—¿Estás bien, mamá?
La voz tiembla, pero me da la respuesta que esperaba.
—Sí, estoy bien.
—Me alegro.
—Pero me has despertado, maldito inút…
Cuelgo pero sonrío.
Quería decirle que todavía la quiero, pero quizá sea mejor así.
El cine de Bell Street
No puedo dejar de pensar en todo lo que mamá dijo anoche.
Es domingo por la mañana y apenas he pegado ojo.
Doorman
y yo nos tomamos varios cafés, pero apenas logran despabilarme. Me pregunto si ya he terminado con Clown Street y mi madre, aunque la intuición me dice que sí. Mamá necesitaba decirme esas cosas.
Como es lógico, el hecho de que mi madre piense que soy un completo perdedor no me resulta agradable.
Y que ella se considere también una perdedora tampoco me consuela, aunque debería. En cierto modo, ha hecho que tome conciencia de algo. Me doy cuenta de que no puedo ser taxista toda mi vida. Enloquecería.
Por primera vez un mensaje ha tocado una parte de mi propia vida.
¿Para quién era?
¿Para mamá o para mí? Vuelvo a oír sus palabras.
«Hace falta mucho amor para odiarte así».
Creo que vi cierto alivio en su semblante cuando lo dijo.
El mensaje era para ella.
Me voy con
Doorman
a ver al padre O’Reilly y compruebo que todavía conserva un buen número de feligreses.
—¡Ed! —me suelta muy alegre después del servicio—. Temía que no volvieras nunca más. Te he echado de menos las últimas semanas. —Da unas palmaditas a
Doorman
.
—Hemos estado algo ocupados —digo.
—¿El Señor ha estado contigo?
—No demasiado. —Pienso en la pasada noche y en la idea de mi madre cometiendo adulterio, odiando a mi padre por sus promesas incumplidas y despreciando al único hijo que vive en el pueblo.
—Bueno —dice—. Todo tiene su razón de ser.
Eso espero.
Sólo me queda Bell Street y acudo por la tarde. El número 39 es una vieja y deslucida sala de cine a la que se baja por unas escaleras. Encima tiene una vetusta casa adosada con un cartel pegado al toldo. Hoy el cartel reza: «Casablanca 14.30 h» y «Con faldas y a lo loco 19 h». Cuando bajas hay carteles de películas antiguas expuestos en la vitrina. El papel tiene los márgenes amarillentos y cuando entro no veo a nadie.
Huele a palomitas rancias y a moqueta churretosa. Parece vacío.
—¿Hola? —llamo.
Nada.
Este lugar debe de llevar años muerto, desde que construyeron el Greater Union al otro lado del pueblo. Está desierto.
—¿Hola? —llamo de nuevo, más fuerte esta vez.
Me asomo a un cuarto trasero y veo a un anciano durmiendo. Viste traje y pajarita, como un acomodador de antaño.
—¿Está bien, amigo? —le pregunto, y se despierta de un brinco.
—¡Oh! —Salta de la silla y se alisa la americana—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Miro el cartel que cuelga sobre el mostrador y digo:
—¿Me da una entrada para Casablanca, por favor?
—Caray, eres mi primer cliente en semanas.
Las arrugas en torno a sus ojos son enormes y posee unas cejas increíblemente pobladas. Tiene el cabello blanco, perfectamente peinado, y aunque está perdiendo pelo no se hace crencha. La expresión de su cara es auténtica. El hombre está encantado. De hecho, está loco de contento.
Le tiendo diez dólares y me devuelve cinco.
—¿Palomitas?
—Sí, por favor.
Las recoge con la pala y las vierte en la caja con gran deleite.
—Invita la casa. —Y me guiña un ojo.
—Gracias.
La sala es pequeña, aunque tiene una pantalla enorme. Me queda un rato de espera, pero el anciano entra en torno a las 14.25 h.
—No creo que venga nadie más. ¿Te importa si empezamos ya? —Tal vez tema que me largue si me hace esperar demasiado.
—En absoluto.
Se aleja prestamente por el pasillo.
Me he sentado casi en el centro exacto de la sala. Si acaso, una fila algo más cerca de la pantalla.
Comienza la película.
En blanco y negro.
Al rato se corta y me vuelvo hacia la ventanilla de proyección. El hombre ha olvidado cambiar el rollo. Lo llamo.
—¡Oiga!
Nada.
Creo que se ha vuelto a dormir, de modo que salgo y encuentro una puerta donde pone
SOLO PERSONAL AUTORIZADO
y entro. Da a la cabina de proyección, donde el hombre ronca quedamente recostado en su silla y la pared que tiene al lado.
—¿Señor? —pregunto.
—¡Oh, no! —Grita para sí—. ¡Otra vez no!
Visiblemente disgustado, censurándose y disculpándose, corre de un lado a otro buscando el siguiente rollo.
—No se preocupe —le digo—. Tranquilícese. —Pero no me escucha.
—No te preocupes, hijo —dice una y otra vez—, te devolveré el dinero y hasta te regalaré un pase gratis. ¡Tú eliges! —Continúa enfebrecidamente—. La película que quieras.
Acepto. No tengo opción.
Se acerca y dice:
—Ahora, si te das prisa, llegarás a tiempo para no perderte nada.
Antes de regresar a la sala siento la obligación de presentarme.
—Me llamo Ed Kennedy —digo, y le tiendo la mano.
Se detiene y me la estrecha.
—Sé quién eres. —Se olvida por un momento del rollo y me mira a los ojos con suma cordialidad—. Me dijeron que vendrías.
Retoma lo que estaba haciendo.
Continúo ahí.
Esto se pone cada vez mejor.
Veo el resto de la peli y me digo: «No pienso moverme de aquí hasta que averigüe quién informó al anciano de que iba a venir».
—¿Te ha gustado? —me pregunta cuando salgo, pero no le doy pie para esa clase de charla.
—¿Quién le dijo que vendría? —le pregunto.
Intenta zafarse.
—No. —El pánico casi se apodera de él—. No puedo. —Ha echado a andar—. Se lo prometí, y eran unos tipos tan simpáticos…
Tiro de él para que me mire.
—¿Quiénes?
Mientras observa sus zapatos y la moqueta parece aún más viejo.
—¿Fueron dos hombres? —le pregunto.
Me mira con cara de «sí».
—¿Daryl y Keith?
—¿Quiénes?
Cambio de táctica.
—¿Se comieron sus palomitas?
De nuevo un «sí».
—Eran Daryl y Keith —confirmo. Los muy glotones—. ¿Le hicieron daño?
—Oh, no, fueron muy amables. Fantásticos. Vinieron hará un mes y vieron Escala en Hawai. Antes de irse me dijeron que un tipo llamado Ed Kennedy vendría y recibiría un mensaje cuando hubiera terminado.
—¿Y cuándo terminaré?
Extiende las manos.
—Dijeron que lo sabrías. —Ladea la cabeza casi con pesar—. ¿Has terminado?
Niego con la cabeza.
—No, no tengo esa sensación. —Desvío la mirada y vuelvo a mirarle—. Tengo que hacer algo por usted. En su caso algo bueno, diría yo.
—¿Por qué?
Estoy a punto de responderle que no lo sé, pero me niego a mentirle.
—Porque lo necesita.
¿Necesita un público, como el padre O’Reilly?
Lo dudo. Dos veces, imposible.
—Puede que —se acerca un poco más— termines cuando regreses para ver esa otra película gratis.
—Está bien —acepto.
—Puedes traer a tu novia —dice—. ¿Tienes novia, Ed?
Me permito disfrutar del momento.
—Sí —digo—, tengo novia.
—Pues tráela. —Se frota las manos—. Nada como estar con tu chica delante de la gran pantalla. —Una risa maliciosa brota ahora de su boca—. A mí me encantaba traer chicas a este cine cuando era joven. Por eso lo compré cuando me retiré de la construcción.
—¿Alguna vez le ha dado dinero?
—Qué va, no lo necesito. Simplemente me gusta poner películas, verlas, echar una cabezada. Mi esposa dice que si eso me mantiene fuera de líos, ¿por qué no?
—Dice bien.
—¿Cuándo crees que volverás?
—Puede que mañana.
Me entrega un catálogo del tamaño de una enciclopedia para que lo consulte y proponga una película, pero no lo necesito.
—No, gracias —le digo—. Sé qué película quiero.
—¿En serio? ¿Ya?
Asiento con la cabeza.
—
La leyenda del indomable
.
Se frota de nuevo las manos y sonríe.
—Buena elección. Es una gran película. La actuación de Paul Newman es extraordinaria y la de George Kennedy, tu tocayo, inolvidable. ¿Mañana a las siete y media?
—Perfecto.
—Bien. Os veré a ti y a tu chica mañana. ¿Cómo se llama, por cierto?
—Audrey.
—Precioso nombre.
Me dispongo a marcharme cuando caigo en la cuenta de que no me ha dicho su nombre. Se disculpa.
—Oh, cuánto lo siento, Ed. Me llamo Bernie. Bernie Price.
—Pues encantado de conocerle, Bernie. —Me dirijo a la salida.
—Lo mismo digo. Me alegro de que vinieras.
—Y yo.
Nochebuena cae en jueves este año, que es cuando todos vendrán para la timba, el pavo y el gran beso entre Marv y
Doorman
.
Llamo a Audrey para contarle lo de mañana y cancela una cita con su novio. Por el apremio en mi voz, creo que ha intuido que necesito que me acompañe.
Solucionado esto, me doy un paseo hasta casa de Milla, en Harrison Avenue.
Abre la puerta y parece que la debilidad se ha apoderado de ella en las últimas semanas. Llevaba tiempo sin visitarla y el rostro se le ilumina con mi llegada. Al principio está encorvada, pero se endereza en cuanto me ve la cara.
—¡Jimmy! —aúlla—. ¡Pasa, pasa!
Obedezco, y cuando entro en la sala de estar advierto que ha intentado leer
Cumbres borrascosas
ella sola, pero no ha llegado muy lejos.
—Ah, sí —dice cuando llega con el té—. He intentado leer sin ti, pero no funciona.
—¿Quieres que te lea un poco ahora?
—Me encantaría. —Sonríe.
Adoro la sonrisa de esta anciana. Adoro las arrugas de su cara y la alegría de sus ojos.
—¿Te gustaría venir a mi casa el día de Navidad? —le pregunto.
Deja el té sobre la mesa y responde:
—Será un placer. Cada vez… —Se permite mirarme—. Cada vez me siento más sola sin ti, Jimmy.
—Lo sé —digo—. Lo sé.
Cubro su mano con la mía y la acaricio suavemente. En momentos así me gusta pensar que hay vida después de la muerte. Milla y el auténtico Jimmy, de nuevo juntos.
«Capítulo seis —leo—. El señor Hindley vino a casa para el funeral y, algo que nos llenó de asombro y disparó las habladurías entre los vecinos, trajo una esposa con él…».
El lunes trabajo todo el día en la ciudad. Recojo a mucha gente y, por una vez, sorteo el tráfico con fluidez. Muchas veces mi objetivo como taxista es no molestar a otros conductores. Hoy está funcionando.
Llego a casa poco antes de las seis, como con
Doorman
y recojo a Audrey hacia las siete. Visto mis mejores tejanos, mis botas y una vieja camisa roja que se ha descolorido hasta volverse naranja.
Audrey abre la puerta y puedo oler a perfume.
—Hueles bien —digo.
—Gracias, caballero. —Y me permite que le bese la mano. Luce una falda negra, zapatos de tacón bonitos y una blusa de color arena. Todo combina, y lleva el pelo recogido en una trenza con algunos mechones sueltos a los lados.
Echamos a andar y ella tiene su brazo enlazado al mío.
Cuando nos miramos se nos escapa la risa. No podemos evitarlo.
—Hueles tan bien —digo de nuevo—, y estás fantástica.
—Tú también —responde, y lo medita un instante—. Incluso con esa camisa tan horrible.
Bajo la vista.
—Es tremenda, lo sé.
Pero a Audrey no le importa. Camina casi brincando, o bailando, y dice:
—¿Qué película vamos a ver?
Intento ocultar mi cara de orgullo porque sé que es una de sus películas favoritas.
—
La leyenda del indomable
.
Se detiene en seco y la expresión de su rostro alcanza un grado de belleza tal que casi se me saltan las lágrimas.
—Te has superado a ti mismo, Ed. —La última vez que oí esa expresión se la decía Marv a Margaret, la camarera. En esta ocasión no hay sarcasmo.
—Gracias —contesto, y reanudamos la marcha. Doblamos por Bell Street y el brazo de Audrey sigue enlazado al mío. Ojalá el cine estuviera más lejos.
—¡Ya estáis aquí! —exclama Bernie Price cuando llegamos.
Está emocionado. La verdad es que me sorprende verlo despierto.
—Bernie —digo cortésmente—, le presento a Audrey O’Neill.
—Encantado, Audrey. —Sonríe. Cuando Audrey va al lavabo, me lleva a un lado y susurra—. Caray, Ed, menudo bombón.
—Sí señor… —convengo.
Compro las palomitas rancias o por lo menos lo intento (porque Bernie, según sus palabras, se niega a cobrarme), entramos en la sala y buscamos asiento cerca del lugar donde me senté ayer.
Nos entrega una entrada a cada uno.
Esperamos sentados y al rato se oyen unos golpecitos en la ventanilla de proyección.
—¿Estáis listos? —pregunta la voz amortiguada de Bernie.
—¡Sí! —respondemos, y nos volvemos de nuevo hacia la pantalla.
Empieza la película.
Mientras la vemos confío en que Bernie esté ahí arriba rememorando felizmente los tiempos en que, con mi edad, venía a esta sala. Confío en que siga creyendo que Audrey es realmente mi chica cuando observa las dos siluetas sentadas delante de la gran pantalla. Misión cumplida.
Confío en que Bernie sea feliz.
Confío en que la memoria no le falle.
Audrey tararea la música de la película y en este momento es mi chica. Puedo animarme a creerlo.
Ésta es la noche de Bernie, pero le robo un pedazo para mí.
«Sólo tú y tu chica», decía Bernie ayer, pero me doy cuenta de que este hombre merece algo más que quedarse sentado en la cabina de proyección. Le susurro a Audrey:
—¿Te importa si le pido a Bernie que baje y se siente con nosotros?
Su respuesta es la que esperaba.
—En absoluto.
Paso por encima de sus piernas y subo a la cabina de proyección. Bernie se ha dormido, pero le despierto suavemente con la mano.
—¿Bernie? —le digo.
—Ah, sí. ¿Ed? —Sale de su modorra.
—Audrey y yo… nos preguntábamos si le gustaría bajar a ver la película con nosotros.
Inclinándose hacia delante, replica:
—No, no, Ed, jamás podría hacer algo así. ¡Jamás! Tengo mucho que hacer aquí y vosotros, los jóvenes, debéis quedaros solos ahí abajo. Ya sabes —añade—, para poder hacer manitas.