lo cual no se sabe adónde irá. Es lo que dicen los rumores del gran mundo, para gran tranquilidad de los parisinos, y se trata de gente bien informada sobre todo lo que ocurre en el gran mundo. El enterarse de las cosas por otros conductos no sería de buen tono. Milady Dedlock ha estado pasando algún tiempo en lo que, cuando habla en confianza, califica ella de su «residencia» de Lincolnshire. En Lincolnshire no para de llover. Las aguas se han llevado un arco del puente del parque y lo han arrastrado con ellas. Las tierras bajas adyacentes se han convertido, en una anchura de media milla, en un río estancado, en el cual hay árboles en lugar de islas, y cuya superficie está puntuada en todas partes por la lluvia que cae sin cesar. La «residencia» de Milady Dedlock ha estado de lo más lúgubre. Desde hace muchos días y muchas noches, hace un tiempo tan húmedo que los árboles parecen estar saturados y que las ramas cortadas blandamente por el hacha del leñador no hacen el menor ruido al caer. Cuando saltan los ciervos, empapados, hacen saltar el agua a su paso. El disparo de una escopeta pierde su mordiente en el aire saturado de agua, y su humo asciende en una nubecilla perezosa hacia la pendiente verde, coronada por un bosquecillo, que constituye el telón de fondo de la lluvia. La vista desde las ventanas de Milady Dedlock es, según los momentos, un panorama de plomo o de tinta china. Los jarrones de la terraza empedrada en primer plano atrapan la lluvia a lo largo del día, y las pesadas gotas siguen cayendo, plas, plas, plas, en el gran acerón de losas de piedra conocido como el Paseo del Fantasma. Los domingos, la iglesita del parque está toda húmeda; el púlpito de roble rompe en un sudor frío; y todo exhala un olor y sugiere un sabor general como de los antiguos Dedlock en sus tumbas. Milady Dedlock (que no tiene hijos) ha mirado al principio del atardecer hacia el pabellón de uno de los guardas, desde la ventana de su tocador, y ha visto a un niño, perseguido por una mujer, salir corriendo en medio de la lluvia a abrazar la figura brillante de un hombre abrigado que entraba por la puerta del parque, y se ha puesto de muy mal humor. Milady Dedlock dice que «se ha estado muriendo de aburrimiento».

Por eso se ha ido Milady Dedlock de su residencia de Lincolnshire y la ha dejado abandonada a la lluvia, y a los cuervos, y a los conejos, y a los ciervos, y a las perdices, y a los faisanes. Los cuadros de los Dedlock del pasado parecen haberse hundido en las paredes húmedas de puro desaliento, cuando pasa la anciana ama de llaves por los viejos salones y va cerrando las persianas. Y los rumores del gran mundo —que al igual que el Enemigo son omniscientes en cuanto al pasado, y al presente, pero no en cuanto al futuro— no se comprometen todavía a decir cuándo volverán a salir de las paredes.

Sir Leicester Dedlock no es más que un baronet, pero no hay baronet más poderoso que él. Su familia es tan antigua como Matusalén, e infinitamente más respetable que él. Él opina, en general, que el mundo podría privarse muy bien de los matusalenes, pero que se acabaría sin los Dedlock. Estaría dispuesto, en general, a reconocer que la Naturaleza es una buena idea (quizá un poco vulgar cuando no está encerrada por la verja de un parque), pero una idea cuya ejecución depende de las grandes familias de cada condado. Es un caballero de conciencia estricta, que desdeña todo lo que sea pequeño y mezquino y que estaría dispuesto a morir, inmediatamente, como fuera, antes que dar ocasión a cualquier crítica a su integridad. Se trata de un hombre honorable, obstinado, veraz, de altos ideales, intensos prejuicios, de un hombre perfectamente irracional.

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