Yo hubiera sido más feliz si hubiera podido estar completamente de acuerdo con Carmilla, pero hice cuanto pude, y la impresión estaba perdiendo parte de su fuerza.
Dormí profundamente durante algunas noches; pero cada mañana sentía la misma lasitud, y todo el día pesaba sobre mí una languidez. Me sentía una muchacha cambiada. Se deslizaba en mí una extraña melancolía, una melancolía que no hubiera querido interrumpir. Empezaron a abrírseme confusos pensamientos de muerte, y cierta idea de que estaba decayendo lentamente tomó posesión de mí de un modo suave y, de algún modo, no desagradable. Aun siendo triste, el tono mental que esto provocaba era también dulce. Fuera lo que fuera, mi alma lo aceptaba.
No admití estar enferma, no consentí en decirle nada a mi papá, ni en mandar a buscar al médico.
Carmilla sentía por mí más devoción que nunca, y sus extraños paroxismos de lánguida adoración se hicieron más frecuentes. Me acariciaba con ardor creciente a medida que mi fuerza y mis ánimos se desvanecían. Eso me producía siempre una impresión semejante a un destello de locura.
Estaba yo entonces, sin saberlo, en un grado notablemente avanzado de la más extraña enfermedad que ningún mortal haya sufrido jamás. Había en sus primeros síntomas una inexpresable fascinación que me reconciliaba más que de sobra con el efecto incapacitador de esa etapa de la enfermedad. Aquella fascinación aumentó durante un tiempo, hasta alcanzar cierto punto a partir del cual se mezcló en ella, gradualmente, una sensación de lo horrible que fue profundizándose, como verás, hasta decolorar y pervertir todos los aspectos de mi vida.
El primer cambio que experimenté era más bien agradable. Se produjo muy cerca del punto de inflexión en que empezaba el descenso hacia el Averno.
Me visitaban durante el sueño ciertas sensaciones difusas y extrañas. La que prevalecía era la de ese agradable estremecimiento peculiar que sentimos al bañarnos, moviéndonos contra la corriente de un río. Pronto se vio acompañada por sueños que parecían interminables, y que eran tan vagos que nunca podía recordar sus escenarios y personajes, ni ninguna porción coherente de su acción. Pero me dejaban una impresión terrible, y una sensación de agotamiento, como si hubiera atravesado un largo período de grandes esfuerzos mentales y peligros. Después de todos esos sueños me quedaba, al despertar, el recuerdo de haberme encontrado en un sitio casi totalmente oscuro, y de haber hablado con gente a la que no podía ver; y, especialmente, el de una voz clara, femenina, muy profunda, que hablaba como de lejos, lentamente y produciéndome siempre la misma sensación de solemnidad y miedo indescriptibles. A veces sobrevenía una sensación como de si una mano se deslizara suavemente por mis mejillas y mi cuello. Otras veces era como si unos cálidos labios me besaran, haciéndolo más larga y amorosamente al llegar a mi garganta; pero ahí la caricia se inmovilizaba. El corazón me latía con más fuerza, mi respiración subía y bajaba rápidamente en fuertes jadeos; venía un sollozo, que crecía en sensación de estrangulamiento, y se transformaba en una terrible convulsión en la que me abandonaban los sentidos y caía inconsciente.
Había pasado tres semanas desde el comienzo de ese estado inexplicable. Durante la última semana, mis sufrimientos se habían reflejado en mi aspecto. Me había puesto pálida, tenía los ojos dilatados y oscurecidos por debajo, y la languidez que había sentido durante todo ese tiempo empezó a mostrarse en mi semblante.
Mi padre me preguntaba a menudo si estaba enferma; pero, con una obstinación que ahora me parece inexplicable, persistí en asegurarle que me sentía perfectamente.
En cierto sentido, esto era cierto. No me dolía nada, no podía lamentarme de ningún desorden corporal. Mi mal parecía afectar a la imaginación, o a los nervios, y, aun siendo horribles mis sufrimientos, los mantuve en profundo secreto, con una reserva morbosa.
No podía tratarse de ese mal terrible que los campesinos llamaban el upiro, hacía ya tres semanas que lo padecía, y ellos estaban enfermos raras veces más de tres días hasta que la muerte venía a poner fin a sus miserias.
Carmilla se quejaba de sueños y sensaciones febriles, aunque en absoluto de una especie tan alarmante como los míos. Digo que los míos eran extremadamente alarmantes. Si hubiera sido capaz de comprender mi condición, hubiera pedido de rodillas ayuda y consejo. Obraba en mí el narcótico de una influencia no sospechada, y mis sensaciones estaban entorpecidas.
Voy a contarte ahora un sueño que condujo inmediatamente a un extraño descubrimiento.
Cierta noche, en vez de la voz que estaba acostumbrada a oír, oí otra, dulce y tierna, y al mismo tiempo terrible, que me dijo: «Tu madre te advierte que te protejas de la asesina». Al mismo tiempo surgió inesperadamente una luz, y vi a Carmilla, erguida, junto al pie de mi cama; con su camisón blanco y bañada, desde la barbilla hasta los pies, de una gran mancha de sangre.
Me desperté con un chillido, poseída por la sola idea de que Carmilla estaba siendo asesinada. Recuerdo que salté de la cama, y mi siguiente recuerdo es el de encontrarme en el pasillo, gritando en petición de auxilio.
Madame y Mademoiselle acudieron precipitadamente, saliendo, alarmadas, de sus habitaciones; en el pasillo había siempre una luz encendida, y, al verme, no tardaron en conocer la causa de mi terror.
Insistí en que llamáramos a la puerta de Carmilla. No recibimos ninguna respuesta. Aquello se convirtió pronto en un vendaval de aporreamientos y gritos. Chillábamos su nombre, pero en vano.
Nos asustamos todas, porque la puerta estaba cerrada con llave. Regresamos, llenas de pánico, a mi habitación. Allí hicimos sonar la campana, larga y furiosamente. Si la habitación de mi padre hubiera estado en aquella parte de la casa, le hubiéramos llamado de inmediato en nuestra ayuda. Pero, ¡ay!, estaba totalmente fuera del alcance de nuestros gritos, y llegar a él implicaba una excursión para la que ninguna de nosotras tenía valor.
Algunos sirvientes, sin embargo, no tardaron en subir corriendo las escaleras; yo me había puesto entretanto la bata y las zapatillas, y mis compañeras estaban ya ataviadas del mismo modo. Al reconocer las voces de los sirvientes en el pasillo, salimos todas juntas; y, tras renovar infructuosamente nuestras llamadas a la puerta de Carmilla, ordené a los hombres que forzaran la puerta. Eso hicieron, y nosotras, que sosteníamos en alto nuestras lámparas en la entrada, miramos dentro de la habitación.
La llamamos por su nombre; pero seguía sin haber respuesta. Miramos por toda la habitación. Todo estaba en su lugar, en el mismo estado en que yo lo había dejado al darle las buenas noches. Pero Carmilla había desaparecido.
Al ver la habitación, perfectamente intacta salvo por nuestra violenta entrada, empezamos a enfriarnos un poco, y no tardamos en recobrar el buen sentido lo suficiente para ordenar a los sirvientes que se fueran. A Mademoiselle se le ocurrió que, posiblemente, Carmilla se habría despertado con el estruendo en su puerta, y, en su pánico inicial, había saltado de la cama, y se había ocultado en un armario, o detrás de una cortina, de donde no podía salir, naturalmente, hasta que el mayordomo y sus secuaces se hubieran retirado. Recomenzamos pues nuestra búsqueda, y empezamos de nuevo a llamarla por su nombre.
Nada sirvió de nada. Nuestra perplejidad y nuestra inquietud aumentaron. Examinamos las ventanas, pero estaban cerradas. Imploré a Carmilla para que, si se había escondido, no prolongara aquella broma cruel, para que saliera y pusiera fin a nuestra ansiedad. De nada valió. Yo estaba ya por entonces convencida de que no estaba en su habitación, ni en la antecámara, cuya puerta estaba también cerrada con llave por aquel lado. No podía haberla cruzado. Yo estaba absolutamente desconcertada. ¿Habría descubierto Carmilla uno de esos pasadizos secretos que, según el ama de llaves, se sabía que existían en el
schloss
, aunque se había perdido la tradición de su situación exacta? No pasaría mucho rato sin que, sin duda, se explicara todo, por desconcertados que, por el momento, estuviéramos.
Eran más de las cuatro, y preferí pasar las horas de oscuridad que quedaban en la habitación de Madame. La luz del día no aportó ninguna solución al problema.
Toda la casa, con mi padre en cabeza, se encontraba la mañana siguiente en estado de agitación. Todos los rincones del
château
fueron investigados. Se exploró el suelo. No pudo descubrirse el menor rastro de la dama desaparecida. Estábamos a punto de hacer dragar el riachuelo. Mi padre estaba trastornado: ¿qué historia le contaría a la madre de la pobre muchacha cuando volviera? También yo estaba fuera de mí, aunque mi pesadumbre era de una especie completamente distinta.
Transcurrió la mañana en la alarma y la confusión. Era ya la una, y seguía sin haber noticias. Corrí a la habitación de Carmilla, y me la encontré frente a su tocador. Me quedé atónita. No podía creer a mis ojos. Me llamó con señas de sus lindos dedos, en silencio. Su rostro expresaba un miedo extremo.
Corrí hacia ella en un éxtasis de alegría. La besé y abracé una y otra vez. Corrí a la campanilla y la hice sonar furiosamente, para que los demás vinieran y aliviar de inmediato la inquietud de mi padre.
—¡Querida Carmilla! ¿Qué ha sido de ti todo ese tiempo? Estábamos angustiados al máximo contigo —exclamé—. ¿Dónde has estado? ¿Cómo has vuelto?
—La pasada noche ha sido una noche de prodigios —dijo.
—Por el amor de Dios, explica todo lo que puedas.
—Eran más de las dos —dijo— cuando me puse en cama para dormir, como de costumbre, con las puertas cerradas con llave, tanto la de la antecámara como la que se abre al pasillo. Dormí sin interrupción y, por lo que recuerdo, sin sueños; pero me he despertado hace unos momentos justo aquí, en el sofá de la antecámara, y me he encontrado con la puerta entre las habitaciones abierta, y la otra puerta forzada. ¿Cómo ha podido ocurrir todo esto sin que me despertara? Eso se habrá producido con muchísimo ruido, y yo me despierto con mucha facilidad; y, ¿cómo he podido trasladarme de mi cama sin que mi sueño se haya interrumpido, si me despierto sobresaltada con el menor susurro?
Por entonces, Madame, Mademoiselle, mi padre, y numerosos sirvientes, estaban ya en la habitación. Naturalmente, Carmilla fue abrumada a preguntas, felicitaciones y bienvenidas. Tan sólo tenía aquella historia por contar, y parecía la menos capaz entre todos los presentes para dar una explicación de lo sucedido.
Mi padre se dio una vuelta por la habitación, pensativo. Yo vi los ojos de Carmilla seguirle por un momento con una mirada taimada y sombría.
Cuando mi padre hubo hecho marchar a los sirvientes, habiendo ido Mademoiselle a buscar una botellita de valeriana y carbonato amónico, y no quedando nadie en la habitación con Carmilla salvo mi padre, Madame y yo misma, mi padre se dirigió hacia ella, pensativo, le tomó la mano muy afectuosamente, la condujo al sofá, y se sentó a su lado.
—¿Me perdonarás, querida, si aventuro una conjetura y te hago una pregunta?
—¿Quién tendría mayor derecho a ello? —dijo ella—. Pregunte lo que desee, y se lo diré todo. Pero mi historia consiste tan sólo en asombro y tinieblas. No sé absolutamente nada. Hágame cualquier pregunta que desee. Pero ya sabe, naturalmente, las limitaciones bajo las que me puso mamá.
—Perfectamente, querida niña. No necesito abordar los temas sobre los que ella desea silencio. Ahora bien, lo maravilloso de la pasada noche consiste en que te has visto desplazada de tu cama y tu habitación sin despertarte, y ese desplazamiento, aparentemente, se ha producido con las ventanas cerradas y las dos puertas cerradas con cerrojo por dentro. Te voy a exponer mi teoría, y, antes, te haré una pregunta.
Carmilla apoyaba el rostro en la mano, abatida; Madame y yo escuchábamos sin aliento.
—Bueno, mi pregunta es ésta: ¿se ha sospechado alguna vez que anduvieras en sueños?
—Nunca, desde que era muy pequeña.
—Pero ¿andabas dormida cuando eras pequeña?
—Sí; sé que lo hacía. Mi vieja aya me lo ha contado a menudo.
Mi padre sonrió, asintiendo con la cabeza.
—Bueno, lo que ha ocurrido es esto. Te levantaste dormida, abriste la puerta sin dejar la llave, como de costumbre, en la cerradura, sino sacándola y cerrando la puerta por fuera. Luego volviste a sacar la llave, y te la llevaste contigo a cualquiera de las veinticinco habitaciones de este piso, o quizá escaleras arriba o escaleras abajo. Hay tantas habitaciones y cámaras, tantos muebles pesados, y tanta acumulación de armatostes, que se necesitaría una semana para buscar a fondo en toda la casa. ¿Ves ahora lo que quiero decir?
—Sí, pero no del todo —respondió ella.
—¿Y de qué modo, papá, explicas el que se encontrara en el sofá de su recámara, que había sido examinada tan cuidadosamente?
—Volvió después de que se buscara ahí, todavía dormida, y, finalmente, se ha despertado espontáneamente, y se ha sentido tan sorprendida de encontrarse donde estaba como cualquiera de nosotros. Quisiera que todos los misterios se explicaran tan fácil e inocentemente como los tuyos, Carmilla —dijo, riendo—. De modo que podemos felicitarnos de la certidumbre de que la explicación más natural del hecho no implica drogas, cerraduras estropeadas, ladrones, envenenadores ni brujas… Nada que deba alarmar a Carmilla, ni a nadie, por nuestra seguridad.
Carmilla tenía un aspecto encantador. No podía haber nada más hermoso que sus colores. Su belleza, pienso, se veía realzada por la grácil languidez que le era peculiar. Creo que mi padre contrastaba silenciosamente su aspecto con el mío, porque dijo:
—Quisiera que mi pobre Laura tuviera mejor aspecto.
Y suspiró.
De este modo, nuestra alarma terminó felizmente, y Carmilla se veía restituida a sus amigos.
Dado que Carmilla no quería ni oír hablar de que una criada durmiera en su habitación, mi padre dispuso que un sirviente durmiera frente a su puerta para que no pudiera intentar otra excursión como aquella sin ser detenida en su misma puerta.
Aquella noche pasó con tranquilidad; y, a la mañana siguiente, el médico, al que mi padre había mandado buscar sin decirme una palabra, vino a visitarme.
Madame me acompañó a la biblioteca. Allí estaba esperándome el grave y pequeño doctor que antes he mencionado, con su cabello empolvado y sus gafas.