Casa desolada (134 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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Acabó besándome bienhumoradamente la mano y dándome las gracias. Nada más que el gran tacto de la señorita Summerson podía haberle descubierto aquello, dijo.

Me sentí muy desconcertada, pero reflexioné que si se había conseguido lo principal, poco importaba lo curiosamente que pervertía él todos los motivos para ello. Había determinado yo mencionar otra cosa, sin embargo, y pensé que no iba a dejarme desviar de ella.

—Señor Skimpole —añadí—, debo tomarme la libertad de decir, antes de concluir mi visita, que hace poco tiempo me sentí muy sorprendida al enterarme, de fuente muy bien informada, que usted sabía con quién se había ido de Casa Desolada aquel pobre muchacho y que en aquella ocasión aceptó usted un regalo. No se lo he mencionado a mi Tutor, pues temo hacerle un daño innecesario, pero sí puedo decir a usted que me sentí muy sorprendida.

—¿No? ¿Verdaderamente sorprendida, mi querida señorita Summerson? —respondió, inquisitivo, levantando sus agradables cejas.

—Enormemente sorprendida.

Se quedó pensándolo un momento, con una expresión muy agradable y caprichosa; después renunció a ello, y dijo con su tono más seductor:

—Ya sabe usted que yo soy un niño. ¿Por qué sorprendida?

Yo sentía renuencia a entrar en detalles al respecto, pero como me pidió que se lo dijera, pues verdaderamente sentía curiosidad por saberlo, le hice comprender, con las palabras más amables que pude, que su conducta parecía indicar el desprecio de varias obligaciones morales. Se sintió muy divertido e interesado al oírlo, y dijo con una sencillez ingenua:

—No. ¿De verdad? Ya sabe usted que yo no pretendo ser responsable. No podría. La responsabilidad es algo que siempre ha estado por encima de mí…, o por debajo —continuó el señor Skimpole—, ni siquiera sé cuál de las dos cosas, pero, como comprendo la forma en que ve este caso, mi querida señorita Summerson (siempre tan notable por su buen sentido práctico y su claridad), he de imaginar que se trata básicamente de una cuestión de dinero, ¿no es así?

Tuve la imprudencia de confirmarlo con reservas.

—¡Ah! Entonces comprenderá usted —dijo el señor Skimpole, negando con la cabeza— que es imposible que yo lo comprenda.

Al levantarme para irme, sugerí que no estaba bien traicionar la confianza de mi Tutor con un soborno.

—Mi querida señorita Summerson —respondió, con una hilaridad cándida típica en él—, a mí no se me puede sobornar.

—¿Ni siquiera el señor Bucket? —pregunté.

—No —me dijo—. Nadie. Yo no concedo ningún valor al dinero. No me importa. No lo conozco. No lo quiero. No lo guardo…, me separo de él inmediatamente. ¿Cómo se me puede sobornar a mí?

Mostré que yo tenía una opinión diferente, aunque no la capacidad para discutir el asunto.

—Por el contrario —dijo el señor Skimpole—, yo soy exactamente la persona que ha de ocupar una posición superior en un caso así. Yo estoy por encima del resto de la Humanidad en un caso así. Yo puedo actuar con filosofía en un caso así. Yo no estoy envuelto en prejuicios, como lo está un niño italiano en vendajes. Yo soy tan libre como el aire. Yo me considero tan encima de toda sospecha como la mujer del César.

¡Estoy segura de que jamás nadie ha tenido un aire tan despreocupado ni una imparcialidad tan juguetona como los que parecían servirle a él para convencerse, mientras jugueteaba con la cuestión como si fuera una pelota de plumas!

—Observe usted el caso, mi querida señorita Summerson. Se trata de un muchacho al que se recibe en la casa y al que se mete en la cama, en una condición que me parece muy objetable. Una vez que el muchacho está en la cama, llega un hombre, y es como el cuento de la Madre Gansa de la casa que construyó Jack. El hombre pregunta por el muchacho al que se ha recibido en la casa y se ha metido en la cama en un estado al que yo objeto mucho. Luego está el billete que saca el hombre que pregunta por el muchacho que han recibido en la casa y puesto en la cama en un estado al que yo objeto mucho. Luego está el Skimpole que acepta el billete que saca el hombre que pregunta por el muchacho al que se ha recibido en la casa y puesto en la cama en un estado al que yo objeto mucho. Ésos son los hechos. Muy bien. ¿Debería el Skimpole haber rechazado el billete? ¿Por qué debería el Skimpole haber rechazado el billete? Skimpole protesta a Bucket: «¿Para qué es esto? Yo no lo comprendo, no me vale de nada, lléveselo». Bucket sigue implorando a Skimpole que lo acepte. ¿Hay algún motivo para que Skimpole, que no está cargado de prejuicios, lo acepte? Sí. Skimpole los percibe. ¿Cuáles son? Skimpole razona en su fuero interno que se trata de un lince domesticado, un agente de policía en activo, un hombre inteligente, una persona cuyas energías han seguido un sentido concreto y que es muy sutil, tanto en cuanto a conceptos como a ejecución, que descubre en nombre nuestro a nuestros amigos y nuestros enemigos cuando se escapan, recupera nuestros bienes en nombre nuestro cuando nos roban, nos venga cómodamente cuando se nos asesina. Este agente de policía en activo y hombre inteligente ha adquirido, en el ejercicio de su oficio, una gran fe en el dinero; lo considera muy útil y hace que sea muy útil para la sociedad. ¿Voy yo a destruir esa fe de Bucket porque yo carezca de ella? ¿Voy yo a mellar adrede una de las armas de Bucket? ¿Voy yo a paralizar totalmente a Bucket en su siguiente actividad detectivesca? Y hay otras cosas. Si Skimpole hace mal al recibir el billete, entonces Bucket hace mal al ofrecer el billete, y hace mucho peor Bucket, porque él si que comprende estas cosas. Ahora bien, Skimpole quiere tener una buena opinión de Bucket; Skimpole considera fundamental, dentro de sus límites, para la cohesión general de las cosas, que él
tenga
una buena opinión de Bucket. El Estado le pide expresamente que confíe en Bucket. Y lo hace. ¡Eso es lo único que hace!

Yo no tenía nada que decir en respuesta a aquella declaración, y en consecuencia me despedí. Sin embargo, el señor Skimpole, que estaba de excelente humor, no estaba dispuesto a tolerar que yo volviera a casa acompañada sólo por la «pequeña Coavinses», y me vino a acompañar en persona. Por el camino me entretuvo con una conversación variada y encantadora, y al separarnos me aseguró que jamás olvidaría el exquisito tacto con el que yo le había informado de la situación de nuestros jóvenes amigos.

Como da la casualidad de que jamás volví a ver al señor Skimpole, puedo terminar ya diciendo de golpe todo lo que sé de él. Las relaciones entre él y mi Tutor se fueron enfriando, debido, sobre todo, a los motivos expuestos y a que había fríamente hecho caso omiso de las exhortaciones de mi Tutor (como supimos después por Ada) en relación con Richard. El que se separaran no tuvo nada que ver con que tuviese grandes deudas con mi Tutor. Murió cinco años después, y dejó tras de sí un diario, con cartas y otros documentos para su Biografía, que se publicó, y en la cual se demostraba que había sido víctima de una conspiración de toda la Humanidad contra un niño inocente. Se consideró que era una lectura entretenida, pero nunca leí de ese libro más que la frase sobre la que cayeron mis ojos por casualidad cuando lo abrí. Era la siguiente: «Jarndyce tiene en común con la mayor parte de los hombres que he conocido el ser la Encarnación del Egoísmo».

Y ahora llego a una parte de mi relato que verdaderamente me afecta mucho y para la cual no estaba nada preparada cuando se produjeron las circunstancias. Aunque todavía me quedasen de vez en cuando algunos recuerdos en relación con mi vieja imagen, sólo volvían como algo perteneciente a una parte ya terminada de mi vida: terminada como mi adolescencia o mi infancia. No he censurado ninguna de mis múltiples debilidades a este respecto, sino que las he descrito con toda la fidelidad con que las recuerda mi memoria. Y espero y pretendo hacer lo mismo hasta las últimas palabras de estas páginas, que según veo ahora ya no tardarán mucho en llegar.

Iban pasando los meses, y mi niña, sustentada por las esperanzas que me había confiado, seguía siendo la misma estrella de belleza en aquel rincón miserable. Richard, cada vez más flaco y más demacrado, iba al Tribunal un día tras otro. Se quedaba allí sentado, apático, todo el día, aunque sabía que no existía la más remota posibilidad de que se mencionara el pleito, y se convirtió en un punto fijo de aquel lugar. Me pregunto si alguno de aquellos señores lo recordaba tal como era cuando fue por primera vez.

Tan completamente absorto estaba en sus ideas fijas, que cuando se hallaba con ánimo confesaba que ahora ya no saldría al aire libre «de no ser por Woodcourt». El señor Woodcourt era el único que distraía de vez en cuando su atención durante unas horas, y que incluso lograba reanimarlo cuando se sumía en un letargo mental y corporal que nos alarmaba mucho y cuyas recaídas se fueron haciendo más frecuentes con el transcurso de los meses. Mi niña tenía razón al decir que si persistía en su error de forma cada vez más desesperada era por ella. No me cabe duda de que su deseo de recuperar lo que había perdido se iba haciendo cada vez más intenso ante su pesar por su joven esposa, y se convirtió en algo parecido a la locura de un jugador.

Como ya he mencionado, yo iba a visitarlos a todas horas. Cuando iba por la noche, generalmente volvía a casa con Charley en un coche; a veces, mi Tutor venía a buscarme al distrito e íbamos juntos a casa. Una tarde había quedado en reunirse conmigo a las ocho. Yo no pude salir, como era mi costumbre, exactamente a la hora, pues estaba haciendo labores para mi niña y me quedaban unos puntos más que dar para terminar lo que estaba haciendo, pero apenas si habían pasado unos minutos cuando recogí mi cesto de labor, di a mi niña el último beso de aquella noche y bajé corriendo las escaleras. Me acompañó el señor Woodcourt, porque estaba anocheciendo.

Cuando llegamos al lugar habitual de encuentro (estaba muy cerca, y el señor Woodcourt ya me había acompañado muchas veces), mi Tutor no estaba. Esperamos media hora, paseándonos arriba y abajo, pero no había indicios de él. Convinimos en que o bien no había podido venir o había llegado y se había ido, y el señor Woodcourt propuso acompañarme a casa.

Era la primera vez que nos dábamos un paseo juntos, salvo aquel brevísimo hasta el punto de encuentro. Fuimos hablando de Richard y de Ada todo el camino. No le di las gracias con palabras por lo que había hecho él (para entonces, mi agradecimiento ya no se podía expresar con palabras), pero esperé que no dejara de comprender cuán fuertes eran mis sentimientos.

Cuando llegamos a casa y subimos, vimos que mi Tutor había salido, y también había salido la señora Woodcourt. Estábamos en la misma habitación a la que había llevado yo a mi niñita sonrojada cuando su joven corazón había elegido a su no menos joven amante, ahora convertido en un marido tan cambiado; la misma habitación desde la cual mi Tutor y yo los habíamos visto marcharse a la luz del sol, cuando acababa de florecer de su esperanza y su promesa.

Estábamos junto a la ventana abierta, mirando a la calle, cuando el señor Woodcourt me dirigió la palabra. En un momento supe que me amaba. En un momento supe que mi cara llena de cicatrices seguía siendo la misma para él. En un momento supe que lo que había pensado que era piedad y compasión, era un amor abnegado, generoso y leal. Pero era demasiado tarde para saberlo, demasiado tarde, demasiado tarde. Ése fue el primer pensamiento ingrato que tuve. Demasiado tarde.

—Cuando volví —me dijo—, cuando volví, sin más riquezas que cuando me fui, y la encontré a usted recién levantada de su lecho de enferma, pero tan inspirada por una dulce consideración por los demás, tan exenta de ideas egoístas…

—¡Ay, señor Woodcourt, deténgase, deténgase! —imploré—. No merezco esos elogios. En aquella época tenía muchas ideas egoístas, ¡muchas!

—Sabe el cielo, bien amada mía —me dijo—, que mis elogios no son los del enamorado, sino la verdad. No sabe usted lo que ven todos quienes la rodean en Esther Summerson, a cuántos corazones emociona y anima, qué admiración sagrada y qué amor despierta.

—¡Ay, señor Woodcourt! —exclamé—. El despertar amor es magnífico, ¡es magnífico despertar amor! Me siento orgullosa y honrada por lo que me dice, y el oírlo me hace derramar estas lágrimas, en las cuales se mezclan la alegría y la pena: alegría por haberlo despertado, pena por no haberlo merecido; pero no soy libre para pensar en el suyo.

Lo dije con mayores fuerzas, porque cuando me hacía estos elogios y oía su voz resonar con la idea de que lo que decía era verdad, aspiraba a ser más digna de ellos. No era demasiado tarde para eso. Aunque aquella noche cerrase yo aquella página imprevista de mi vida, no me bastaría toda ella para merecerla. Y me resultó reconfortante, y como un impulso, y sentí que en mi interior surgía una dignidad que me insuflaba él mientras iba pensando aquellas ideas.

Rompió él el silencio.

—Mal manifestaría yo la confianza que tengo en el ser amado y quien a partir de ahora amaré cada vez más —y la gran solemnidad con que lo dijo me dio al mismo tiempo fuerzas y ganas de llorar— si, después de sus seguridades de que no es libre para pensar en mi amor, insistiera yo en él. Querida Esther, déjame decirte únicamente que la afectuosa idea de ti que me llevé al extranjero se vio exaltada hasta el Cielo cuando volví a casa. Siempre esperé que en la primera hora en que pareciese caer sobre mí un rayo de buena fortuna, podría decírtelo. Siempre temí que te lo dijera en vano. Esta noche se cumplen tanto mis esperanzas como mis temores. Pero te estoy causando dolor. Ya he dicho bastante.

Pareció ocupar mi lugar algo que era como el Ángel que él me consideraba, ¡y sentí mucha pena por la pérdida que había sufrido él! Deseaba ayudarlo en su dolor, igual que ya había deseado cuando mostró su primera conmiseración por mí.

—Querido señor Woodcourt —dije—, antes de que nos separemos esta noche, tengo algo que decirle. Nunca podría decirlo como yo desearía… Nunca lo lograré…, pero…

Antes de que pudiese seguir, tuve que pensar, una vez más, en que había de merecer más su amor y no ser indigna de su sufrimiento.

—… Tengo plena conciencia de su generosidad, y hasta la hora de mi muerte atesoraré su recuerdo. Sé perfectamente lo cambiada que estoy, y sé que no ignora usted mi historia, y sé lo noble que es un amor tan leal como el suyo. Lo que me ha dicho usted no hubiera podido afectarme tanto si procediera de otros labios; porque no existen otros que pudieran hacerlo tan preciado para mí. No se perderá. Hará que yo sea una persona mejor.

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