»Habló en susurros a su hija unos momentos, la besó apresuradamente dos veces, y se marchó, acompañada por el pálido caballero de negro, desapareciendo entre la multitud.
»—En la habitación contigua —dijo Millarca— hay una ventana que da sobre la puerta principal. Me gustaría ver irse a mamá, y despedirla con la mano.
»Lo aceptamos, naturalmente, y la acompañamos a la ventana. Miramos hacia fuera, y vimos un hermoso carruaje anticuado, con muchos criados a caballo y lacayos. Vimos la delgada figura del pálido caballero de negro, que sostenía un grueso manto de terciopelo; lo puso sobre los hombros de la dama, y le echó la capucha sobre la cabeza. Ella le hizo un signo, y se limitó a tocarle la mano. Él se inclinó repetidamente mientras la puerta se cerraba, y el carruaje empezó a moverse.
»—Se ha ido —dijo Millarca, con un suspiro.
»—Se ha ido —me repetí a mí mismo, por primera vez en los momentos de apresuramiento que habían transcurrido de mi consentimiento, reflexionando sobre lo poco razonable de mi actuación.
»—No ha levantado la mirada —dijo la joven dama, quejumbrosamente.
»—Quizá la condesa se haya quitado la máscara, y no quiera mostrar su rostro y no podía saber que estaba usted en la ventana.
»Suspiró, y me miró a la cara. Era tan hermosa que me enternecí. Me irritó haberme arrepentido momentáneamente de mi hospitalidad, y decidí resarcirla por la inconfesada rudeza de mi acogida.
»La joven dama, volviendo a ponerse la máscara, se unió a mi pupila para convencerme de volver allí donde pronto iba a reanudarse el concierto. Eso hicimos, y nos paseamos arriba y abajo por la terraza que hay debajo de las ventanas del castillo. Millarca entró en confianza con nosotros, y nos divirtió con vivas descripciones y relatos de la mayoría de la gente importante que veíamos sobre la terraza. Cada minuto me resultaba más agradable. Su cháchara, sin tener mala intención, me resultaba extremadamente divertida después de haber permanecido tanto tiempo lejos del gran mundo. Pensé en la animación que traería a nuestras veladas en casa, a menudo solitarias.
»Aquel baile no terminó hasta que el sol del amanecer hubo casi alcanzado el horizonte. El gran duque había querido bailar hasta entonces, de modo que las personas leales no pudieron marcharse, ni pensar en la cama.
»Acabábamos de cruzar un salón lleno de gente cuando mi pupila me preguntó qué se había hecho de Millarca. Yo creía que estaba a su lado, y ella que iba a mi lado. El hecho era que la habíamos perdido.
»Todos mis esfuerzos por encontrarla fueron vanos. Temí que, en la confusión de una separación momentánea de nuestro lado, hubiera confundido a otra gente con sus nuevos amigos, y que quizá les hubiera seguido y perdido en los amplios terrenos abiertos de la fiesta.
»Entonces percibí, con toda su fuerza, una nueva locura en el haber aceptado la responsabilidad sobre una joven dama sin ni siquiera conocer su apellido; y, como estaba encadenado por promesas impuestas sin conocer yo las razones para ello, no podía siquiera orientar mi búsqueda diciendo que la joven dama extraviada era la hija de la condesa que había partido unas pocas horas antes.
»Llegó el amanecer. Era plena luz cuando abandoné mi búsqueda. No fue sino cerca de las dos de la tarde del día siguiente cuando tuvimos alguna noticia de la desaparecida dama a mi cargo.
»Hacia esa hora, un sirviente llamó a la puerta de mi sobrina, y, le dijo que una joven dama, que parecía encontrarse en un gran apuro, le había pedido vehementemente que averiguaran dónde podría encontrar al general barón Spielsdorf y a su joven hija, a cuyo cuidado le había dejado su madre.
»Era indudable que, a pesar del pequeño descuido, habíamos recobrado a nuestra joven amiga; y así fue. ¡Quisiera Dios que la hubiéramos perdido!
»Le contó a mi pobre niña una historia que explicaba el que no se hubiera unido a nosotros durante tanto rato. Era muy tarde, dijo, cuando había entrado en el dormitorio del ama de llaves, desesperada por encontrarnos, y allí había caído en un profundo sueño que, pese a su duración, apenas había bastado para reponerle las fuerzas tras las fatigas del baile.
»Aquel día, Millarca se vino a casa con nosotros. Yo me sentía muy feliz, a fin de cuentas, de haberle encontrado una compañera tan encantadora a mi querida niña.
»Muy pronto, sin embargo, se revelaron algunos inconvenientes. En primer lugar, Millarca padecía una extremada languidez (la debilidad que le quedaba tras su reciente enfermedad), y jamás salía de su habitación hasta que la tarde estaba muy avanzada. Luego, se descubrió casualmente, pese a que siempre cerraba la puerta con llave por dentro y jamás sacaba la llave de su sitio, hasta que admitía a la doncella para ayudarla a asearse, que, indudablemente, estaba a veces ausente de su habitación a primeras horas de la mañana, y en distintos momentos ya más avanzado el día, antes de que deseara que los demás supieran que se había movido. Se la vio repetidamente, desde las ventanas del
schloss
, en las primeras luces del alba, caminando entre los árboles, en dirección al este, con el aire de una persona en trance. Esto me convenció de que andaba en sueños. Pero esa hipótesis no resolvía el enigma. ¿Cómo salía de su habitación, dejándola cerrada con llave por dentro? ¿Cómo lograba escapar de la casa sin desatrancar puerta ni ventana?
»En medio de mi confusión se presentó una inquietud de una especie mucho más urgente.
»Mi querida niña empezó a verse desmejorada en su aspecto y su salud; y eso de un modo tan misterioso, e incluso horrible, que me asusté muchísimo.
»Primero la visitaron sueños aterradores; luego, según ella se imaginó, fue un espectro, que se parecía un tanto a Millarca, a veces en forma de una bestia indistintamente percibida que caminaba al pie de la cama, de lado a lado. Finalmente, surgieron las sensaciones. Una de ellas, no desagradable, pero sí muy peculiar, según decía, se parecía al fluir de una corriente helada contra su pecho. Posteriormente, sintió algo así como si la perforaran un par de agujas, un poco por debajo de la garganta, produciéndole un dolor muy agudo. Unas pocas noches después vino una sensación gradual y convulsiva de estrangulación; luego vino la inconsciencia».
Yo podía oír distintamente todas y cada una de las palabras que el amable y anciano general estaba diciendo, porque, por entonces, avanzábamos por encima de la hierba corta que se extiende a lado y lado del camino cuando uno se aproxima al pueblo destechado del que no había surgido el humo de una chimenea en más de medio siglo.
Ya puedes imaginarte lo extraña que me sentí cuando oí mis propios síntomas tan exactamente descritos en aquellos que había sufrido la pobre muchacha que, de no ser por la catástrofe que siguió, hubiera sido, en aquel momento, una huésped del castillo de mi padre. ¡Ya supondrás, también, cómo me sentí cuando le oí detallar costumbres y misteriosas peculiaridades que eran, de hecho, las de nuestra hermosa huésped, Carmilla!
Se abrió un claro en el bosque. Nos encontramos de repente bajo las chimeneas y los gabletes del pueblo en ruinas, y las torres y las murallas almenadas del castillo desmantelado, alrededor del cual se aprietan árboles gigantescos, pendían sobre nosotros desde una pequeña colina.
En un ensueño aterrado bajé del carruaje; y lo hice en silencio, porque cada uno de nosotros tenía abundante tema de reflexión. Pronto hubimos ascendido la cuesta, y nos encontramos en las espaciosas habitaciones, las escaleras de caracol y los oscuros corredores del castillo.
—¡Y esto fue en otro tiempo la residencia palatina de los Karnstein! —dijo, al cabo de un rato, el anciano general, mirando por encima del pueblo a través de una gran ventana y viendo la ancha y ondulante extensión del bosque—. Fue una mala familia, y aquí se escribieron sus anales manchados de sangre —prosiguió—. Es duro que sigan, después de su muerte, atormentando a la raza humana con sus atroces apetitos. Ésa es la capilla de los Karnstein, allá abajo.
Señaló los muros grises del edificio gótico, parcialmente visible entre el follaje, un poco más abajo en la cuesta.
—Y oigo el hacha de un leñador —añadió— que trabaja entre los árboles que la rodean; quizá pueda proporcionarnos información acerca de lo que busco, y nos indique la tumba de Mircalla, condesa de Karnstein. Esos rústicos preservan las tradiciones locales de las grandes familias cuyas historias mueren para los ricos y los grandes en cuanto esas mismas familias se extinguen.
—Tenemos en casa un retrato de Mircalla, condesa de Karnstein; ¿le gustaría verlo? —preguntó mi padre.
—Habrá tiempo, querido amigo —replicó el general—. Creo que ya he visto a la modelo; y una razón que me ha inducido a visitarle antes de lo que inicialmente me propuse ha sido explorar la capilla a la que ahora nos acercamos.
—¡Cómo! ¿Que ha visto a la condesa Mircalla? —exclamó mi padre—. ¡Pero si está muerta desde hace más de un siglo!
—No tan muerta como usted se imagina, según me han dicho —respondió el general.
—Confieso, general, que me tiene usted muy desconcertado —replicó mi padre, mirándole por un momento, según me pareció, con un recrudecimiento de la sospecha que antes yo había detectado. Pero aunque por momentos hubiera ira y abominación en las maneras del anciano general, no había, sin embargo, nada caprichoso en ellas.
—Sólo me queda —dijo, mientras pasábamos debajo del pesado arco de la iglesia gótica, que, por sus dimensiones, podía justificar el estar ejecutado en aquel estilo— una sola cosa capaz de interesarme en los pocos años que me quedan en esta tierra, y esta cosa es tomarme de ella la venganza que, gracias a Dios, todavía puede cumplir un brazo mortal.
—¿A qué venganza se refiere? —preguntó mi padre, con asombro creciente.
—Me refiero a decapitar al monstruo —respondió, poniéndose colorado de furor, y dando en el suelo un golpe, con el pie que resonó lúgubremente a través de la ruina vacía; y, en el mismo instante, levantó el puño cerrado, como asiendo el mango de un hacha, y lo blandió ferozmente al aire.
—¡Cómo! —exclamó mi padre, más atónito que nunca.
—Cortarle la cabeza.
—¡Cortarle la cabeza!
—Sí, con un hacha; una azada, o cualquier cosa que pueda abrirse paso en su garganta asesina. Óigame —respondió, temblando de furia. Y, apretando el paso, dijo—: Este madero puede servir de asiento; su querida hija está cansada; que se siente, y, en pocas frases, terminaré mi terrible relato.
El bloque escuadrado de madera, tirado sobre el suelo cubierto de hierbas del piso de la capilla, formaba un banco en el que me sentí encantada de sentarme; y, entretanto, el general llamó al leñador, que había estado cortando algunas ramas que crecían contra los viejos muros; y, hacha en mano, el atrevido anciano se erguía frente a nosotros.
Él no podía contarnos nada sobre aquellos monumentos; pero había un viejo, nos dijo, un guarda de aquel bosque, que estaba alojado en casa del sacerdote, a unas dos millas, que podía indicar cualquier monumento de la familia Karnstein y, por una pequeña propina, aceptó ir a por él y traerlo, si le prestábamos uno de nuestros caballos, en poco más de media hora.
—¿Hace tiempo que trabaja usted en este bosque? —le preguntó mi padre al anciano.
—He sido leñador aquí —respondió, en su
patois
—, a las órdenes del guardabosque, toda mi vida; y lo fue mi padre antes que yo, y así generación tras generación, hasta donde puedo contarlas. Podría mostrarles, ahí, en el pueblo, la casa misma en que vivieron mis ascendientes.
—¿Cómo fue que el pueblo quedó abandonado? —preguntó el general.
—Fue perturbado por los que vuelven
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, señor; varios de ellos fueron acosados hasta sus tumbas, allí identificados con las pruebas usuales, y aniquilados del modo usual, por decapitación, por estaca o por fuego; pero no antes de que muchos de los del pueblo hubieran muerto.
»Pero después de todas estas medidas conformes a la ley —prosiguió—, de tantas tumbas abiertas y tantos vampiros privados de su horrible animación…, el pueblo no quedó liberado. Pero un noble moravo, que casualmente pasó por aquí, se enteró de lo que ocurría, y, siendo diestro, como tanta gente en su país, en estas cosas, se ofreció a liberar al pueblo de su atormentador. Lo hizo de este modo: aquella noche había una luna brillante. Poco después de la puesta del sol subió a la torre de esta capilla donde estamos; de ahí podía ver claramente el cementerio debajo de él; pueden verlo ustedes por esta ventana. Desde ese punto vigiló hasta que vio al vampiro salir de su tumba, dejar al lado de ella el sudario en que había sido amortajado, y deslizarse hacia el pueblo para atormentar a sus habitantes.
»El forastero, tras ver todo esto, bajó del campanario, tomó las envolturas mortuorias del vampiro, y se las llevó a la cima de la torre, en la que volvió a apostarse. Cuando el vampiro volvió a sus merodeos y echó en falta su ropaje, le gritó enfurecido al moravo, al que vio en la cima de la torre, y que, en réplica, le llamó con señas a que subiera a por él. A esto, el vampiro aceptando su invitación, se puso a subir al campanario, y, en cuanto hubo llegado al almenaje, el moravo, golpeándole con su espada, le partió la cabeza en dos, arrojándole al cementerio, donde, tras descender por las escaleras de caracol, el forastero le siguió y le cortó la cabeza; y al día siguiente entregó su cabeza y cuerpo a los habitantes del pueblo, que lo empalaron y quemaron debidamente.
»Aquel noble moravo tenía la autorización del entonces cabeza de familia para trasladar la tumba de Mircalla, condesa de Karnstein, cosa que hizo, de modo que, al poco tiempo, su localización quedó completamente olvidada.
—¿Puede indicarnos dónde estaba? —preguntó el general, con impaciencia.
El hombre del bosque negó con la cabeza y sonrió.
—Ningún alma viviente podría decirle eso ahora —dijo—. Además, dicen que su cuerpo fue trasladado; pero nadie está seguro de eso tampoco.
Tras hablar de este modo, como el tiempo apremiaba, dejó su hacha en el suelo y partió, y nosotros nos quedamos a oír el resto de la extraña historia del general.
»Mi querida niña —reanudó— estaba ahora empeorando rápidamente. El médico que la cuidaba no había logrado torcer en nada el curso de su enfermedad, ya que eso suponía yo entonces que era. Se dio cuenta de mi preocupación, y sugirió una consulta. Llamé a un hábil médico de Gratz. Transcurrieron varios días hasta su llegada. Era un hombre bueno y piadoso; al mismo tiempo que sabio. Después de visitar a mi pupila, los dos médicos se retiraron a mi biblioteca para conferenciar y discutir. Yo, desde la habitación contigua, donde esperaba que me llamaran, oía las voces de aquellos caballeros alzándose a un tono un poco más agudo que el de una estricta discusión filosófica. Llamé a la puerta y entré. Encontré al viejo médico de Gratz defendiendo su teoría. Su rival le combatía, ridiculizándole sin disimulo, entre grandes risotadas. Aquella indecorosa exhibición se desvaneció, y el altercado terminó cuando yo entré.