—El único problema —Keith da un paso al frente— es que no nos envió tu padre.
Tardo un rato en asimilarlo.
No es Audrey. No es mi padre.
Multitud de preguntas desfilan por mi mente como personas que salieran de un estadio de fútbol o de un concierto. Empujan, dan codazos y tropiezan. Algunas logran abrirse paso. Otras permanecen en sus asientos, esperando su oportunidad.
—Entonces, ¿qué hacéis aquí? —les pregunto—. ¿Cómo sabíais que iba a estar aquí en este preciso instante?
—Nos envió nuestro jefe —contesta Daryl.
—Nos dijo que estarías aquí —continúa Keith—. Así que vinimos. —Me sonríe casi con simpatía—. Por el momento no se ha equivocado una sola vez.
Intento pensar, encontrarle sentido a todo esto.
—Entonces —comienzo, pero parece que no me quedan más palabras para continuar la frase. Al fin doy con ellas—. ¿Quién es vuestro jefe?
Daryl niega con la cabeza.
—No lo sabemos, Ed. Únicamente hacemos lo que nos ordenan. —Procede a unir cabos—. Pero sí, Ed, esta noche te han enviado aquí para recordarte que no quieres morir como tu padre. ¿Lo entiendes?
Asiento.
—Y ahora tenemos una última cosa que decirte. Después desapareceremos para siempre de tu vida.
Escucho con atención.
—¿Qué?
Empiezan a alejarse.
—Que todavía tienes que esperar un poco, ¿de acuerdo?
Me quedo donde estoy.
¿Qué otra cosa puedo hacer salvo quedarme donde estoy?
Observo cómo Daryl y Keith se pierden en la oscuridad de la noche. Nunca volveré a verlos.
—Gracias —digo, pero no me oyen.
Me digo que es una pena.
Trascurren unos días y llego a la conclusión de que no puedo hacer nada excepto esperar. Casi he tirado la toalla, pero cuando estoy regresando a casa del trabajo, un día al amanecer, me para un hombre joven con tejanos, cazadora y gorra.
Se sienta detrás.
Vale.
Le pregunto adónde.
Vale.
Me responde.
Shipping Street, 26
No vale.
Me quedo petrificado y casi detengo el coche.
—Sigue conduciendo —me ordena sin levantar la vista—. Ya te lo he dicho, Ed, Shipping Street, 26.
Obedezco.
Viajamos en silencio hasta el pueblo. Conduzco con cuidado, ojos nerviosos y un corazón desbocado. Doblo por mi calle y me detengo delante de casa.
Finalmente, la persona sentada detrás se quita la gorra y alza la cabeza para que pueda verle la cara por el espejo retrovisor.
—¡Tú! —grito.
—Sí.
Algo más poderoso que la conmoción o la sorpresa me arrebata cualquier posibilidad de pensar o reaccionar, porque en el asiento de atrás se halla el inútil que intentó atracar el banco al comienzo de este relato. Su bigote pelirrojo sigue ahí y está tan feo como siempre.
—Han pasado los seis meses —dice.
Esta vez su tono es amable.
—Pero…
—No hagas preguntas —me interrumpe—. Simplemente sigue conduciendo. Llévame al 45 de Edgar Street.
Obedezco.
—¿Recuerdas este lugar? —pregunta.
Lo recuerdo.
—Ahora al 13 de Harrison Avenue. —Y de uno en uno, este inútil me lleva a todos los lugares. A casa de Milla y de Sophie, a casa del padre y de Angie Carusso, a casa de los chicos Rose.
—¿Lo recuerdas? —me interroga en cada ocasión. Dentro del coche revisito cada lugar, cada mensaje.
—Sí —le digo—. Lo recuerdo.
—Bien. Ahora a Glory Road.
«Clown Street y la casa de tu madre».
«Bell Street».
«Y las tres últimas direcciones ya las conoces».
Recorremos las calles del pueblo en tanto el sol se eleva en el cielo. Vamos a casa de Ritchie, al parque con el césped descuidado y a casa de Audrey. Los recuerdos flotan en el aire mientras conduzco. A veces tengo ganas de parar el coche y quedarme.
Quedarme para siempre.
Con Ritchie en el río.
Con Marv en los columpios.
Bailando con Audrey en el fuego silencioso de la mañana.
—¿Adónde ahora? —pregunto cuando regresamos a mi casa.
—Baja —me dice, y esta vez no puedo evitarlo.
—¿Fuiste tú, verdad? Atracaste el banco sabiendo que… —digo.
—Oh, Ed, ¿te importaría cerrar el pico?
Nos detenemos al lado del coche, bajo el sol de la mañana.
Lentamente, saca algo del bolsillo de su cazadora. Es un espejo pequeño.
—¿Te acuerdas de lo que te dije en el juicio, Ed?
—Me acuerdo. —Y, por la razón que sea, noto que se me enternece la mirada.
—Dímelo.
—Dijiste que cada vez que me mirara al espejo recordaría que estoy mirando a un hombre muerto.
—Exacto.
El chico retrocede y se detiene frente a mí. Una leve sonrisa aterriza en su cara. Me pone el espejo delante y me miro en él.
—¿Estás mirando ahora a un hombre muerto? —dice.
Como un torrente dentro de mí, vuelvo a ver todos esos lugares y personas. Abrazo a la niña en su porche y me hago pasar por Jimmy para una anciana maravillosa. Veo a una chica correr con los pies ensangrentados más encantadores del mundo.
Me río con el entusiasmo reflejado en el rostro de un religioso. Veo los labios de Angie Carusso cubiertos de helado y siento la lealtad de los chicos Rose. Veo la oscuridad de una familia iluminada por el poder y la gloria, dejo que mi madre dé rienda suelta a la verdad y el amor y la decepción que es su vida, y me siento en el cine de un hombre solitario.
En el espejo estoy con mi amigo en un río. Veo a Marv columpiar a su hija hasta lo alto del cielo, y bailo con Audrey durante tres minutos seguidos…
—¿Y bien? —vuelve a preguntar—. ¿Sigues mirando a un hombre muerto?
Esta vez respondo.
—No —digo.
—Entonces mereció la pena…
Fue a la cárcel por esa gente.
Fue a la cárcel por mí, y ahora se marcha con unas últimas palabras.
—Adiós, Ed. Será mejor que entres en casa.
Y se va.
Sin comentarios.
La carpeta
Con toda la calma de que soy capaz, entro. La puerta de la casa está abierta.
En mi sofá hay un hombre joven acariciando a
Doorman
con suma calma y placer.
—¿Quién…?
—Hola, Ed —dice—. Me alegro de conocerte al fin.
—¿Eres…?
Asiente.
—¿Tú enviaste…?
Asiente de nuevo.
Cuando se levanta, dice:
—Vine a este pueblo hace un año, Ed.
Tiene el pelo moreno, bastante corto, está algo por debajo de la estatura media y viste camisa, tejanos negros y zapatillas deportivas azules. Tiene más pinta de muchacho que de hombre, pero cuando habla su voz no recuerda nada a la de un muchacho.
—Sí, ha pasado más o menos un año, y vi el entierro de tu padre. Te veía a ti y tus timbas y tu perro y tu madre. Venía con frecuencia para observarte, exactamente como hacías tú en todas esas direcciones… —Se vuelve un instante, casi con vergüenza—. Yo maté a tu padre, Ed. Yo organicé el atraco al banco para que sucediera cuando tú estuvieras presente. Ordené al hombre que maltratara a su esposa. Me encargué de que Daryl y Keith te dieran una buena paliza, y del colega que te llevó hasta las piedras… —Baja la mirada y vuelve a levantarla—. Yo lo hice todo. Te convertí en un taxista no demasiado competente y te hice hacer todas esas cosas que no te creías capaz de hacer. —Nos miramos. Espero a que continúe—. ¿Y por qué lo hice? —Hace una pausa pero no da marcha atrás—. Porque eres la mediocridad personificada, Ed. —Me mira con gravedad—. Y si un tipo como tú puede levantarse y hacer lo que tú hiciste por toda esa gente, tal vez eso signifique que todo el mundo puede. A lo mejor todo el mundo puede ir más allá de lo que se cree capaz. —Me mira con intensidad ahora. Con emoción. Lo dice—. A lo mejor hasta yo puedo…
Se sienta de nuevo en el sofá.
Sí, y el hombre está sentado en el sofá mesándose el pelo.
Se levanta despacio y vuelve la vista hacia el sofá. Sobre el cojín descansa una carpeta maltrecha de color amarillo.
—Está todo ahí —dice—. Todo. Todo lo que escribí para ti. Todas las ideas que concebí. Cada persona a la que ayudaste, heriste o viste.
—Pero… —Siento pegajosas las palabras—. ¿Cómo?
—Incluso esta conversación está en esa carpeta —responde.
Me levanto atónito, perplejo, conmocionado.
Finalmente logro hablar.
—¿Soy real?
Apenas se detiene a meditarlo. No le hace falta.
—Mira en la carpeta —dice—. Hacia el final. ¿Lo ves?
Está escrito con grandes letras en el dorso de un posavasos de cartón. Su respuesta está escrita con tinta negra. Dice: «Naturalmente que eres real, como todo pensamiento o historia que un autor elige contar. Es real mientras la estás viviendo».
—Será mejor que me vaya —dice—. Seguramente querrás hojear la carpeta y buscar razones de lo que ha pasado. Está todo ahí.
Durante un breve instante el pánico se adueña de mí. Como esa sensación de vértigo cuando sabes a ciencia cierta que has perdido el control del coche o cometido un error que no tiene solución.
—¿Qué hago ahora? —Pregunto, desesperado—. ¡Dime! ¿Qué hago ahora?
No se altera.
Me mira fijamente y dice:
—Seguir viviendo, Ed…
Lo único que acaba aquí son las palabras.
Se queda un rato más, probablemente porque me ve muy mal, paralizado por la sorpresa. Estoy de pie, tratando de asimilar lo que acaba de ocurrir.
—Realmente creo que será mejor que me vaya —repite con más determinación esta vez.
Le acompaño hasta la puerta a mi pesar.
Nos despedimos en el porche y él echa a andar calle arriba.
Me pregunto cómo se llama, aunque no me cabe duda de que no tardaré en averiguarlo.
Ha escrito sobre esto, el muy cabrón, estoy seguro. No se ha dejado nada.
Mientras se aleja saca una libretita de su bolsillo y hace algunas anotaciones.
Eso me lleva a pensar que quizá también yo debería escribir sobre lo que ha sucedido. A fin de cuentas, soy yo el que ha hecho todo el trabajo.
Empezaría con el atraco al banco.
Algo como: «El hombre de la pistola es un inútil».
No obstante, existen muchas probabilidades de que el tipo se me haya adelantado.
Será su nombre el que aparezca en la portada del libro que contiene todas estas palabras, no el mío.
Él se llevará todo el crédito.
O descrédito, si hace un mal trabajo.
Pero recordad que fui yo y no él quien dio vida a estas páginas. Fui yo el que…
Bueno, a ver si callo de una vez.
Le doy vueltas al tema durante todo el día, aunque trato de evitarlo. Hojeo la carpeta y encuentro lo que me ha contado el hombre. Están anotadas todas las ideas y esbozados todos los personajes. Hay apuntes unidos con grapas. Borradores que dicen y desdicen. Pasan horas.
Seguidas de días.
No salgo de la choza ni contesto al teléfono. Apenas como.
Doorman
deja transcurrir el rato sentado a mi lado.
Paso mucho tiempo preguntándome qué estoy esperando.
Supongo que lo que espero es la vida que vendrá más allá de estas páginas.
El mensaje
Una tarde oigo un golpeteo en mi puerta y allí, en mi porche agrietado, está Audrey.
Sus ojos vagan unos instantes y luego me pregunta si puede entrar.
Una vez en el recibidor se apoya en la puerta y dice:
—¿Puedo quedarme, Ed?
Me acerco.
—Claro que puedes quedarte esta noche. —Pero menea la cabeza y sus ojos finalmente se centran.
Da un paso al frente y alarga un brazo.
—No quiero decir esta noche —aclara—. Quiero decir para siempre.
Bajamos lentamente hasta el suelo y Audrey me besa. Sus labios se unen a los míos y saboreo su aliento y trago y siento y me abalanzo sobre él. Me surca por dentro con los ríos de su belleza. Sostengo su pelo rubio. Acaricio la suave piel de su cuello y ella sigue besándome. Desea besarme.
Cuando terminamos,
Doorman
se acerca y se acomoda a mi lado.
—Hola,
Doorman
—dice Audrey, y los ojos vuelven a brillarle. Parece feliz.
Doorman
nos mira, pero se guarda sus comentarios.
Nos quedamos en el recibidor cerca de una hora y se lo cuento todo. Audrey escucha atentamente mientras acaricia a
Doorman
, y me cree. Comprendo entonces que siempre me ha creído.
Casi estoy a punto de relajarme del todo cuando un último interrogante se cuela en mi interior.
—La carpeta —digo.
Me levanto y entro rápidamente en la sala. Con la carpeta sobre las rodillas, la reviso, hurgo y escudriño entre las hojas sueltas.
—¿Qué haces? —pregunta Audrey.
Ha entrado y se detiene detrás de mí.
Me vuelvo y la miro.
—Estoy buscando esto —le digo señalándonos a los dos con la mano—. Nos estoy buscando a ti y a mí juntos.
Audrey se arrodilla a mi lado y posa su mano en la mía para hacerme soltar las hojas.
—No creo que esté ahí —me dice con dulzura—. Yo creo, Ed… —Posa las manos suavemente sobre mi cara. La luz anaranjada del atardecer la baña—. Creo que esto nos pertenece a nosotros.
Muchas gracias a Baycrew, al consejo de Taxi NSW y a Anna McFarlane por sus conocimientos y su dedicación.