Cartas cruzadas (24 page)

Read Cartas cruzadas Online

Authors: Markus Zusak

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: Cartas cruzadas
3.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Has dormido bien? —pregunto.

Asiente con la cabeza y dice:

—Eres cómodo, Ed.

Soy consciente de que podría tomarme a mal su comentario, pero sé que es un cumplido.

—Siéntate —digo, y sin pensarlo le miro los botones de la camisa y las caderas. Desciendo por sus piernas hasta las rodillas, espinillas y tobillos. Todo en un mero segundo. Los pies de Audrey parecen suaves y delicados. Como si pudieran fundirse con el suelo de la cocina.

Le preparo cereales y empieza a comer. No he tenido que preguntarle si quería. Hay cosas que, simplemente, uno sabe.

Me lo confirma más tarde, una vez que se ha duchado y vestido.

Ya en la puerta, me dice:

—Gracias, Ed. —Hace una pausa antes de proseguir—. ¿Sabes? De todo el mundo tú eres quien mejor me conoce y quien mejor me trata. Me siento muy cómoda contigo. —Incluso se acerca y me da un beso en la mejilla—. Gracias por aguantarme.

Cuando se marcha todavía siento sus labios en la piel. Su sabor.

Veo cómo sube por la calle, hasta que dobla la esquina. Justo antes de hacerlo, sabe que estoy mirándola y se vuelve y me dice adiós con la mano. Hago lo propio y desaparece.

Lentamente.

A veces dolorosamente.

«Y hazme un favor, ¿quieres? Corta un poco con las patatas, por Dios».

Vuelvo a oír las palabras de mi amigo de ayer.

Me vuelven a lo largo de todo el día, y otra cosa que también dijo:

«¿Se te ha ocurrido pensar que a lo mejor no eres el único que recibe ases por correo?».

Sus palabras, desde luego, tenían signos de interrogación, pero sé que era una afirmación. Eso me hace pensar en todas las personas que he conocido. ¿Y si son mensajeros como yo y están amenazados y desesperados por hacer lo que sea que tengan que hacer para sobrevivir? Me pregunto si también ellos han recibido naipes y armas de fuego en sus buzones, o si les han proporcionado instrumentos específicos a cada uno. «Algo personificado —pienso—. Yo recibí naipes porque eso es a lo que me dedico. Puede que Daryl y Keith recibieran los pasamontañas, y mi colega de anoche su indumentaria negra y su carácter cascarrabias».

A las ocho menos cuarto volveré a Melusso’s sin
Doorman
. Esta vez pienso entrar. Tengo que explicárselo antes de irme.

Me mira.

¿Qué?
, pregunta.
¿No hay patatas esta noche?

«Lo siento, amigo. Te traeré algo, te lo prometo».

Parece contento cuando me marcho porque le he preparado un café con un poco de helado dentro. Casi se pone a dar saltos cuando le coloco el tazón delante.

Genial
, me dice en la cocina.

Seguimos siendo amigos.

Debo reconocer que hasta le añoro un poco cuando me dirijo a Clown Street y Melusso’s. Me siento como si hubiéramos estado en esto juntos y ahora tuviera que terminar el trabajo yo solo y llevarme toda la gloria.

Eso.

Si hay gloria.

Casi he olvidado que las cosas pueden torcerse y complicarse. Ejemplo A, Edgar Street. Ejemplo B, los chicos Rose.

Me pregunto qué tarea tengo asignada esta vez mientras cruzo la puerta del restaurante Melusso’s y entro en el calor y el envolvente olor a salsa de espaguetis, pasta y ajo. He mantenido los ojos bien abiertos para comprobar si alguien me seguía, pero no he visto a una sola persona que pareciera interesada en mí, sólo gente haciendo las cosas de siempre.

Hablando. Aparcando mal.

Blasfemando. Diciendo a sus hijos que se den prisa y dejen de protestar.

Esas cosas.

Le pido a la camarera rellenita que me siente en el rincón más oscuro del restaurante.

—¿Allí? —pregunta, sorprendida—. ¿Cerca de la cocina?

—Sí, por favor.

—Es la primera vez que alguien me pide que le siente ahí —dice—. ¿Está seguro, amigo?

—Lo estoy.

«Qué tipo tan raro», la veo pensar, pero me lleva a la mesa que he pedido.

—¿Carta de vinos?

—¿Perdón?

—¿Quiere vino?

—No, gracias.

Retira la carta de vinos de la mesa y me enumera las especialidades del día.

Pido espaguetis, albóndigas y lasaña.

—¿Espera a alguien?

Niego con la cabeza.

—No.

—¿Significa eso que se lo va a comer todo usted?

—Oh, no —respondo—. La lasaña es para mi perro. Le prometí que le llevaría algo.

Esta vez me lanza una mirada de «desdichado patético y solitario» que, supongo, es comprensible. No obstante, dice:

—Se la traeré justo cuando vaya a marcharse, ¿de acuerdo?

—Gracias.

—¿Algo de beber?

—No, gracias.

En los restaurantes siempre rechazo las bebidas porque me digo que puedo comprar una bebida en cualquier parte. Estoy aquí por la comida que no sé preparar.

Se marcha y examino el restaurante, que está medio lleno. Hay gente atracándose, gente bebiendo sorbos de vino y una pareja joven que se besa por encima de la mesa y comparte los platos. La única persona interesante es un hombre sentado en el mismo lado del restaurante que yo. Está esperando a alguien mientras bebe vino. Va trajeado y tiene el pelo negro y plateado, ondulado y peinado hacia atrás.

Casi me atraganto con el tenedor cuando llega la invitada del individuo. Se levanta y la besa y le pone las manos en las caderas.

La mujer es Beverly Anne Kennedy.

Bev Kennedy.

También conocida como mi madre.

«Ostras, ostras, ostras», pienso, y bajo raudamente la cabeza.

Por la razón que sea, siento que voy a vomitar.

Mi madre lleva puesto un vestido favorecedor. De color azul marino brillante. Casi el color de una tormenta. Se sienta educadamente y el cabello le enmarca agradablemente el rostro.

Resumiendo, es la primera vez que parece una mujer. Generalmente sólo parece una madre malhablada que me insulta y me llama inútil. En cambio esta noche lleva pendientes y su rostro moreno y sus ojos castaños sonríen. Se encoge un poco cuando sonríe pero, decididamente, parece feliz.

El hombre es todo un caballero. Le sirve vino y le pregunta qué le apetece comer. Hablan de manera agradable y relajada, pero no puedo oír lo que dicen. Para ser franco, procuro no oírlo.

Pienso en mi padre.

Pienso en él y enseguida me deprimo.

No me preguntéis por qué, pero siento que se merecía algo más que esto. No niego que fuera un borracho, sobre todo hacia el final de sus días, pero era amable, generoso y delicado. Contemplo las albóndigas y veo su pelo corto y negro y sus ojos casi incoloros. Era bastante alto y cuando se marchaba a trabajar, siempre lo hacía con una camisa de franela y un cigarrillo en la boca. En casa nunca fumaba. En casa no. Un caballero pese a todo lo demás.

También lo recuerdo cruzar la puerta tambaleándose y llegar al sofá haciendo eses tras el cierre del pub. Mamá le gritaba, naturalmente, pero en vano.

Además, estaba todo el día encima de él. Mi padre se mataba a trabajar pero nunca era suficiente. ¿Recordáis el incidente de la mesa de centro? Pues mi padre tenía que aguantar eso cada día.

Cuando éramos más pequeños nos llevaba a sitios como el Parque Nacional y la playa y un lugar de juegos, a varios kilómetros de casa, que tenía un enorme cohete de metal. Nada que ver con los juegos de plástico que los pobres niños tienen para jugar hoy día. Nos llevaba a esos lugares y observaba en silencio cómo jugábamos. Nosotros mirábamos atrás y lo veíamos ahí sentado, fumando felizmente, quizá soñando. Mis primeros recuerdos son de cuando tenía cuatro años y Gregor Kennedy, mi padre, me subía a caballo. Cuando el mundo no era tan grande y podía verlo todo. Cuando mi padre era un héroe y no un ser humano.

Ahora estoy aquí sentado, preguntándome qué se supone que tengo que hacer en estos momentos.

Mi prioridad es no terminarme las albóndigas. Observo a mi madre con su fantástica cita. Es evidente que los dos han estado antes aquí. La camarera los conoce y se detiene para cruzar algunas palabras con ellos. Se encuentran a gusto.

Ahí está mi madre, a sus cincuenta y tantos, paseándose por la ciudad con un tío mientras yo, en la flor de la vida, estoy sentado a esta mesa completamente solo.

Eso es lo que hay.

Ciclón en el porche

La camarera se lleva mis albóndigas y trae la lasaña de
Doorman
en una caja de plástico barato. Espero que le guste.

Cuando llego al mostrador para pagar, me vuelvo hacia mamá y el hombre, cuidando de que no me vean, pero ella sólo tiene ojos para él. Mira y escucha con tanta atención que ya ni me molesto en intentar esconderme. Pago y salgo, pero no en dirección a mi choza. Camino hasta casa de mamá y espero en el porche.

La noche está iluminada de estrellas y cuando me tiendo y contemplo el cielo, me pierdo en él. Tengo la sensación de caer pero hacia arriba, hacia el abismo celestial.

Lo siguiente que noto es un pie ajeno contra mi pierna.

Me despierto y encuentro la cara a la que pertenece.

—¿Qué haces aquí? —pregunta.

Es mamá.

Tan agradable como siempre.

Me apoyo en un codo y decido ir al grano.

—He venido a preguntarte si lo has pasado bien en Melusso’s.

Una expresión de pasmo se dibuja en su cara, aunque intenta mantener el tipo.

—De maravilla —responde, pero puedo ver que está ganando tiempo—. Las mujeres tenemos derecho a divertirnos.

Me siento.

—Supongo que sí.

Se encoge de hombros.

—¿Sólo has venido para eso? ¿Para interrogarme sobre mi cita con un hombre? Tengo necesidades, ¿sabes?

Necesidades.

Escúchala bien.

Pasa por mi lado e introduce la llave en la cerradura.

—Y ahora, si no te importa, estoy muy cansada.

Ahora.

El momento.

Estoy a punto de ceder, pero esta noche resisto. Sé muy bien que de todos sus hijos soy el único al que esta mujer no invitaría a entrar en casa en estas circunstancias. Si mis hermanas estuvieran aquí, ya estaría preparando café. Si se tratara de Tommy, le estaría preguntado cómo le va en la universidad, ofreciéndole una Coca-Cola o un pedazo de tarta.

En cambio conmigo, Ed Kennedy, tan hijo suyo como los demás, se niega a ser cordial, y aún menos a invitarme a entrar. Me gustaría que por una vez se mostrara afable, aunque sólo fuera un poco.

La puerta está a punto de cerrarse cuando la detengo con la mano. El sonido de una cara abofeteada. Su rostro se agranda cuando la miro.

Hablo con dureza.

—¿Mamá?

—¿Qué?

—¿Por qué me odias tanto?

Entonces esta mujer me mira y yo me esfuerzo por que mis ojos no me delaten.

Rotundamente, sin rodeos, responde:

—Porque me recuerdas a él.

¿A él?

Caigo.

Él: mi padre.

Cierra con un portazo.

He tenido que subir a un hombre hasta la Catedral e intentar matarle. He tenido a sicarios comiendo empanadas en mi cocina y dejándome fuera de combate. He sido apaleado por una pandilla de matones adolescentes.

Ésta, sin embargo, es mi hora más oscura.

De pie.

Herido.

En el porche de mi madre.

El cielo se abre y se desmigaja.

Quiero aporrear la puerta con las manos y los pies.

No lo hago.

Lo único que hago es caer de rodillas, derribado por unas palabras capaces de asestar un golpe fulminante. Intento sacar algo bueno de esto, porque yo adoraba a mi padre. Dejando a un lado su alcoholismo, me digo que no es vergonzoso ser como él.

Entonces, ¿por qué me siento tan mal?

No me muevo.

De hecho, decido que no voy a largarme de este maldito porche hasta que obtenga las respuestas que merezco. Dormiré aquí si es necesario, y esperaré durante todo el día de mañana bajo el sol abrasador. Me alejo un poco y grito:

—¡No pienso marcharme, mamá! ¿Me oyes? No pienso marcharme.

Transcurridos quince minutos, la puerta se abre pero no la miro. Me vuelvo hacia la calle diciendo:

—Tratas a todos los demás tan bien, a Leigh, a Kath, a Tommy. Es como… —No puedo permitirme flaquear. Bajo el ritmo—. En cambio a mí me hablas con una total falta de respeto, cuando soy el que está aquí. —Me vuelvo y la miro—. Soy el que está aquí cuando necesitas algo y siempre respondo, ¿o no?

Se muestra de acuerdo.

—Sí, Ed. —Y entonces salta. Me embiste con su versión de la verdad. Las palabras me cortan los oídos con tal virulencia que espero que salga sangre de ellos—. Sí, estás aquí, ¡y ése es justamente el problema! —Abre los brazos—. Mira este agujero. La casa, el pueblo, todo. —Su tono es siniestro—. Y tu padre… Tu padre me prometió que un día nos marcharíamos de este pueblo. Dijo que simplemente agarraríamos nuestras cosas y nos iríamos, y mira dónde estamos, Ed. Seguimos aquí. Yo sigo aquí. Tú sigues aquí. Y al igual que tu viejo eres sólo promesas, no hechos. Tú —y me señala con saña—, tú podrías ser tan bueno como cualquiera de ellos, incluso tan bueno como Tommy… Pero sigues aquí y seguirás aquí dentro de quince años. —Habla con una frialdad sobrecogedora—. Y no habrás conseguido nada.

Se hace un silencio.

—Sólo quiero —lo rompe— que seas alguien en la vida. —Camina despacio hasta los escalones del porche y dice—: Tienes que comprender algo, Ed.

—¿Qué?

Con cautela ahora, declara:

—Lo creas o no, hace falta mucho amor para odiarte así.

Intento comprenderlo.

Sigue en el porche cuando bajo hasta la hierba y me doy la vuelta.

Dios, qué oscuro está todo ahora.

Oscuro como el As de picas.

—¿Veías a ese hombre cuando papá aún vivía? —le pregunto.

Me mira en contra de su voluntad y aunque no responde, lo sé. Sé que no sólo odia a mi padre, sino que se odia a sí misma. Y entonces comprendo que está equivocada.

«El problema no es el lugar —pienso—. Es la persona».

Habríamos sido los mismos en cualquier lugar.

Hablo de nuevo. Una última pregunta.

—¿Lo sabía papá?

Se hace un largo silencio.

Un silencio que asesina, hasta que mi madre me da la espalda y rompe a llorar, y la noche se me antoja tan profunda y oscura que me pregunto si algún día volverá a salir el sol.

Una llamada telefónica

—¿Mamá?

—¿Sí?

Miro a
Doorman
, que está comiéndose su lasaña con lo que sólo puedo describir como el colmo del éxtasis. Son las 2.03 de la mañana y tengo el auricular en la oreja.

Other books

Balloon Blow-Up by Franklin W. Dixon
Out of My League by Hayhurst, Dirk
Dark Places by Linda Ladd
Rhythm and Blues by Samantha-Ellen Bound
Festival of Shadows by Michael La Ronn
Cook the Books by Jessica Conant-Park, Susan Conant
In The Shadows by Trenia Coleman